Carelia, un territorio y dos países

Carelia es una región de contrastes debido a su dimensión fronteriza. Cuna de la literatura finlandesa, destino predilecto del turismo nacional ruso atraído por la arquitectura de madera encastrada de Kizhí Pogost, espacio memorialístico de las guerras y políticas represivas del siglo pasado o límite entre la Unión Europea y la Federación de Rusia. Conversamos con Anastasia Khoroshilova a su llegada de la feria internacional de fotografía París Photo, en la que presentó el fotolibro “Carelia” publicado por la editorial alemana Kehrer.

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¿Cómo explicaría Carelia a alguien que nunca haya visitado esa región?

En Carelia abundan los paisajes bellos y fascinantes. La parte oriental pertenece a Rusia y la occidental, a Finlandia. Este detalle me interesó en especial. A ambos lados de la frontera se ve el mismo entorno natural, que es impactante: bosques y lagos míticos que han inspirado muchas historias y relatos.

En el fotolibro Carelia, Anastasia Khoroshilova (Moscú, 1978) ha explorado tanto el paisaje natural, hipnótico y sobrecogedor de la región, como el humano a ambos lados de la línea fronteriza. En unas páginas la naturaleza y los lugareños se ignoran, viven de espaldas entre sí, y en otras se integran en la búsqueda de un equilibrio estable. De esa fricción emergen historias que la artista captura con su cámara y que nos invitan a preguntarnos sobre el significado real de las fronteras.

El Kalevala, epopeya escrita en alfabeto rúnico y considerada un texto fundamental en la construcción de la identidad finlandesa, se recitaba en esta región. A la vez es un espacio dividido política, social y económicamente. Por allí discurre la frontera entre la Unión Europea y Rusia. Para quienes no son del lugar, Carelia es la promesa de una vida mejor, llena de esperanza, pero cuando deciden instalarse allí sus expectativas sufren un golpe muy duro.

El tercer punto que destacaría es su dimensión histórica, especialmente la Guerra de Invierno entre Finlandia y Rusia y la Segunda Guerra Mundial. Durante las campañas represivas en la parte rusa se deportó a miles de familias estalinistas a Siberia. Las minorías finlandesas fueron las que salieron más perjudicadas. Carelia formó parte del sistema del Gulag. Esa historia, de alguna manera, ahora se está abandonada u olvidada.

¿Se sirve de la fotografía como una herramienta para hacer emerger esas historias ocultas? ¿Es una manera de decirnos que seamos más exigentes cuando miramos?

Sí, para mí este tipo de análisis es la mejor forma de interactuar con la realidad y, de paso, desarrollar mi obra artística. No me interesa quedarme en la superficie. La fotografía me obliga a detenerme y analizar, buscar los detalles, las microhistorias, los destellos de lo que hubo u ocurrió, y de esta manera ir en contra de la velocidad impuesta desde fuera.

¿En cada proyecto ensaya una forma distinta de abordar los temas o sigue el mismo método?

Nunca sigo un mismo esquema predeterminado pero seguro que alguien desde fuera podría encontrar similitudes con mis trabajos anteriores. Antes de iniciar un proyecto hago mucha investigación y, por supuesto, planifico y construyo un esquema mental con los elementos visuales básicos que luego vertebrarán el resultado final. Pero no deja de ser un proceso intuitivo y minucioso, y la comunicación con los protagonistas, que es impredecible, me guía hasta la culminación del trabajo.

Al final del libro se reproducen algunas cartas que intercambió con personas que conoció en Carelia. En una de ellas, una mujer afirma que su vida no tiene tanto interés como para aparecer en su proyecto artístico. ¿Es habitual encontrarse con este tipo de percepciones sobre la vida de uno?

