El escritor ruso ha sido incluido en la lista de nominados para el Man Booker International Prize. Fuente: ITAR-TASS
En la lista de finalistas del premio internacional Booker figuran diez escritores procedentes de nueve países. La literatura rusa está representada por Vladímir Sorokin. A mi modo de ver, es justo, pues Sorokin es el único, excepto tal vez por Fazil Iskander, que merece no sólo el Booker sino también el Premio Nobel. Pero es mi opinión.
Son muchos aquellos a los que no les gusta Sorokin, a veces lo odian y a menudo no lo comprenden, tomando a sus personajes por el autor. En sus libros hay tanta sangre y dolor que leerlos resulta difícil e imprescindible. Sorokin, como Tarantino, ha desarrollado una “gramática de la violencia” particular, que le ayuda a llegar a su audiencia y apoderarse de su subconsciente.
“Siempre escribo sobre metafísica rusa”, reconoció una vez Sorokin y, desde luego, tenía razón. La rama del conocimiento que investiga lo que va “más allá de la física” estudia una realidad inmemorial, fundamental, inamovible, lo que es invisible para un ojo que no esté armado de dolor.
En ese oscuro reinado de formas eternas, el experimentado platónico Vladímir Sorokin descubre un arquetipo nacional. Le ayuda el temperamento civil, constantemente en liza con las autoridades. Lo cual no es sorprendente.
En el proceso literario de nuestra generación Sorokin desempeña el mismo papel que Solzhenitsyn para la generación de la década de 1960. Pero si Solzhenitsyn restituyó el pasado, lo que ocupa a Sorokin es el futuro. Si uno buscaba las raíces de la tragedia, el otro la predice.
El impulso, no obstante, es el mismo: la verdad. Para Solzhenitsyn, “vivir sin mentiras” significaba revelar lo que ocultaba el poder. Sorokin también quiere revelar lo que nos esconde la lengua. Aquí sus caminos se separan para siempre, porque mientras Solzhenitsyn hablaba con su tiempo Sorokin escucha a su tiempo.
Vladímir Sorokin (Bykovo, 1955) es autor de doce novelas, diez obras teatrales y varios guiones cinematográficos. Artista de talento multifacético formado en el ambiente de la vanguardia moscovita de los años 80, fue pintor antes de dedicarse a la escritura. En 2005 fue galardonado por el Ministerio de Cultura alemán y recibió el Premio Liberty “por su contribución a las relaciones culturales entre Rusia y los Estados Unidos de América”. En 2007, El día del oprichnikquedó finalista del Bestseller Nacional ruso. Su obra está traducida a veinticinco idiomas.
Sorokin piensa por capas y compone ciclos. Habiendo palpado el nervio de la época, no lo deja en paz hasta que deja de doler. Si en sus primeros libros (los mejores son El trigésimo amor de Marina” y Norma) investigaba la semiótica del poder totalitario y los mecanismos lingüísticos de la represión, en los últimos años Sorokin ha dejado los brillantes experimentos conceptuales por la utopía autocrática.
Estableciendo sus parámetros en El día del opríchnik, Sorokin borda en sus profundas páginas una pesadilla nacional con acento chino. Como Swift u Orwell, pero más bien como los hermanos Strugatski, se ríe de lo conocido e inventa lo fantasioso.
Tras estrujar cinco siglos de historia, Sorokin describe la realidad lanzada a la eternidad. La vida, vertida en la única forma posible para sí, está condenada a durar sin fin. O, en cualquier caso, hasta ese temido día en que se acabe el petróleo. Sobre lo que pasará más adelante habla en su último libro, La tormenta de nieve.
Tomando como telón de fondo un relato largo de Lev Tolstói, El amo y el obrero, Sorokin introduce en su estilización un arsenal personal: las metáforas “literalizadas”. Así, el pequeño hombre de la literatura rusa se convierte todavía en más pequeño: se instala en un plato, se emborracha bebiendo de un dedal, pero maldice como si fuera grande.
Los personajes de La tormenta de nieve se abren paso noche y día a través de la nevasca, pasan en la carretera su vida, repleta de aventuras peligrosas, de sueños dolorosos, de aventuras de amor, de delirio narcótico y reflexiones sobre la naturaleza del bien, el mal y el pueblo.
Sin embargo, el paisaje no cambia, pues no se ve nada, como en el metro. Por eso, el objetivo del viaje se empaña poco a poco y lo único que se vuelve importante es el propio camino, encontrar lo que es más difícil.
En el mundo postapocalíptico de Sorokin todos viajan, pero nadie se mueve.
En el primer Sorokin ese oxímoron era una cola, en el maduro es una tormenta de nieve. Eterna e indiferente, parece un obstáculo natural, pero el reto físico en el libro resulta metafísico. La nieve, impidiendo encontrar el camino, no permite ni llegar a destino ni volver a casa.
En esta pequeña obra maestra Sorokin ya no profana la gran literatura, sino que la resume. El cochero Berjúshka es una imagen colectiva del sufriente pero impotente pueblo. El doctor Garin sintetiza el conjunto de paladines de la tradición liberal. Fiel a su obligación como médico, lleva una vacuna que protege contra una plaga latinoamericana que convierte a la gente en zombis (¿la cocaína?).
Por el camino, Garin se enfrenta a todas las pruebas puestas al personaje intelectual. Se da a las pasiones fugaces, fraterniza con un campesino, le golpea en la cara, busca la redención y la encuentra en unos tormentos infernales.
Bajo efecto de una poción psicodélica, Garin va a parar a un infierno extremadamente realista donde, como se nos había prometido más de una vez, lo cuecen en aceite vegetal. De esos terribles tormentos no lo salva ni una confesión pública, ni las súplicas fervientes, ni las amenazas vacías.
Tras despertar, no obstante, Garin revive el éxtasis religioso de esa vuelta a la vida y se aprovisiona de dos dosis de poción, lo que recuerda mucho a las novelas de Dostoievski.
Entretanto, la nieve no cesa, el cochero se congela, el doctor no llegará a ninguna parte. El espacio, alienado por la nieve, resulta en realidad ajeno. Como todas las últimas obras de Sorokin, La tormenta de nieve acaba en clave china, cuando el nuevo amo de la vida irrumpe en el desenlace a lomos de un caballo diabólico.
Para valorar la fantasmagoría de Sorokin, es indispensable conocer la literatura clásica rusa, por su virtuosismo a la hora de revisar la tradición e interpretarla.
Ya sólo por eso es difícil traducir a Sorokin, aunque es posible: lo demuestra el éxito de sus libros en el extranjero, especialmente en los países con una experiencia totalitaria en el pasado: Alemania, Austria, Japón. La traducción al español, hecha por Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira, obtuvo el premio de la fundación Borís Yeltsin en 2011.
En Estados Unidos es más difícil entender a este autor ruso, pero la reciente aparición de sus libros, en especial El día del opríchnik, descubre para los lectores estadounidenses al más perspicaz escritor de la literatura rusa actual. El Booker no le iría nada mal.
En español se pueden leer las novelas: El día del opríchnik (2008) y El hielo (2011), ambas publicadas por Alfaguara y traducidas por Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz.
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