El ganador del concurso de relatos organizado por Rusia Hoy e IberRusia Travel nos narra su viaje a la capital rusa. Fuente: Rossiyskaya Gazeta / Arkadi Kolybalov
Frente al Mc Donald's, la gente se arremolina para ver el cambio de guardia junto a las murallas del Kremlin. Antes de entrar a la Plaza Roja, o hermosa, como dicen los moscovitas, hay decenas de puestos donde se pueden adquirir los souvenirs más diversos: matrioshkas, cajas lacadas, las famosas cucharas de madera decoradas, insignias militares de la antigua URSS…
También puedes hacerte una foto con Shrek o Mickey Mouse por cien rublos y por un poco más, con el mismísimo Lenin, Stalin o Gorbachov, incluida su famosa mancha en la cabeza.
Busco la estatua del poeta Mayakovski.
No pretendo enumerar los lugares turísticos de la ciudad, para ello pueden consultar las guías o páginas de internet, que vendrá mejor explicado.
Ocho días de estancia no dan para mucho, pero al menos sí para hacerse una idea superficial, y quizá algo más, de lo que puede ser una ciudad y el carácter de sus gentes.
Moscú siempre me pareció un destino lejano y frío, de los que en principio dejas de lado frente a otros más convencionales o conocidos.
Las imágenes que veíamos de Moscú eran siempre las mismas: fastuosos desfiles militares y sus dirigentes abrigados hasta las cejas en el palco del mausoleo de Lenin, saludando a las tropas y soltando nubes de vapor por la boca. En Moscú, que aglutinaba a toda Rusia, parecía que sólo había desfiles y que nevaba todo el tiempo. Uno se había acostumbrado, a que el epicentro de aquel hermoso e inmenso territorio era sólo la Plaza Roja con sus increíbles edificios. Todo ha cambiado.
A mi hija de cinco años se le iluminó la cara al pensar que la catedral de San Basilio, con sus maravillosas cúpulas trenzadas y pintadas, era la versión rusa del castillo de Disney y que dentro encontraríamos princesas y hadas. En la imaginación de un niño aún no cabe hablar de historia o de arte, en el sentido profundo de la palabra.
Tras la Plaza Roja, el Kremlin: allí nació la ciudad. Aún conserva cierto aura de ciudad prohibida al modo de la de Pekín o en su momento Lhasa con su palacio de Potala. Majestuosidad y poderío de una nación.
Una vez dentro, está abarrotada de turistas sobre todo en julio y agosto. Debe ser increíble visitarla en invierno. La Plaza Roja no defrauda. Es uno de los mágicos iconos que actúan como imanes en la memoria de los viajeros.
Desde que uno entra por la Puerta de la Resurrección hasta que traspasa San Basilio y bordea las murallas del Kremlin que lamen el río Moscova, la mirada tiene que hacer un trabajo extra por la cantidad de detalles donde va deteniéndose. ¿Existirá algún día o instante en que uno pudiera ser la única persona que se encontrara en mitad de la plaza mientras los copos de nieve van cayendo lentamente?
Moscú no es una ciudad acogedora, primero por lo desorbitado de su territorio, las inmensas avenidas interminables, el caótico tráfico, la sequedad de trato de los moscovitas, educados, pero orgullosos y distantes (ellos mismos lo dicen). Imagino que el clima y la historia conforman a lo largo del tiempo el carácter de sus gentes.
Acapara todos los males de las megalópolis, sobre todo, el de las grandes diferencias sociales y económicas. Es una ciudad que aún está en ese paso delicado y lento de crisálida a mariposa.
Su arquitectura es una mezcla de épocas suntuosas y precarias que ahora conviven con cierto desdén, desde la desaparición de las estructuras de la antigua Unión Soviética y la incursión del capitalismo.
El armazón es fuerte: una inmensa cultura y patrimonio, plagados de arte y tradición que deberían mostrarse con más vigor al exterior.