A veces debo enfrentarme a estas reacciones. En algunos casos trato de persuadirles de lo contrario. Cada vida es única y puede enseñarnos muchas cosas. Tomemos por caso la mujer que ha mencionado. La imagen fue tomada en un lugar llamado Povenets, donde nace el canal mar Blanco-Báltico y muchos prisioneros encontraron la muerte mientras lo construían. La descendencia de los supervivientes todavía vive allí, ya que no se les permitió volver a sus lugares de origen. Y, todavía en 2013, prefieren no hablar del tema.

¿Cree que la gente es cada vez menos inocente ante las cámaras? ¿Cómo se enfrenta a ese obstáculo?

Forma parte del proceso. Es una cuestión de honestidad, psicología y comunicación por parte del fotógrafo. Finalmente, se alcanza ese punto en el que las personas se abren más ante el objetivo. Quizá sea algo inconsciente. Los artistas, cuando conseguimos que se abran así a nosotros, debemos ir con cuidado con el material sensible que tenemos entre manos, en un sentido ético y humano.

En el fotolibro Carelia dialoga con un fotógrafo finlandés que realizó un trabajo paralelo al suyo. ¿Iban poniendo en común sus avances durante el proceso?

Jaakko Heikkolä y yo nos conocíamos de antes. Así que los dos teníamos una idea de lo que haría el otro y de qué manera. Cada uno fue a su aire y no vimos el resultado -ni lo discutimos- hasta el final, cuando se organizó la exposición en Moscú, en el programa paralelo de la 5ª Bienal de Arte contemporáneo.

¿Le preocupa especialmente el montaje de las fotografías cuando se exhiben?

Tanto el fotolibro como la exposición comparten un hilo conductor. La idea principal de mi proyecto era la memoria y cómo la percibimos. En un primer momento pensé en construir una tira larguísima de periódico impreso. Los periódicos de ahora, aunque actuales, ya sólo contienen noticias viejas que se olvidan tan pronto como se imprimen.

Esta idea también la trabajé en Starie Novosti (2010), una serie de retratos de madres que fueron rehenes en Beslán, algunas de las cuales vieron morir a sus hijos. La compasión en la sociedad tiene una vida muy corta, y era mi forma de reflexionar sobre la fugacidad de nuestra memoria colectiva.

Tanto en el libro como en la exposición las fotografías van numeradas. Y, bien al final del libro, bien en la mesa de la exposición, incluyo los pies de foto y las cartas que recibí de los protagonistas. Lo de las cartas era parte del proyecto: les pedí que me escribieran y, en algunos casos, que me guiaran por algún lugar especial para ellos o su familia.

Vive entre Moscú y Berlín. ¿Cómo ve el diálogo artístico entre Europa Oriental y Occidental?

Estudiar fotografía en Alemania y vivir en los dos países me ha permitido mantener una distancia con ambas culturas, a la vez que me familiarizo con sus contextos, algo que es muy útil para mi profesión. Imparto clases en la Escuela de Fotografía Ródchenko y en ellas procuro que se establezca un diálogo con el arte que se hace en Rusia y el extranjero.

El diálogo artístico y cultural siempre ha sido algo minoritario, pero nunca faltan personas dispuestas a tender puentes, sobre todo en los últimos tiempos. Al menos eso es lo que intentamos mis colegas y yo.

¿Qué consejos da a sus alumnos a la hora de enfrentarse a sus proyectos personales?

Por nombrar solo algunos: que sean muy honestos, que tengan la mente abierta, que inviertan tiempo en investigaciones previas y que pongan mucho amor en lo que estás haciendo. Además de armarse de paciencia. Este sería un buen punto de partida. Pero, claro, es un proceso personal de cada fotógrafo, lo debe descubrir por sí mismo. No hay unas reglas universales que sirvan para todos, de eso estoy segura.

Como fotógrafa, ¿que le interesa más de Rusia?

La gente. La historia. La literatura. Pasear por la megalópolis moscovita. Un viaje a las provincias.

Página web de Anastasia Khoroshilova.

www.khoroshilova.net

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