Aparecieron después de la revolución de 1917, cuando el stock de viviendas pasó a ser de dominio público y las autoridades empezaron a instalar a nuevos inquilinos en los apartamentos de los ciudadanos pudientes. En el desbarajuste de la década de 1920 la gente llegó a las grandes ciudades en busca de alimento y trabajo.
Encontrar un empleo en una fábrica o en un organismo les daba derecho a obtener una habitación en una kommunalka de una superficie aproximada de 10 m2 para un adulto y de 5m2 para un niño (las normas fueron cambiando con el tiempo).
Individuos que hasta el día anterior habían sido campesinos se convirtieron en vecinos de intelectuales prerrevolucionarios, las cocineras empezaron a compartir baño con los profesores universitarios. Todo ello debido a la ideología oficial, que no reconocía las distinciones de clase, pero qué difícil era aquella vida...
Los encantos del día a día en una kommunalka
En el portal de la kommunalka se indicaba el número de timbrazos con los apellidos de los inquilinos. Este sistema les permitía saber si venían a visitarlos a ellos o a otros vecinos. En el recibidor estaban colgados varios contadores de electricidad: los inquilinos pagaban la energía que consumían en facturas separadas. No había perchero ni armario común: los inquilinos tenían que llevarse la ropa y el calzado a sus habitaciones, cuyas puertas de acceso estaban situadas en el pasillo común.
Delante de las puertas había alfombritas individuales para limpiarse los zapatos. En el pasillo se guardaban las bicicletas y los esquíes, en la pared estaba colgado el teléfono común (los teléfonos individuales en las habitaciones eran muy poco frecuentes).
En el baño había diferentes palanganas para lavarse y cada cual dejaba su trozo de jabón: los inquilinos vigilaban que nadie más utilizara su trozo, al igual que su asiento propio de váter. Un chiste de kommunalka cuenta que una mujer que se estaba lavando en el baño común se dio cuenta de que un vecino la estaba espiando. Cuando la mujer le gritó, él respondió: "No te miro a ti, vigilo con qué jabón te lavas".
Como explica en el libro Ensayos sobre el día a día en una kommunalka el culturólogo Iliá Utejin, en el lavabo se colgaban letreros que decían así: "Limpiad antes de salir", "No tiréis papel en el váter" o sencillamente "No toméis lo que no es vuestro". A primera vista parecería que el lugar más oportuno para los letreros hubiera sido en otros espacios públicos como la oficina o el comedor. Pero, en realidad, todo el apartamento en sí, la kommunalka, era un lugar público.
De la limpieza del apartamento se encargaban los inquilinos por turnos, que se indicaban en un cartel colgado a la vista de todo el mundo en el pasillo. Juntos conseguían mejores precios para la reparación de las instalaciones, para el fontanero y para otras necesidades comunes. No participar en la “causa común” equivalía a enfrentarse con el resto de inquilinos y eso podía hacer que la vida en el apartamento se volviera insoportable.
"Mis vecinos saben quién estuvo en mi habitación ayer"
La mayoría de las veces los inquilinos se encontraban en la cocina, mientras preparaban la comida o lavaban los platos. Allí se celebraban las reuniones para decidir cuestiones generales y discutir la conducta de los inquilinos que no respetaban la tranquilidad de los vecinos o que llevaban un modo de vida "equivocado".
"Mis vecinos saben quién estuvo en mi habitación ayer. Les interesa también quién vino anteayer", cantaba el rockero Fiódor Chistiakov en la canción Los pisos comunitarios. Las escuchas, los chismes y la envidia siempre estaban presentes en esta vida compartida y era terreno fértil para que se crearan enemistades que se prolongaban años. A veces se recurría a artimañas espantosas, como meter un alambre en la pastilla de jabón ajena o polvos de detergente en la sopa cociéndose en la olla del enemigo.
Sin embargo, los conflictos eran más bien la excepción. En general los inquilinos encontraban un lenguaje común y se ayudaban entre sí. Se cuidaba a los niños pequeños de los vecinos y todo el apartamento colaboraba en las atenciones a los ancianos.
Se ayudaban a encontrar trabajo o se prestaban dinero en las épocas difíciles. Cuando había buenas relaciones entre los vecinos podían hacer favores como este: llevarse a dormir a su habitación al niño de un joven matrimonio cuando el marido llegaba de un largo viaje de trabajo para que así la pareja pudiera disfrutar de una noche de intimidad. Así, la kommunalka no sólo educaba en valores de responsabilidad social sino también en la costumbre de prestarse ayuda mutua. Los inquilinos más veteranos podían actuar como tutores de los más pequeños.
Una antigua residente de una kommunalka de Moscú, Irina Kagner, recuerda: "En los apartamentos vivían los grandes funcionarios de antes de la Revolución, luego los hacinaron con más gente. Así vivían, los obreros con los intelectuales. A los intelectuales se les escuchaba con atención, se les tomaba por ejemplo. Enseñaban a vivir, el buen gusto. Los niños observaban cómo vivían y, cuando crecieron, no se podía decir por sus modales que no tuvieran cultura o instrucción".
Las kommunalki no desaparecen
A finales de los años 50 se empezó a construir intensivamente en la URSS bloques de viviendas, lo que permitió a muchos obtener un apartamento para uso individual. Para muchos disfrutar de un apartamento propio era algo inaudito. Marina, de Moscú, recuerda: “Mis abuelos vivieron mucho tiempo en una kommunalka de la calle Sretenka, donde convivían con cuarenta personas más. Cuando finalmente les concedieron una vivienda para ellos solos, el abuelo se sentaba en la cocina, arrimado contra pared, y disfrutaba así del silencio”.
El auténtico boom de la despoblación de las kommunalki llegó en la década de 1990, cuando los comerciantes, a cambio de locales en el centro de la capital, estaban dispuestos a conceder a los antiguos inquilinos de los pisos comunitarios hasta un piso por persona. Con todo, no consiguieron acabar con todo este tipo de pisos. Hoy, en Moscú, los apartamentos comunitarios suponen aproximadamente el 2% de todo el parqué de viviendas.
Como informa el departamento de política de vivienda de Moscú, en 2011 en la capital rusa había 91.000 kommunalki. Pero nadie puede decir su número exacto. Por lo demás, sigue habiendo una demanda estable de habitaciones en pisos comunitarios: no todos, ni mucho menos, se pueden permitir alquilar un piso en Moscú (el precio de partida son 500 dólares), mientras que una habitación en una kommunalka (a partir de 250 dólares) se ajusta más al bolsillo de la mayor parte de los jóvenes y de los que vienen de otras ciudades.
Además, las kommunalki siguen vivas. Lejos de desaparecer, a menudo aparecen como resultado de la separación de bienes de los cónyuges divorciados. Muchos moscovitas y los petersburgueses alquilan habitaciones en sus pisos, viven de esta “renta" y crean una nueva generación de pisos comunitarios.
Tampoco el marco jurídico facilita que se erradiquen las kommunalki. Una familia de cuatro miembros que vive en un apartamento comunitario tiene derecho a un apartamento de dos habitaciones, pero a menudo prefieren quedarse en su kommunalka, ocupando una sola habitación, porque, por ejemplo, se encuentra en el centro de la ciudad. Esto significa que los apartamentos comunitarios seguirán existiendo mucho tiempo.
Canción del grupo Duna, de los años 90, sobre la vida en una kommunalka
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