Lev Trotski. Fuente: Mary Evans/Global Look Press
“San Sebastián, capital de los vascos. Un mar severo, pero sin malicias; gaviotas, espuma, aire, espacio. El mar, con su aspecto cautivador, parece indicar que el hombre ha nacido para ser contrabandista; pero que circunstancias accidentales le han impedido seguir su destino”.
“Españoles con boina, mujeres con mantilla, en vez de sombrero; más variedad de colores y más gritos que allende los Pirineos. Una calle, una plaza y otra vez el mar. ¡Magnífico! Y sin policías. Aquí hay un mar, como en Niza. La Naturaleza no es tan dulzona; hay más sal y pimienta. Esto es mejor. Pero la indolencia domina por doquier. En las tiendas se regatea sin fin. Los tenderos son “tenderos con psicología”. Los Bancos están cerrados. Devoción. En la cabecera de mi cama, en el hotel, un cuadro ejemplar: La muerte del pecador: un diablo con dos cabezas logra arrebatar la presa a un ángel entristecido, a pesar de todos los esfuerzos del bueno del clérigo. Al dormirme y al despertar, medito sobre la salvación del alma. En las bocacalles, guardias municipales, que no tienen nada de guerreros, con bastón. Los uniformes de los militares son complicados, producto, por lo que se ve, de madura reflexión; pero no dan la impresión de seriedad”.
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Desde Euskadi, Lev Davídovich Bronstein viajó a la capital española, donde se vio obligado a entenderse por señas con Emilia, la patrona del Hotel París donde se alojó. La mujer no hablaba ningún idioma extranjero y aquel extraño extranjero con barba de chivo debió de parecerle de lo más gracioso.
Trotski abandonó pronto su habitación para recorrer la capital del reino. Lo que vio le pareció muy diferente de Francia.
“Se bebe vino en botijos. Se charla mucho a gritos. Las mujeres se ríen a carcajadas.”
En una de sus salidas, decenas de guías voluntarios que se ganaban la vida con los visitantes a la ciudad se lanzaron sobre él, atosigando al futuro fundador del Ejército Rojo hasta que este decidió elegir a uno para que, simplemente, le espantase todos los demás. El hombre le llevó a ver algunos monumentos de Madrid.“Me conduce después al puente más alto de Madrid, y lo elogia por sus comodidades para el suicidio.”
Almorzó en el Voyageur de Commerce y tomó café en el Universal, donde le sorprendió las voces que deban los españoles para comunicarse entre ellos. Por otro lado, aquel judío nacido en una granja ucraniana se vio deslumbrado por la vida nocturna española. No hay que olvidar que venía de un París en el que cada noche se apagaban las luces para evitar dar pistas a los zeppelines alemanes en sus misiones de bombardeo. España se mantenía neutral, ajena al horror de la Primera Guerra Mundial.
“Aquí se vive hasta muy tarde, hasta la una o las dos. Después de medianoche, los cafés están todavía llenos; las calles, espléndidamente iluminadas. (…) En Madrid se cena a las nueve o diez. Los teatros se abren entre las diez y las once y terminan a la una de la madrugada.”
Trotski aparcó la política unos días para disfrutar de la paz que vivía España. Visitó el que quizás sea el museo más importante de Madrid. La pinacoteca de El Prado.
“El Museo de Madrid es magnífico. Después del barullo de las calles madrileñas, en las cuales me sentía completamente extraño, contemplaba con verdadero placer las joyas inapreciables del Museo y me deleitaba el elemento eterno de ese arte. Rembrandt… Ribera…”
Al salir del museo, quiso asistir a una corrida de toros. No tuvo suerte.“Es evidente que hay que ver una corrida de toros. España es neutral y, por este motivo, durante la guerra mundial las gentes no se quieren privar en ningún modo de las corridas de toros. Nos dirigimos en tranvía a las afueras de la población. Otoño, lluvia. La última corrida de toros de la temporada ha sido suspendida. Se le propone al público presenciar las carreras de caballos, que tienen lugar ahí mismo. Regresar; pero ¿adónde? Veremos las carreras. Poco público. Todo el mundo se conoce. Niños bien, con sombrero de copa. Todos se saludan. Una dama madura, con triple papada. Todo el mundo hace la reverencia ante ella. Húsares de la reina. Lluvia. Apuestas. Un jockey sufre una caída mortal (el caballo se ha acercado demasiado a la barrera). Se lo llevan desvanecido. Los palafreneros conducen un caballo con la pierna ensangrentada.”
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Un mes duró su aventura española. El 9 de noviembre de 1916, Trotski se encontró con dos jóvenes que le aguardaban en la puerta del hotel. Estos le acompañaron hasta a la jefatura de policía de Madrid, donde le esperaba un intérprete para interrogarle sobre sus ideas políticas. Al hacérsele su ficha policial, el revolucionario se resistió al principio a marcar sus huellas dactilares. Sin embargo, acabó aceptando el mandato policial.
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Tras lanzarle una batería de preguntas, la policía le informó de que debía abandonar España de inmediato. Hasta el momento de su salida del país, controlarían su libertad. Al pedir Trotski explicaciones, recibió una contundente respuesta: “Sus ideas son demasiado avanzadas para España”.
Trotski consiguió permiso para reunirse con su familia y embarcó hacia Nueva York desde Barcelona en un camarote de primera clase del buque Montserrat que le brindó Claudio López Bru, segundo Marqués de Comillas y propietario de la Compañía Trasatlántica Española. Desde EE UU, Bronstein volvería a Rusia al año siguiente para llevar a buen puerto la revolución bolchevique.
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En diciembre de 1917, la periodista del diario español ABC Sofía Casanova, entrevistó al líder revolucionario.
“Conozco España; es un hermoso país del que tengo buenos recuerdos, aunque la Policía me trató mal. He visitado Madrid, Barcelona, Valencia. Mi amigo Pablo Iglesias estaba a la sazón en un Sanatorio; sentí dejar España.”
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