Fuente: TASS
La bailarina hispano rusa Maya Plisétskaya, una de los símbolos de la danza clásica, falleció el pasado 2 de mayo en Múnich de un infarto a los 89 años.
Hace poco usted escribía sobre ella y en el titular destacaban dos palabras: fiel y generosa. Explíquenos.
Es fácil, porque cuando encuentras a una persona de esa grandeza no se puede decir otra cosa. Ella unía lo artístico y lo profesional, y eso siempre sorprende: no es fácil conjugar ambas cosas, un grandísimo talento para la danza y un lado humano maravilloso. Tuve mucho contacto con ella. De alguna forma, yo fui a Moscú y la pesqué. Ese hecho creó un vínculo entre ambos que nunca se disolvió: siempre que la necesité, levanté el teléfono y ahí estaba. ¡Ella, una artista de dimensión mundial! ¡Conmigo, un técnico, un funcionario! Años después de dirigir en España el Ballet del Teatro Lírico, la necesité para que me apoyase en el Teatro de Madrid dando unas clases magistrales. No quiso honorarios. Solo pidió: “Que Garrido me invite a jamón de Jabugo”.
¿Cómo fue su viaje a Moscú en su busca?
El viaje a Rusia no fue un acto caprichoso. España no tenía tradición de ballet académico y Maya lo era todo en la danza. Ella era la gran bailarina, la tradición, la academia... Maya arrastraba además a todo el equipo necesario de ayudantes y maestros repetidores para crear una escuela. De mi viaje allí recuerdo su casa, llena de zapatos, y la discusión artística sobre lo que queríamos en un encuentro muy favorable. No estábamos solos, siempre nos acompañaba un funcionario ruso que no se despegó de nosotros. Porque entonces la contratación de artistas no se hacía directamente con ellos, no eran artistas privados. De alguna forma, pertenecían a la agencia estatal rusa, con toda la dureza y trámites que eso conllevaba. Meses después, ella viajó a Madrid.
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¿Y cómo fue su trabajo al frente del Teatro Lírico?
Fueron tres... cuatro años muy intensos en los que se reclutó a gente muy joven y muy potente.
¿Cómo convivían el tecnicismo ruso con los bailarines españoles?
Ella siempre repetía que nuestros bailarines tenían un temperamento muy importante que, unido a la técnica, daba un resultado brillante. En esa España había dos escuelas por entonces, la de Víctor Ullate y la de María Ávila; era poco, pero había de dónde reclutar. Ella decía que el carácter latino hacía que se “viera” a alguien en el escenario. Y eso es mucho, porque cuando en baile se dice que alguien “es muy académico”, es que no baila, no comunica.
Plisétskaya venía de la Unión Soviética, con una vida dura: su padre fue ejecutado y su madre deportada. ¿Qué contaba de su país?
No noté nunca rencores, aunque nosotros no hablábamos de política. Maya estaba absolutamente volcada en su profesión, siempre intentando inventar cosas.
De su pasado en la URSS solo
recuerdo una anécdota. Como primera bailarina del Boshói, bailó para los
grandes dirigentes del mundo. Y una vez con Stalin, en un movimiento totalmente
pensado y estipulado por la coreografía, se paró, abrió la mano y con un dedo
frágil señaló al público. Ese día, Maya apuntó a Stalin, que estaba sentado
viéndola. Maya contaba que pasó varios días con mucho miedo por lo que pudiera
pasarle.
Dice que siempre estaba inventando, ¿a qué se refiere?
Era una artista, siempre estaba pensando ‘qué hago después de lo que estoy proponiendo ahora en el escenario, cómo planteo la siguiente coreografía’. Fue así hasta el último momento. Fíjese: murió en Viena, donde estaba haciendo las maletas para preparar una serie de homenajes que le estaban organizando en varios puntos del mundo.
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