Marina Polisar se graduó en el Instituto Pedagógico de Moscú de Lenin en 1973. Ese mismo año obtuvo una plaza de profesora de español en un colegio público de Moscú, que posteriormente fue convertido en el colegio hispano-ruso Miguel de Cervantes. Decidió renunciar al cargo de directora de esa entidad para poder dedicarse por completo al desarrollo del método educativo y a las actividades creativas del colegio. Cuenta con distintos galardones españoles, como el Lazo de Dama de la Orden del Mérito Civil (1993) y la Cruz Oficial de la Orden de Isabel la Católica (2005). En 2011 fue condecorada con la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio por su labor de difusión de la cultura hispánica en Rusia.
¿Tuvo claro desde principio que iba a trabajar con el español como lengua?
No. Yo siempre quise estudiar medicina, pero tenía muchísimo miedo al examen de química y finalmente opté por un camino más fácil: eligí filología porque se me daba bien.
Sin embargo, todos en mi familia querían que hiciera carrera en el área de ciencias. Mi padre encabezaba un prestigioso instituto de investigación científica y tenía un armario lleno de libros preparados para mi futura tesis doctoral...
Nadie esperaba que eligiera filología y mucho menos que trabajara en un colegio. Mi madre dejó de hablarme. Cuando aprobé los exámenes de ingreso en la universidad pedagógica, mi padre murió de forma repentina. Durante muchos años me sentía culpable por haberle desobedecido y por no haber podido mostrarle todo lo que conseguí.
Pese a todo, siguió su camino. ¿En qué momento comprendió que la enseñanza del español era lo que buscaba?
En 1973 se firmó un decreto que establecía la creación de un tercer colegio español en la URSS. Ese mismo año me gradué en la universidad y mi profesora, conociendo mi carácter aventurero, propuso que me metiera de lleno en este proyecto. Decidí intentarlo y convencí a mis dos amigas de la facultad para que hicieran lo mismo. Pero entonces creía que no duraría mucho en el colegio. Fue duro, no había ningún material en español, nosotras mismas escribíamos los libros de texto. No tiré la toalla gracias a mi marido, que siempre me apoyó.
Por supuesto, no podría haber hecho todo este trabajo sola. Poco a poco se fue formando el equipo de profesores, aunque debo confesar que tuve que despedir a algunos...
¿Cómo elige a su equipo?
Para trabajar en un colegio hay que tener mucha vocación. No importa si tenemos un edificio viejo o nuevo, si han llegado niños muy listos o no. En esta profesión no se puede hacer nada sin amor. Y si no hay amor, en mi opinión, es mejor que el profesor se vaya. Ahora nuestro equipo está tan unido que, si digo una parte de la frase, todos saben cómo voy a continuarla.
Lo que quiero conseguir es que, cuando yo me vaya, el equipo siga respetando las tradiciones que tenemos hoy y siga avanzando. Claro que no siempre podemos dar pasos hacia adelante, a veces nos vemos obligados a retroceder. Pero, ocurra lo que ocurra, yo siempre tengo en la cabeza el siguiente paso que debemos dar. Y si no lo podemos conseguir hoy, sé que lo haremos mañana.
¿El idioma español también es su gran amor?
Al principio, el español me gustaba, pero nada más. Con los años comprendí que esta lengua encarna pasión. Si la has probado una vez, no puedes vivir sin ella. Es un idioma que te cautiva para siempre. Además, la lengua nos abre una puerta al mundo de la cultura. Por mi propia experiencia sé que los niños que estudian idiomas extranjeros tienen un nivel cultural más alto que los demás.
¿Siguen realizando proyectos de intercambio con colegios de Las Rozas?
Empezamos intercambios con un colegio de esa localidad madrileña y luego se unieron más escuelas. Lo interesante es que en Las Rozas empezaron a impartir clases de ruso como idioma opcional. Pero cuando cambió el alcalde, el proyecto se vino abajo. A pesar de todo, seguimos buscando nuevas posibilidades y desde hace dos años participamos en el programa educativo en Argentina, Modelo Internacional Unesco.
¿Cuándo visitó España por primera vez?
En 1988, cuando casi nadie viajaba de la URSS a los “países capitalistas”, como los llamábamos entonces. Aquel año, el ministro de Exteriores, Eduard Shevarnadze, visitó Madrid y firmó un decreto de intercambio de alumnos: fue el primer intercambio en la historia de nuestros países.
Recuerdo que tenía mucho miedo de que esta visita produjera una gran impresión en los niños. No sabía cómo reaccionarían cuando vieran las tiendas llenas de miles de cosas y cómo se vestía la gente allí... Intenté explicarles que todo lo que iban a ver en Madrid sería muy diferente, pero en realidad, ¡ni yo misma sabía lo que iba a encontrar! Hasta entonces no había estado nunca en un país europeo.
Nos recibieron en el Ayuntamiento de Madrid. Y nuestros niños mostraron mucha humildad y dignidad. Todo el mundo se quedó boquiabierto: no entendían cómo se podía aprender un idioma así en la Unión Soviética. Escuchamos tantos elogios y palabras de admiración, que si nos hubieran invitado al Palacio Real habría ido sin preocuparme por nada. Estaba orgullosísima. Ahí comprendí que había encontrado mi camino.
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