Dibujado por Alekséi Iorsh
El sentimiento antiestadounidense ha aumentado drásticamente en Rusia en los últimos meses. Según las encuestas realizadas por el grupo Levada Center, el descontento de los rusos con Norteamérica alcanzó en mayo su máximo histórico. Actualmente, el 71 % de la población de Rusia afirma tener una mala percepción de Norteamérica, mientras que a principios de los años 90 este índice no llegaba al 10 %.
No es de extrañar: a finales de los años 80 y principios de los 90, cuando la revolución liberal irrumpió en la URSS, EE UU era el modelo a seguir para Rusia. El país eslavo realizó importantes gestos (en términos de desarme, retiro de tropas de Europa, desclasificación de emplazamientos militares) y en general mostró bastante interés.
El periodo de revolución liberal incluye las reformas políticas y económicas aplicadas por Gorbachov durante la perestroika —todavía en la URSS (1986-1991)— y una serie de reformas económicas introducidas en Rusia bajo el gobierno de Yeltsin-Gaidar (1991-1994). Estas reformas debían sustituir la desgastada economía planificada de la URSS (estancada desde los años 70) por el modelo de mercado característico de los países occidentales. Sin embargo, los reformistas no tuvieron en cuenta numerosas peculiaridades de la economía soviética, lo que condujo hacia un completo colapso financiero en Rusia en el año 1998. La inflación anual aumentó hasta el 200 % y el país entró en suspensión de pagos, causando una profunda decepción en el pueblo ante las reformas liberales.
Pero el tango es cosa de dos y EE UU estaba bailando algo más parecido al boxeo, de modo que entre las dos potencias el baile no cuajó. Como resultado, a lo largo de aquellos años Norteamérica ocupó el lugar de Rusia en Europa oriental (y no solo allí), convirtiéndose en la única superpotencia del mundo.
Por otra parte, las reformas liberales—que no solo buscaban el acercamiento de Rusia a los países occidentales, sino también la transformación de su realidad política y económica— desembocaron en una situación socioeconómica catastrófica. Puesto que los ideales liberales tenían su máximo exponente en EE UU, la decepción desatada por las reformas derivó inevitablemente en el fin de la fascinación por el país norteamericano.
Este desengaño se desarrollo de manera gradual. Primero se detectó entre las élites. Hacia 1995, una buena parte estas empezó a señalar EE UU como una amenaza contra la seguridad y el orden en Rusia (fue durante este periodo cuando se produjo la ampliación de la OTAN hacia el este y cuando el PIB de Rusia registró unos mínimos históricos).
Sin embargo, esta sensación no se trasladó de inmediato a la política.
Esta dualidad desapareció a finales de los años 90, como consecuencia directa de la consecución de dos crisis. La crisis financiera de agosto de 1998 acabó con la creencia de que las reformas liberales mejorarían el bienestar del pueblo; la crisis de Kósovo y el bombardeo de la OTAN sobre Belgrado en 1999 demostraron que la situación internacional de Rusia no había mejorado. El país había perdido su condición de potencia mundial. Finalmente, la insatisfacción de las élites llegó hasta las pantallas de televisión; la programación experimentó una serie de cambios bruscos y el antiamericanismo de la élite se extendió hasta la conciencia colectiva.
Cualquier ideología nacionalista se sustenta sobre una confrontación, requiere la existencia de un sujeto opuesto. Estados Unidos encarna el perfecto ‘otro’, entre otras razones debido a su lejanía se puede alimentar un odio que no acarree grandes peligros para la política interna de Rusia.
De hecho, Estados Unidos ha sido el rival por antonomasia de varias generaciones de rusos partidarios, por fuerza, de unas ambiciones de carácter imperialista. El recuerdo de la rivalidad entre las dos grandes potencias sigue vivo en la memoria de quienes nacieron durante el periodo soviético. Mientras que las nuevas generaciones nacieron ya bajo el influjo de la nueva ideología introducida por Vladímir Putin, quien proponía enorgullecerse de la historia de Rusia, incluido el periodo soviético. Esto pareció ser suficiente para crear en la conciencia colectiva un adversario encarnado por EE UU.
La nueva generación de ciudadanos rusos se caracteriza por un fuerte sentimiento patriótico. El hecho de que durante la formación de este sentimiento nacional fuera precisamente EE. UU. quien ocupó el puesto del ‘otro’ —aquel que sacó a colación la posición de Rusia en el ámbito internacional— hizo que el antiamericanismo se convirtiera en una parte integrante de dicho sentimiento.
Las generaciones más jóvenes de rusos, las que se criaron bajo las condiciones de relativo bienestar vividas durante la década del 2000, sentían inicialmente una mayor simpatía hacia EE UU. Pero cada nueva crisis desplegada en el ámbito de las relaciones internacionales —ahora estamos siendo testigos de una de ellas en relación con Ucrania— arrastra a la juventud rusa hacia la corriente generalizada del sentimiento antiestadounidense.
A las autoridades les conviene contar con un enemigo como puede ser Estados Unidos. Cuando surge algún problema en el país, el gobierno debe dar al pueblo una explicación comprensible que le garantice su consolidación. Apoyarse en el antiamericanismo colectivo ya asimilado por la ciudadanía resulta en muchos casos la opción más cómoda. Si fuese necesario, despertar una verdadera histeria antiestadounidense e involucrar en ella a un amplio sector de la población no sería difícil. Parce que esto podría explicar el creciente sentimiento antiestadounidense que muestran las últimas encuestas.
Eduard Ponarin es director del laboratorio de estudios sociales comparados de la Escuela Superior de Economía de Moscú.
Artículo publicado originalmente en ruso RBC Daily.
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