Si quieren empezamos a enumerar: Tolstói, Dostoievski, Chéjov, Pushkin, Gorki, Gógol, Mayakovski, etc, etc.
Tienen increíbles museos, pero al entrar en muchos de ellos, da la sensación como de abandono. Las lujosas tiendas que pueblan las avenidas centrales y el casco histórico le han quitado protagonismo al arte y la cultura, a pesar de estar presentes.
Dentro de poco, si no ya, pasear por el centro de Moscú será como pasear por el centro de Madrid o Milán o cualquier gran ciudad europea: la mayoría de tiendas y establecimientos hosteleros, réplicas unas de otras con sus franquicias llamativas y monótonas.
Sus símbolos religiosos son, además de llamativos, realmente bellos; catedrales e iglesias de cúpulas doradas que parecen traídas por Aladino de algún lugar de oriente.
El metro es la mejor manera de moverse por Moscú. Es ordenado y puntual, además de bastante anticuado en su maquinaria. Al entrar al vagón, se levantaban para dejar que se sentaran mi mujer y mi hija. Ocurría siempre. Incluso en una de las ocasiones, unos hinchas del Dinamo, algo pasados de vodka, imagino, se mandaron levantar entre ellos para dejar que nos sentáramos.
Nos llamó la atención el hecho de que los niños, hasta los siete años, pasan gratis a teatros, zoológicos, el metro, los circos, etc. Deberíamos tomar nota.
Si tienes tiempo, toma cualquier línea de metro y bájate en cualquier estación: es la mejor manera de conocer la verdadera ciudad, aunque sea un tópico. Saltarse de vez en cuando sus lugares turísticos y patear sus calles, entrar en los mercados, comer en sus restaurantes y puestos callejeros o de los pasadizos que comunican las calles.
Recorre el Moscova en sus barcazas mientras tomas en cubierta una cerveza fresca; en las bellísimas estaciones de metro mira lámparas y mosaicos.
Degusta un pirozhki y bébete un kvas en un puesto callejero, sus platos típicos, una ensaladilla rusa, que de verdad existe.
Visita sus museos, y los tuyos, cuando regreses.
Lee, antes de ir, si no lo has hecho ya, a sus escritores. Te dirán mucho de ellos.
La comunicación, a menos que conozcas el cirílico, es muy complicada: así que prepara todo el repertorio de gestos y mimo que lleves dentro, que acabarás entendiéndote.
De repente, salimos del metro y vimos el obelisco curvado coronado por el cohete: el monumento a los cosmonautas, auténticos héroes para sus ciudadanos.
Allí estaba: la estatua dedicada a los trabajadores agrícolas, con la hoz y el martillo: era una de las esculturas que nos hacían aprender de niños, tal vez la más emblemática. Es imponente. Me da la impresión que ha caído en el olvido. Ha pasado tanto tiempo y tantas cosas desde que nos pasaban esas diapositivas en clase.
-Papá, mamá- nos dijo nuestra hija camino del aeropuerto ya de madrugada. No hemos visto la nieve y vosotros me dijisteis cuando os pregunté por Moscú, que siempre nevaba y no hay nieve en Moscú.
-Un día, volveremos en invierno, hija, porque se me olvidó dejar flores junto a la estatua del poeta Mayakovski y como dijo el mismo en su poema “Y de todos modos”:
-…no oiré un reproche, no escucharé ladridos,
y habrá flores a mis pies como a los de
un profeta,
porque ustedes, narices hundidas, lo saben muy bien:
yo soy su poeta.
-Entonces verás la nieve en Moscú.
P.D: si algún lector de este artículo, pasa por Moscú, por favor, que deje unas flores junto a la estatua del poeta Mayakovski. No hay inconveniente en que me pasen la factura, una vez regresen. Será un honor pagarlas. Gracias.
Fuente: Alexánder Útkin / PhotoXPress
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