Cola para comprar pan en la ciudad de Chitá. Fuente: TASS / Vladímir Saiapin
Para el ciudadano soviético medio, las etapas del “crecimiento del consumo” eran las siguientes: alfombra, cristalería, mueble de pared, televisor a color y coche. Todo eso costaba mucho dinero, en la práctica los créditos al consumo no existían y, para conseguir muchas de esas cosas, había que “hacer cola” durante años.
En la escasez, la vida del ciudadano medio parecía una “cacería” permanente: aquellos que habían conseguido entrar en las cadenas de distribución VIP trataban de entablar a toda costa “contactos provechosos” con los gerentes de las tiendas que dirigían las secciones de los comercios.
La adquisición de un producto deficitario recordaba una operación secreta: primero recibías una llamada de “tu hombre” y, a continuación, asaltabas la tienda para adquirir de forma semilegal el género que te habían apartado.
Los que no podían hacer contactos provechosos hacían cola. Las colas se convirtieron en el símbolo de la época de déficit generalizado que se avecinaba. Aún no eran tan numerosas como durante la Perestroika, pero poco a poco los ciudadanos soviéticos tuvieron que pasar cada vez más tiempo en la fila.
El nivel de déficit de mercancías variaba mucho en función de la región. Moscú y Leningrado, los grandes centros industriales y algunas repúblicas de la Unión como Estonia, Letonia y Lituania, así como los balnearios, entraban en una categoría especial de suministro. Los habitantes de esos centros industriales tenían derecho a recibir en primer lugar y en mayor proporción productos como pan, harina, cereales, carne, pescado, mantequilla, azúcar, té y huevos que procedían de los fondos de suministro centralizado.
De media, era la población del territorio de la Rusia actual la que sufría el peor abastecimiento de víveres y productos industriales. Los habitantes de las pequeñas ciudades tenían que contentarse con un exiguo repertorio de artículos.
Millonarios clandestinos
La gente que había ascendido en el escalafón social, como los escritores, actores, científicos, directores de empresas y ejecutivos de distintos sectores, gozaban de un acceso privilegiado a los artículos deficitarios. Mientras unos sufrían una escasez comercial crónica, otros lo aprovechaban para llenarse los bolsillos.
La carencia de determinados artículos y la diferencia entre los precios regulados por el Estado y los del mercado negro provocaron una desproporción en el intercambio de mercancías.
En los años 80 se podía cambiar un reproductor de video de importación por una parte de un piso en el centro de Moscú. “En los años 70, solo en Moscú, había varios miles de millonarios en dólares”, afirma Yuri Bokariov, director del sector de historia económica del Instituto de Economía de la Academia Rusa de las Ciencias.
Los artículos deficitarios con los que soñaba el ciudadano soviético se pueden dividir en dos categorías básicas. La primera está formada por los artículos de producción soviética, empezando por el embutido y acabando por el papel higiénico. Se acaparaba prácticamente toda la producción para revenderla. En la segunda categoría entraban los jeans, los equipos de audio de importación y la peletería.
Las autoridades de la URSS se dieron cuenta de que aquella situación no era normal. Durante la primera mitad de la década de los 80 se acometieron intentos de vencer el déficit a gran escala y comprar víveres en el extranjero. Durante el mandato de Gorbachov el poder soviético acabó admitiendo su incapacidad para garantizar a los ciudadanos un surtido elemental de artículos y servicios. El colapso de los precios del petróleo redujo las posibilidades de importar.
Quiénes eran los especuladores
Los especuladores, popularmente conocidos como fartsóvshiks, se dedicaban a la reventa de divisa y eran los intermediarios entre los suministradores de artículos importados y los ciudadanos soviéticos. En Moscú, a mediados de los 80, el mercado negro se había convertido en un sistema completamente organizado. Había varios miles de personas que se dedicaban a esa actividad de forma profesional. Los que revendían los productos de importación solían “merodear” alrededor de las casas de empeño o los hoteles donde se alojaban los extranjeros. En las casas de empeño se vendían principalmente aparatos electrónicos, y en los pisos de particulares, ropa. A través de una cadena de gente conocida, se accedía al traficante.
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