Fuente: Juan Manuel Fontán
Buenos Aires es dostoievskiana. Es probable que ese adjetivo ni siquiera exista, pero es la conclusión más precisa a la que uno puede llegar si recorre las clásicas librerías porteñas. RBTH realizó un circuito por más de veinte casas de libros de la Capital Federal, que incluyó desde las sucursales de las grandes editoriales hasta los más pequeños y humildes locales de la tradicional calle Corrientes. El resultado: más allá de los clásicos, la literatura moderna rusa está completamente ausente.
El jugador, Crimen y castigo, Los hermanos Karamázov y Memorias del subsuelo de Fiodor Dostoievski están presentes en casi todas las librerías, de la misma forma que uno tiene la seguridad de encontrar La metamorfosis, de Franz Kafka o El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Los clásicos literarios circulan en todo el mundo como figuritas repetidas. También representan avatares de la obligatoriedad.
“¿Cómo que no leíste Rayuela, de Julio Cortázar?”, es la pregunta casi obligada si uno habla de literatura argentina. Con los clásicos rusos funciona de la misma manera. Tolstói, Gógol y Chéjov completan la eterna lista repetida. Por ahí, escondido y acompañando la antología de uno de los teatros más representativos de la tradición porteña, Maipo: cien años de historia entre bambalinas, RBTH encontró algunas ediciones de los clásicos del maestro de esta disciplina en la historia rusa, Konstantín Stanislavski. Sin embargo, nada puede verse de autores más contemporáneos como Vladímir Sorokin, Borís Akunin o Liudmila Ulítskaia.
En busca de un refugio literario
De este modo, la frustración de un lector desesperado por los acertijos de la mente y la pluma rusa es comprensible. Sin embargo, las pequeñas historias suelen superar las grandes imágenes, como la de un simple librero que se sumergió en el laberinto de las novelas rusas de muy joven, a pesar del poco dinero que tenía su familia.
“En mi casa no había libros, éramos muy humildes. Pero tuve un profesor de literatura en el colegio, al que aprecio mucho, que nos dio para elegir de una lista de libros para que leyéramos. De esta forma me encontré con El jugador, y me lo llevé. Así arranqué con la literatura rusa. Todos entramos por Dostoievski,” recordó Rodrigo Benvenuto, empleado de la librería Guadalquivir, a media cuadra de la eternamente poblada esquina de las avenidas Santa Fe y Callao.
¿Cómo un chico con preocupaciones básicas de un país latinoamericano, como la supervivencia propia y de su familia, encuentra un refugio en soliloquios cargados de paranoia y de planteos existenciales como los que los clásicos rusos ofrecen?
Actualmente, con 38 años, Rodrigo estudia la carrera de Filosofía y ya ha criado a tres hijos, pero su función académica es central en su vida. Charlar con él sobre literatura rusa resulta ser un disparador para excelentes definiciones: “La mirada rusa es una muy particular, pongo como ejemplo el tono satírico de Mijaíl Bulgákov. Creo que cada lengua está un poco predestinada, como los italianos con la infancia y los ingleses con las acciones, lo pragmático. Los rusos tienen eso de decir las cosas de otra manera, pero decirlo igual. Es increíble”, sentenció.
“Me gustaría encontrar más de Gomiliov y su poesía”; esbozó analizando la deficiencia de oferta de autores que escapan a los clásicos, o literatura rusa más contemporánea. Rodrigo trabaja en -probablemente- la única librería porteña que se especializa en literatura rusa. Mandelshtam, Bieli, Pilniak, Kuprin, Fedorchenko, Zamiatín y Olesha son los nombres que rodean a Benvenuto y que, con orgullo, entiende como una iniciativa personal. “Nos destacamos por esa idea de que el lector va a hallar los libros que en otro lado no va a encontrar”, y confirma, sin quererlo, la hipótesis planteada al inicio de esta nota.
Las historias mínimas, como las de Rodrigo, también permiten hacer un contraste con el desconocimiento que la mayoría de los empleados de las librerías porteñas tiene sobre los autores rusos. Daniel, empleado de una de las sucursales de la reconocida editorial Cúspide, se preguntó ante RBTH: “¿por qué las grandes editoriales publicarían autores rusos modernos si ni siquiera lo hacen con autores argentinos?”.
Crimen y castigo tatuado en la piel
En el brazo derecho de Facundo Nahuel Leone se lee en letras cirílicas: “Rodion Románovich Raskólnikov”, bajo un rostro que asusta.
Fuente: Juan Manuel Fontán |
El joven de 25 años confiesa que Memorias del subsuelo le generó un “mazazo en la cabeza”. “A partir de ahí, leí todo lo que pude, hasta que no me dio más el cerebro”, confesó entre sonrisas y tomándose la cabeza, como para demostrar el impacto profundo que le habían generado esas lecturas.
Después siguió por los poemas de Pushkin y Nekrasov hasta llegar a Bulgákov, Gógol, Tolstói y Chéjov, con los cuales se adentró aún más por los laberintos de la enigmática cultura rusa. “Empezás con uno y terminás leyendo todas sus influencias, ese entramado está bueno”, contó Leone a RBTH. Su fanatismo quedó claro en la necesidad de imprimirse todo lo que Raskólnikov fue en Crimen y castigo en su piel.
La literatura rusa del siglo XXI: temas, tendencias y libros
“Siempre mantienen la línea de la tradición rusa. Dostoievski está con personajes que siempre se encuentran afiebrados y les da espacio para divagar en un monólogo interno durante veinte cuadras sin ir a ningún lado. Me tatué a Raskólnikov, pero Svidrigáilov me parece el personaje más interesante de Crimen y castigo, opinó el veinteañero que decidió llevar ese nombre para toda la vida en su brazo, mientras vende a diario esos mismos libros que le cambiaron la cabeza en la sucursal de El Ateneo que funciona en el ex cine Grand Splendid.
Las de Rodrigo y Facundo son solo dos pequeñas historias que retratan la realidad que viven los amantes de la literatura rusa en Buenos Aires. Sin embargo, confirma la hipótesis inicial: esta ciudad es indudablemente dostoievskiana.
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