Las normas sociales han cambiado, pero la obra de Lev Tolstói sigue teniendo acutalidad. Fuente: ITAR-TASS
Esta novela de Lev Tolstói es una de las obras de la literatura mundial que más veces se ha llevado a la gran pantalla. Posiblemente, por reducirse su argumento con facilidad a una trama melodramática.
El público, sean lectores o espectadores, no necesita más que el triángulo amoroso: el marido, la mujer y su amante. Y al lado la familia Oblónski: la mujer, su marido y las amantes de éste. Un poco más lejos la pareja ejemplar de los Levin y la vida falta de armonía del hermano de Konstantín Levin, Nikolái, que ama a una prostituta y es amado por ella.
La clave para entender la novela es el epígrafe que elige Tolstói de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Romanos: “Mía es la venganza. Yo pagaré”, dice el Señor. Algunos críticos insistían en que, más que una llave, es un código. Y uno muy difícil de descifrar, añadiría…
A primera vista todo parece muy simple, Anna ha de arrastrar la carga de la venganza y así lo tendrá que hacer la humanidad entera, en caso de no comportarse como es debido.
El epígrafe parece ser más claro que el agua, pero incluso los contemporáneos del autor ya se perdieron en un laberinto de significados. Hubo muchas explicaciones y la más fácil le perteneció al propio Tolstói: “Los malos actos que comete una persona le traerán como consecuencia todo lo amargo que no parte de los humanos, sino de Dios, y que Anna Karénina tendrá que sufrir”.
Una versión lógica, pero no obligatoriamente la correcta. De ella se desprende que el autor se planteaba un objetivo moralizador, priorizando la cita de la Biblia. El problema consiste, sin embargo, en que la novela en cuestión no se reduce a la mencionada fórmula, independientemente de la sabiduría que esta contenga.
Muchos opinan que las obras clásicas son una especie de inmuebles sagrados, es decir, sólo se puede quitar el polvo, cuidar y de vez en cuando cubrir de barniz o camuflar los desconchones. Para que no dejen de tener un aspecto presentable.
Otros, gente más demócrata, insiste en que se dé cualquier interpretación, incluso la más libre, siempre que no se pierda el amor hacia Tolstói y su inmortal obra. Es como Anna, que se sentía con derecho a serle infiel a su marido, porque su amor hacia Vronski era verdadero, mientras que se consideraba que su hermano Stiva sólo tenía líos amorosos sin importancia alguna.
Precisamente la falta de amor hacia Tolstói y su inmortal obra es lo que se le echa en culpa al guionista Tom Stoppard y al director Joe Wright. Se les reprocha haber hecho una película que podría parecer, si no parodia, un libreto para ópera y ballet inspirado en la grandiosa obra literaria. Y eso a pesar de que todos los acontecimientos y momentos clave se mantienen: está la pelea de los Oblonski, la primera reunión de Anna y Vronski, las carreras de caballos, la caída, Karenin y su hijo, Levin, Kiti y demás.
El montaje es a veces tan brusco que da por pensar que no es una película, sino un 'trailer'. Y los espectadores que desde la primera imagen están esperando algo ya contado en numerosas ocasiones, estudiado y reestudiado, se topan con una versión abreviada pero curiosamente nueva.
En el siglo XIX el lector veía en Anna a una pecadora que resultaba ser más santa que todos los moralistas o, por lo menos, tenía más encanto. Los críticos coincidían en que el autor simpatizaba más con ella que con Kiti que llevaba una vida intachable y la conclusión fue que Tolstói no le reprochaba demasiado su pecado. De allí que la esencia del epígrafe llegó a percibirse como demasiado limitada y confusamente moralizadora.
En el siglo XX se dio un paso más adelante: Anna se convirtió en mujer heroica, por la simple razón de haber retado a las normas sociales, a la falsedad, a la hipocresía y a los valores anticuados.
Ahora estamos en el siglo XXI y hemos dejado atrás la revolución sexual. La necesidad del matrimonio desde tiempo se pone en tela de juicio, las deudas morales se sometieron a la “reestructuración” y a menudo se han condonado. En este contexto la historia de Anna adquiere una nueva lectura.
Anna Karénina y Nikolái Levin aparecen como dos personas de conciencia confusa y vidas rotas. Dado que ambos son dos personas muy íntegras, su dolor es especialmente agudo, insoportable en caso de Anna. La doble vida de Stiva Oblonski no es más que una aventura sin importancia que ha llegado a convertirse en rutinaria con el paso del tiempo. El intelectual Alexéi Karenin está privado de este sentimiento, al igual que un río de llanura es incapaz de rebelarse contra su cauce.
Levin es el ideal de una persona íntegra, hasta el punto de no distinguir entre el sentimiento y el deber. Y no fue Dios el que castigó a Anna para darles una lección. Según Stoppard y Wright, fue el poder aplastante de la cotidianidad lo que la empujó fuera del andén de la vida. Y no se arrojó bajo las ruedas de un tren, es como si se hubiera tropezado y se hubiera precipitado al abismo.
El mundo en el siglo XXI tiene sus propias normas y no son menos numerosas que en el siglo pasado. Ahora, como entonces, la gente está separada por barreras y conflictos sociales y culturales, por el nivel de educación y el escaso entendimiento entre generaciones. Simplemente se han metido en el subconsciente, en el motivo de nuestros actos.
Y con razón se dijo que diferentes escritores, viviendo en épocas distintas, perciben el mismo entramado de líneas, el mismo cruce de circunstancias que se revelan cada vez a su manera.
Stoppard y Wrihgt percibieron su propio entramado de líneas, su aleación del instinto con la cotidianidad, sus reglas del juego, ilusiones, engaños y utopías. Se dieron cuenta y nos demostraron lo afines que pueden ser los puntos extremos, tanto éticos como estéticos, y lo bruscos que son los cambios de un extremo al otro.
Les inspiró Tolstói y ellos le concedieron dinamismo a la historia. Su metáfora es la transformación del teatro en el cine: un tren de juguete, una réplica exacta de uno de verdad, no tarda en cobrar vida real y el flirteo de Anna y Vronski, se torna pasión arrolladora. Teatro en el cine o cine en el teatro no es un método formal, sino forma para el contenido.
Se puede tratar las obras clásicas como un templo, creyendo que es un santuario de sentidos ocultos que precisan ser revelados. A mi juicio, todo es mucho menos poético, como cuando uno va en tren y el sol en la ventana le va siguiendo y nunca se pierde a lo lejos. Anna Karénina tampoco se pierde nunca y de ello es evidencia su nueva versión cinematográfica.
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