Argentinos conquistaron el oriente ruso en moto

Los argentinos empezaron el trayecto en moto en Magadán (en el Lejano Oriente ruso) y terminaron su aventura en la capital de Mongolia.

 

Fuente: Roberto Livingston

Uno de los protagonistas de la aventura cuenta cómo surgió la idea de dar la vuelta al mundo en dos ruedas y la experiencia de atravesar una parte de Siberia y el Lejano Oriente. 

Los Piyus  somos un grupo de amigos que hemos recorrido todo América, tanto en motos clásicas como en modelos más modernos. Tras más de diez años viajando juntos, decidimos dar la vuelta al mundo. Y como a muchos otros que soñaron con la idea, se nos presentó el mismo dilema de los que tienen familia, trabajo y responsabilidades: ¿cómo conciliar esos dos aspectos?  

Dar la vuelta al mundo requiere por lo menos seis meses. Lo resolvimos rápidamente: lo haríamos por etapas.

Así fue como planificamos nuestro periplo en períodos de 15 ó 20 días, dejando las motos en el lugar que termináramos y retomando el viaje desde allí. Hasta ahora nos ha funcionado perfectamente y hemos viajado desde Buenos Aires hasta Alaska en cinco etapas, que terminaron a mediados de 2012. 

Desde Alaska enviamos nuestras motos en un contenedor hasta Magadán, ciudad en el Lejano Oriente de Rusia, para continuar por la parte asiática de ese país y terminar nuestra aventura en la capital de Mongolia. 


Rusia era un país diferente a todo lo que habíamos conocido hasta ahora. El idioma era una barrera importante, la idiosincrasia, la educación, los valores, en fin, todo era distinto y lo sabíamos. Pero era parte del reto. Para sumar más pimienta al desafío, nos propusimos hacer la legendaria Ruta de los Huesos, construida en la época de Stalin, y por cuya realización perecieron alrededor de un millón de prisioneros alojados en campos de concentración. Casi la totalidad de la ruta está hecha sobre un pantano interminable, con dimensiones que solo son posibles en estas latitudes. Era un gran desafío para los 19 motociclistas argentinos. 


Fuente: Roberto Livingston

Nuestra primera parada fue en Moscú, donde nos aprovisionamos: visitamos un concesionario de motos para comprar cubiertas especiales y aprovechamos para ver la capital, que ninguno de nosotros conocía. 

Cuando salimos de la Argentina teníamos nuestros prejuicios sobre los rusos y el país en general. Creímos que nos encontraríamos con un pueblo oscuro y frío y que las ciudades no tendrían vida, pero felizmente el viaje acabó con ese mito.  

Nos sorprendieron los colores de Moscú, la vida que late en la ciudad, el tráfico, la gente; todo a punto de ebullición. Los moscovitas fueron siempre muy amables, el ambiente que se respiraba era muy europeo, y todo esto en una atmósfera en la que todavía convivían los vestigios de los lujos imperiales y la dureza soviética.

Notamos que a los rusos les gusta manejar rápido, y a menudo, aprovechando la fluidez del tránsito, hemos visto autos y motos volando por las avenidas a más de 100 kilómetros por hora.

Tomamos el subte en varias oportunidades, a pesar de no poder leer los caracteres cirílicos: para comprenderlos hay que tomarse un tiempo. Los subterráneos son una maravilla y no pasan más de dos minutos entre un tren y el siguiente. Las estaciones son en sí mismas un fragmento de la historia rusa, donde se ven lujosas arañas y en otras una total austeridad, con colores opacos y sin brillo, pero bien señalizadas y con pasillos amplios.

Lo otro que nos llamó la atención fueron las calles limpias: no hay papeles en el suelo y no precisamente porque haya un cesto de basura en cada esquina. No se ven grafitis en las paredes, ni carteles fuera de su lugar. Las calles son barridas y lavadas con enormes camiones que lanzan chorros de agua a presión. 

El 23 de junio nos despedimos de la capital y partimos hacia Magadán, en el extremo oriental de Rusia, donde finalmente nos encontramos con nuestras motos.

Llegar al ‘fin del mundo’

A pesar de vivir en un país tan grande como la Argentina, impresionan las dimensiones de Rusia. Desde Moscú al extremo oriental del país hay que viajar unos 8.000 kilómetros ininterrumpidos con una diferencia horaria de seis horas. 

Cada persona en Moscú a la que le contamos nuestra aventura nos tildó de locos, aunque ninguno había ido jamás a tales latitudes, ni tenía a veces idea de lo que había allí. Algunos nos hablaron del lugar como si fuera el fin del mundo.

 

Fuente: Roberto Livingston

Un estigma que hoy enfrentan los rusos es la burocracia y la sentimos en carne propia a la hora de retirar las motos de la aduana en Magadán. Luego de tres días de idas y venidas y de insistir logramos sacar nuestras motos y estuvimos listos para partir hacia la aventura. 

Saliendo de Magadán, visitamos el monumento de la Máscara del Dolor que homenajea a las víctimas de los gulags (los campos de trabajo forzados), muchos de ellos partícipes en la construcción de la Ruta de los Huesos. 

Hicimos 600 kilómetros hasta la ciudad de Susumán, intentando aplacar nuestra ansiedad por andar en moto. Hasta allí estaba todo asfaltado, pero más adelante nos encontramos con 300 kilómetros interminables de pantanos, ríos caudalosos, puentes rotos, osos, lobos, bosques de cipreses infinitos... 

Ya a la distancia, tras haber terminado el viaje en moto, debemos reconocer que subestimamos la renombrada Ruta de los Huesos: ha sido la más difícil que hayamos hecho en nuestras vidas. 


Fuente: Roberto Livingston

En el tramo más duro, avanzamos a razón de cuatro kilómetros por hora durante tres días sin interrupción en jornadas de hasta 14 horas, aprovechando que el sol casi no se escondía y teníamos luz hasta la una de la mañana. 

Sonidos para comunicarse

En el extremo oriental de Rusia la vida era totalmente diferente a la de Moscú; casi no encontramos gente que hablara otro idioma que no fuera ruso. Comunicarnos con nuestras casas fue difícil porque no había internet casi en ninguna parte. La señal de celular era pobre y donde había, era sólo para celular, no había otros servicios. 

La manera más eficiente de comunicarnos con la gente terminó siendo la mímica y los sonidos, lo que generó infinidad de situaciones cómicas. En los restaurantes imitábamos los sonidos de los pollos y las vacas: gulash (un plato elaborado de carne porcina) era lo más fácil para pedir, pero con la manteca la cosa se complicaba...

En los pueblos más grandes y en las ciudades en esta parte de Rusia es común ver monoblocks, similares a los de la Argentina. Los inviernos son largos aquí y las temperaturas llegan a 50 grados bajo cero. 

Tomtor, uno de los pueblos que visitamos, tiene el récord de 71 grados bajo cero. En general, los negocios tienen doble puerta y doble vidrio en las ventanas. La calefacción central fue otro aspecto que nos llamó la atención. 

En cada pueblo había una gran planta central con enormes chimeneas que se veían desde todos lados y que generaba agua caliente, que luego se transportaba por inmensas cañerías hasta llegar a los radiadores de cada una de las casas.

Rusia ha sido toda una experiencia, un descubrimiento y una enseñanza que nos dejará recuerdos imborrables en nuestras vidas y mucho para contarles a nuestros hijos.

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