El mundo del espectáculo clandestino en la URSS

Fuente: Aleksandr Astafiev / Ria Novosti

Fuente: Aleksandr Astafiev / Ria Novosti

Si Leo Fender no hubiera inventado la guitarra eléctrica Stratocaster, no habría existido el fenómeno de Jimmy Hendrix. Algo parecido puede decirse del rock ruso: si en sus comienzos no hubiera tenido managers dinámicos, temerarios y clandestinos, quizás no habría existido el rock en la URSS.

A principios de los años 70, en plena época del estancamiento de Brezhnev, los estudiantes del Instituto Moscovita de Relaciones Internacionales y Lenguas Extranjeras Maurice Thorez empezaron a dar conciertos comerciales hasta entonces desconocidos en la URRS. Las entradas costaban entre 3 y 5 rublos (unos 8 céntimos de euro) y estaban hechas con una tarjeta postal cortada por la mitad, impresa en casa, y con forma de pájaro o animal. Las entradas no tenían ni fecha, ni dirección ni precio. Toda la información se pasaba de boca en boca.

Actualmente es difícil decir quién organizó el primer concierto clandestino en Moscú, pero los expertos en el tema casi siempre mencionan a Yuri Aizenshpis (1945-2005). En 1970 fue detenido y condenado a nada menos que 18 años de cárcel por violar las normas sobre transacciones de divisas.

Al organizar un espectáculo en la URSS se realizaba una actividad empresarial privada de conducta punible y en muchos casos se violaba la ley de diferentes maneras: falsificación de documentos, creación y venta de entradas ilegales, interpretación de canciones censuradas, reuniones ilícitas, e ingesta de alcohol en lugares públicos. La pena por estos delitos podía ir desde la expulsión del instituto hasta el encarcelamiento.

A diferencia de los traficantes de antigüedades, iconos y divisas, o los fabricantes de pantalones vaqueros y otros productos que escaseaban —únicamente interesados en los beneficios—, los managers de rock eran personas idealistas. Les gustaba la música y eran unos grandes expertos en ella. Por aquel entonces, el rock era como una religión para muchos jóvenes.

Para el sistema era muy difícil lidiar con los “militantes” de las organizaciones clandestinas: no se trataba de delincuentes ni antisoviéticos, sino de un poderoso movimiento juvenil que se alimentaba de otros valores espirituales y estaba basado en Occidente.

Había muchos rockeros, y todos ellos estaban dotados de una excelente capacidad de autoorganización. En cuestión de pocos años, nació en la URSS una industria clandestina que fabricaba guitarras eléctricas hechas a mano y amplificadores; y también había estudios de grabación clandestinos donde los músicos grababan temas elaborados por ellos mismos. Las grabaciones se extendieron rápidamente por toda la Unión Soviética en cassettes a través de una red de “copiantes” clandestinos. Posteriormente, el conjunto de todo lo ya mencionado recibió el nombre de “rock ruso”.

Hacia finales de los 70, en Moscú había diez managers de rock, que tenían una red de ayudantes para la distribución de entradas y publicidad. Uno de los más conocidos era Tonia Krilova, estudiante del instituto de medicina, que luego se convirtió en médica de urgencias. Tonia organizó diez conciertos clandestinos en Moscú y en los alrededores. Prácticamente todos los grupos moscovitas clandestinos de la segunda mitad de los 70 (tales como Mashina vremini, Voskresenie, Visokosnoe leto, Araks y Rubinovaia ataka) tocaron en los conciertos de Tonia.

Cuando estaba en la escuela, asistí a uno de estos conciertos, en una sala para unas 700 personas a rebosar de estudiantes. El ambiente no tenía nada que ver con los protocolarios conciertos oficiales de los grupos soviéticos. No había ni pósteres, ni policía, ni ancianas en las taquillas. En la entrada estaba Tonia y algunos chicos de su equipo. Una vez pasado este punto, el público quedaba a su suerte. Hacías lo que querías. Además, no había peleas y casi tampoco borrachos. ¡Y todo sin depender de nadie!

El asunto era comercialmente rentable. Los beneficios oscilaban entre los 3000 y 5000 rublos (unos 70 y 120 euros), una cantidad considerable de dinero para la época. Aunque el riesgo era enorme: los organizadores, músicos e incluso el público podían terminar en la cárcel en cualquier momento, cosa que pasaba con no poca frecuencia. Por eso, para no dejar pruebas, todos los eventos se llevaban a cabo con una ausencia completa de documentos, registros financieros y contratos de cualquier tipo. Si se iniciaba una investigación por un concierto ilícito, todos decían lo mismo: “No he pagado nada ni conozco a ningún organizador. Entré en la sala por casualidad, solo porque escuché música de guitarras cuando iba por la calle. ¿Tonia Krilova? No, no me suena”. Y, si la gente mostraba solidaridad (que lo hacía), a la policía no le quedaba otra que liberar a todos los detenidos.

Otras ciudades copiaron a Moscú. En 1980, al ya mencionado esquema se le sumaron los tours clandestinos. Sin embargo, con la entrada de la perestroika, en la segunda mitad de los 80, todo se simplificó bastante: el componente criminal desapareció de la organización de los conciertos y se suprimieron las restricciones de la actividad empresarial privada. Así, el rock de la URSS empezó a parecerse cada vez más al de Occidente. Por fin, en 1991, cayó el régimen totalitario que había limitado durante más de 70 años la actividad empresarial de los ciudadanos. Ello favoreció enormemente al rock ruso y a los managers clandestinos.

Vídeos relacionados con el artículo:

Concierto clandestino de “Mashina vremini”, 1977. 

Concierto clandestino de “Akvarium”, 1982. 

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