Hace exactamente 60 años murió el líder soviético, y en su despedida tuvo lugar una tragedia en la que murieron cientos de personas. Fuente: Mijaíl Mordásov / Focus Pictures
Dalila Ovanésova iba a la escuela en 1953
El día
que murió Stalin nos reunieron en el colegio y nos hicieron formar filas en el
pasillo mientras sonaba música fúnebre.
Recuerdo la guardia de pioneros y komsomoles (las juventudes
comunistas) junto al busto de Stalin.
Permanecían de pie, cuadrándose y saludando.
Todos lloraban, niños y maestros. Yo no lloraba, estaba confundida. Se anularon
las clases y cada uno se fue a su casa aflijido.
Y una vez llegué a casa sentí una especie de alegría oculta. Al principio me había preocupado, hasta que llegué y vi aquella emoción, aquella alegría, el brillo en los ojos de mi madre, su manera de actuar, de caminar, una sensación como de liberación espiritual, de júbilo... Yo llamo madre a mi abuela, ella fue la que nos crió a mi hermano y a mí. Mi abuelo materno, el escritor Yuri Dombrovski, fue víctima de la represión y en aquellos momentos se encontraba en un campo de concentración.
Pero mi abuela no nos había dicho nada. ¿Qué le ibas a decir a un niño en aquella época? Yo tenía una amiga en la escuela, Valia Neskuchayeva, pero sus padres le tenían prohibido jugar conmigo. “Mis padres no me dejan juntarme contigo porque tu familia es sospechosa”. Esa palabra me sorprendió entonces, no entendía qué significaba.
Aleksandra Grigórieva, estudiante en la escuela pedagógica en 1953
Estaba en cuarto curso de la escuela de pedagogía de la ciudad de Balei, en la región de Zabaikalie. Todavía recuerdo que en la carrera de pedagogía nos hicieron aprender una gran cantidad de citas de Stalin, era algo estrictamente obligatorio. En una ocasión llamaron a la puerta, salió una alumna y cuando volvió a entrar, su rostro había cambiado completamente. Se sentó en su pupitre, se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar. Luego levantó la cabeza y dijo en voz baja: “Ha muerto Iósif Vissariónovich Stalin”. Y todos nosotros nos pusimos a llorar. En nuestro grupo éramos sobre todo chicas, únicamente había tres chicos, pero todos lloramos.
Yo alquilaba una habitación junto con dos amigas en casa de un señor mayor. Era un antiguo comunista, había trabajado durante toda su vida en una mina de oro. Y cuando volvimos de clase lo hallamos sentado en un banco frente a la casa y llorando. “Bueno, ¿y ahora qué vamos hacer, jóvenes? ¿Cómo vamos a seguir viviendo? Se ha muerto nuestro padre”. Efectivamente, no sabíamos cómo íbamos a vivir sin Stalin.
Víktor Yerkovich iba a la escuela en 1953
El año cincuenta y tres vivía en un pueblo obrero cerca de Nizhneudinsk, en la región de Irkutsk. Estaba en octavo curso. Aquel día lloraba literalmente todo el pueblo. No sólo lloraban, se desgarraban sin contenerse, sinceramente dolidos. Parecía que la vida se había detenido. Para nosotros, los komsomoles de aquellos años, este acontecimiento fue la peor de las tragedias, algo peor que toda la Segunda Guerra Mundial.
Recuerdo que me encontraba en el pupitre, sabía que tenía que llorar, pero por alguna razón no tenía lágrimas. Tenía miedo de que alguien me viera y sospechara de mí. Yo mismo estaba incómodo por no poder llorar en aquel momento. Como si fuera algo poco normal. Y entonces comencé a ponerme saliva bajo los ojos para aparentar que lloraba de pena.
Félix Kvashá, estudiante en el Instituto de Máquinas Herramientas
En 1953 estaba en segundo curso. Vivía en una residencia cerca de Moscú, en Sheremétievo. Nuestras habitaciones eran grandes, de unas veinte personas, como si fueran cuarteles. Y una tarde, después de clase, anunciaron por la radio la muerte de Stalin. Todos lloraron, hubo una gran conmoción, parecía el fin del mundo. Pero yo no lloré ni me tiré de los pelos. Al día siguiente en el instituto nos prepararon para marchar a la Sala de las Columnas de la Casa de los Sindicatos. Formamos una enorme fila, de unas quinientas personas.
Nos ordenaron que no nos escapáramos bajo ningún concepto. Esperamos en la plaza unas dos horas y después salimos. Al principio andábamos bastante libremente, despacio, con algunas paradas. Hacia la tarde llegamos a la plaza Trúbnaya y encontramos una gran multitud, había miles de personas. Para entonces ya no quedaba nadie de nuestra fila.
Seguramente alguno se escaparía, y el resto se perdería entre la multitud. Quedaban quizás unos cinco o seis rostros conocidos.
El resto era una masa espesa llena de caras desconocidas y hostiles. A lo largo del bulevar había camiones custodiados por soldados. Y entonces llegó la peor parte. La multitud permaneció de pie y sin moverse durante toda la noche. Conocí a algunas personas, después algunos desaparecieron, había gente que intentaba colarse por debajo de los camiones, los soldados los sacaban de allí y a alguno lo metían en los camiones.
Y creo que de allí ya no volvían. Todos temíamos ser aplastados contra los camiones. Y permanecimos de pie toda la noche, sin comer, sin beber, sin poder ir al servicio. Todos los patios estaban cerrados, también las entradas de los edificios. Cuando me encontraba ya a unos 300 metros de la plaza Trúbnaya, aparecieron unos chicos de unos dieciséis o diecisiete años. Nos agarramos en círculo mientras ellos discutían cómo salir de allí, ¿quizás por los tejados?
Estos chicos acabaron salvándome la vida: encontraron una puerta mal cerrada y me dejaron entrar. Pasamos a través de una especie de patio, después por otro, luego subimos hasta el tejado y acabé perdiéndolos. Después descendí de los tejados y aparecí en la calle paralela, en el bulevar Tsvetnói, sin fuerzas pero sano y salvo.
Valentina Shíshkina iba a la escuela en 1953
Estábamos en casa, oímos por la radio que Stalin había muerto y mi madre y mi hermana mayor comenzaron a llorar. Yo también lloraba. Había muerto el hombre más importante, un hombre al que queríamos más que a nuestros padres, un dios. Y al día siguiente fuimos a la escuela, allí formamos filas en señal de duelo, y todos llorábamos.
Mi hermana mayor Tamara acudió al funeral con una amiga, a pesar de que mi madre se lo había prohibido categóricamente, cerrando tras de sí la puerta. Pero ella fue de todos modos. Por la carretera Leningradski, entonces en los límites de Moscú, llegaron a pie hasta el centro, hasta la plaza Púshkinskaya, a unos seis o siete kilómetros, porque los tranvías no funcionaban. Y en la plaza Púshkinskaya empezaba ya la estampida, comenzaron a empujarlas hacia atrás y ellas se asustaron. Pasaron por debajo de un coche y se escondieron en un callejón. Los soldados las dejaron pasar, las chicas estaban tremendamente asustadas. Y volvieron a casa por la carretera Leningradski.
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