Los gatos han estado presentes en el museo desde la época de la época de Elizaveta Petrovna en el siglo XVII. Fuente: Photo Xpress.
El museo Ermitage de San Petersburgo es el cofre del tesoro de Rusia. Fundado por la emperatriz Catalina la Grande, este palacio de ensueño a la orilla del río Nevá contiene una de las colecciones de arte más conocidas del mundo. Pero bajo su grandeza barroca yace un submundo de conductos de calefacción y almacenes. Allí las paredes no están cubiertas de Rembrandts ni de Caravaggios, sino de fotos de gatos. La historia de los gatos transcurre en paralelo a la de la institución que estos han custodiado durante siglos, desde el esplendor hasta la pobreza y de nuevo a la recuperación.
“Es una auténtica simbiosis de lo animal y lo humano,” comenta a RBTH Maria Haltunen, asistente del director y jefa de prensa de los gatos.
De ratones y obras de arte
Los gatos han residido en el Palacio de Invierno desde la época del a emperatriz Elizaveta Petrovna. En 1747, la zarina ordenó que un coche le llevara “gatos domésticos aptos para la caza” al Palacio de Invierno. Un carruaje lleno de gatos de la raza azul ruso fue transportado a toda prisa desde Kazán hasta la residencia imperial de San Petersburgo.
Fue la sucesora de Elizaveta, Catalina la Grande, quien transformó el palacio en una de las mayores instituciones de arte del mundo. “Muy pronto se dio cuenta de que [el arte] era un símbolo del estatus entre los dirigentes de Europa”, comenta Geraldine Norman, autora de El Ermitage: Biografía de un gran museo y asesora del director del Ermitage.
Catalina La Grande, emperatriz de Rusia entre 1762 y 1796. Fuente: Vostok Photo.
En 1771, Catalina llevó la primera pintura de Rafael a Rusia. Ocho años después compró al primer ministro británico Robert Walpole una colección de casi 200 piezas que incluía obras de Rubens y Velázquez. En total, Catalina adquirió unas 4.000 obras maestras antiguas y la asombrosa cantidad de 10.000 gemas grabadas, de las que Norman asegura que eran su “gran amor”.
“Era un asunto de amor, pero también política del Estado, y una política muy inteligente”, comenta Norman a RBTH. “Competía con los franceses, los alemanes, los ingleses, y los superaba constantemente en sus compras de arte”.
El creciente prestigio de la colección de Catalina, que abrió sus puertas al público como el primer museo público ruso en 1852, se vio reflejado a su vez en el estatus de sus guardianes. Bajo Catalina, el palacio comenzó a hacer distinción entre gatos domésticos y gatos de la corte, que tenían un reino libre de salas. Su trabajo era más importante que nunca: en una carta, Catalina escribía: “Hay pocos visitantes en las galerías, sólo los ratones y yo”.
Arte ausente y animales
En 1917, la Revolución de Octubre expulsó al zar Nicolás II del Palacio de Invierno. Según Haltunen, los últimos dirigentes Románov tenían un lugar reservado para los animales, familias de perros y gatos. Así como los perros fueron fusilados junto con sus dueños, los gatos fueron abandonados en el palacio, escapando de su cruel destino.
Los bolcheviques nacionalizaron el Ermitage, algo que supuso el inicio de un periodo traumático para el museo que duraría más de tres décadas. En los años 30, Stalin comenzó a vender el arte del Ermitage para financiar la industrialización soviética. (Las obras de arte antiguas compradas por el ingeniero estadounidense Andrew Mellon se convirtieron en la base de la Galería Nacional en Wasington D.C.).
Los días más oscuros llegaron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el bloqueo de Leningrado, que duró 872 días, provocó la muerte de hasta 1,5 millones de personas. La colección del Ermitage fue evacuada a los Urales, únicamente se dejaron atrás unos pocos marcos vacíos. Mientras tanto, la ciudad moría de hambre. “Todos los animales desaparecieron de la ciudad, incluso las aves”, comenta Haltunen. “No había literalmente nada que comer”.
Salas vacías del Ermitage durante el sitio a la ciudad. Fuente: RIA Novosti.
Los gatos sirvieron de alimento a sus dueños y esta fue la única época en la historia del Ermitage en la que se ausentaron del museo. Tras la guerra, el Ermitage reclutó gatos nuevos procedentes de ciudades como Nóvgorod y Pskov. Mientras el país se estabilizaba, la creciente población de gatos del museo avanzó en paralelo a la expansión de sus obras. Cuando murió Stalin, el museo volvió a mostrar lienzos postimpresionistas y modernistas.
Un felino en casa
A principios de los 90, el colapso de la Unión Soviética dejó el Ermitage desierto. En el documental Ermitage Revealed, el director del museo, Mijaíl Piotrovski, recuerda que no había dinero suficiente ni siquiera para reparar el techo.
En 1995, poco después de comenzar a trabajar en el museo, Haltunen bajó al sótano y quedó petrificada al ver a docenas de gatos devolviéndole la mirada. Los gatos, como su casa, estaban hambrientos y abandonados.
Haltunen y un amigo comenzaron a bajar comida al sótano desde la cafetería para alimentarlos. Iniciaron también una campaña llamada “un rublo por gato” con el objetivo de recaudar dinero para comida y tratamiento médico, y se ganaron el apoyo de Piotrovski para dedicar el área del sótano al cuidado y mantenimiento de los gatos. Hoy en día, el lugar está lleno de rascadores, boles de comida y mantas colocadas sobre las estufas, donde los gatos se amontonan en invierno.
Bajo la dirección de Piotrovski, el museo tiene una nueva vida. Hace dos años abrió un innovador departamento de arte contemporáneo, y este verano albergó la bienal de arte Manifesta. Para la instalación de video “Sótano”, el artista danés Erik van Lieshout pasó nueve meses viviendo con los gatos en el sótano. “Los gatos son el alma de este edificio”, comenta Lieshout a RBTH. “Para mí son una subcultura”.
A pesar de que los gatos ya no vagan por los pasillos como hacían en la época de Catalina, los más sociales se aventuran a salir a los patios o a bajar a la orilla del río, parándose a rascarse las garras en la puerta de la entrada. Hoy en día todos tienen su propio “pasaporte” y ocupan a una dedicada legión de voluntarios y veterinarios. Existe incluso una fiesta anual en su honor, en la que los visitantes hacen cola para poder conocerlos (y adoptarlos).
Ahora ya no son tanto cazadores como embajadores culturales o “gatos caseros malcriados”, como bromea Haltunen, pero su presencia todavía desalienta a los ratones. Siguen siendo parte de la historia del Ermitage, igual de esencial que sus pinturas de Monet o su oro arcaico, o que los espléndidos muros del Palacio de Invierno.
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