Fuente: Marta Rebón / Ferran Mateo
La familia Brodsky, como la inmensa mayoría de ciudadanos soviéticos, compartieron su intimidad con otras familias en una kommunalka [piso comunal], donde “todos nos conocíamos de memoria la ropa interior del vecino”. Las leyes que regían el reparto del espacio y la ubicación de la vivienda eran especialmente arcanas e inescrutables. El impulso por el que se dejaba llevar la jerarquía de funcionarios era darle a cada uno lo mínimo, como escribió Brodsky en su ensayo Una habitación y media. Cuando todo tu mundo ha de caber en un área de un solo dígito, conquistar unos centímetros más resulta igual de épico que la colosal hazaña culminada por Gagarin.
“¡Y vaya diferencia la que pueden determinar esos pocos metros cuadrados!”, exclamaba Brodsky. “En ellos se puede instalar una librería o, mejor aún, un escritorio”. El suyo, junto a su colección de postales, aguarda pacientemente en la casa-museo de Anna Ajmátova, su mentora, a la espera de que en San Petersburgo se consagre un lugar especial para su memoria.
Los dos últimos veranos los pasé en un apartamento de la calle Fontanka. Allí mismo, a la vuelta de la esquina, surgía imponente la Avenida Nevski que, con su extraña perfección de tiralíneas, es una de las experiencias urbanas más intensas de Rusia. A ningún paseante se le escapará un elemento omnipresente en los portales petersburgueses: las placas conmemorativas.
La ciudad es tenida por una de las más literarias del mundo. Y es verdad: uno se cruza sin parar con fantasmas y versos, con mitos y personajes. Las placas, tenaces, lo recuerdan con un, por ejemplo, “Aquí vivió…”. Tal profusión de placas demuestra que los escritores rusos (bien por gusto, bien por obligación) cambiaron de domicilio con pasmosa frecuencia. En el apartamento donde vivía yo, el ilustre inquilino de antaño fue el crítico literario Visarión Belinski, tan importante en los inicios de Dostoievski por ensalzar su primera obra y calificarla de primera novela social escrita en Rusia.
En el portal de al lado, un relieve con la efigie de Tolstói recordaba su paso fugaz por Fontanka. Que el perfil de la Venecia del norte haya permanecido inalterable a lo largo de sus tres siglos de historia hace que parezca verosímil que cualquiera de estos personajes pueda salir por una de esas puertas de un momento a otro.
Fuente: Marta Rebón / Ferran Mateo |
En las tardes de verano a orillas del Nevá el sol se pone tan oblicuamente que da la sensación de que toda la luz viaje paralela al horizonte. Convierte la superficie de los canales en una prolongación dorada de las cúpulas ortodoxas y vuelve incandescentes las fachadas de los palacios. Un día, inmersa en la actividad más recomendable en esta ciudad, la de perderse por sus callejones, enfilé el malecón del río Fontanka hasta el primer puente y giré a la derecha, por Liteini, una de las tantas avenidas de trazo monumental que conforman esta “ciudad premeditada”.
Antes de llegar a una catedral cercada por cañones, tomados como botín en una de las guerras contra Turquía, vi con el rabillo del ojo un rostro familiar en un cartel colgado en el balcón de un edificio de estilo morisco. Reconocí también la fachada por la película del director Andréi Khrzhanovski, A Room and a Half, y até cabos: era el balcón descrito por Brodsky, “desde donde se divisaba la calle en toda su longitud y su perspectiva impecable, típicamente petersburguesa, rematada por la silueta de la cúpula de la iglesia de San Panteleimón o –si uno miraba a la derecha- por la gran plaza en cuyo centro se erguía la catedral del Salvador del Batallón de la Transfiguración de Su Majestad Imperial”. En esa misma calle, sigue diciendo Brodsky, Pushkin se paseaba cada mañana, en camisón y zapatillas, hasta el Jardín de Verano.
Llamé al teléfono del cartel que anunciaba la próxima abertura de un museo dedicado al poeta y al cabo de unos días me encontré, para mi asombro, dentro de la famosa habitación y media. Casi vacía, se conserva prácticamente intacta. Caminé por el vetusto suelo de madera -la madre de Brodsky “protestaba enérgicamente porque los hombres de la familia siempre andaban de acá para allá en calcetines”-, debajo del techo de más de cuatro metros “ornamentado con la misma decoración de yeso estilo morisco que, combinada con las grietas y manchas de las tuberías que de vez en cuando estallaban en el piso de arriba, lo habían transformado en el mapa detallado de alguna superpotencia o archipiélago inexistentes”.
Una plataforma cívica está trabajando para que la planta completa se convierta en la Casa de la Poesía, pues, además de Brodsky, en ese edificio vivieron Zinaída Gippius y Dmitri Merezhkovski, cuyo círculo literario fue uno de los más activos de la ciudad. Para crear este anhelado centro cultural se han ido comprando, con dinero procedente de donaciones, todas las habitaciones de la antigua casa comunal. Todas menos una. Una viejecita se resiste a abandonar el que ha sido su hogar durante tanto tiempo. Lo único que la haría cejar en su empecinada voluntad de acabar allí sus días sería un fajo de billetes inasumible.
El proyecto está paralizado y el ayuntamiento no puede expedir un documento para que la vivienda se destine a un nuevo uso. Por eso, para no molestar a la quisquillosa viejecita, entré de puntillas por el corredor oscuro, junto a unos chicos que me hicieron de guía, estudiantes de cine y de teatro, colaboradores activos de la plataforma. Sacaron una llave enorme y abrieron la puerta que daba al espacio al que Brodsky ya no pudo volver una vez se exilió. Allí sólo llegaban sus cartas con diferentes sellos extranjeros.
En esa “asignación espacial” transcurrió su infancia y adolescencia. En su media habitación, ocupada también por el laboratorio fotográfico de su padre, construyó su mundo. No es de extrañar que se quejara, como todos sus amigos, de que no tenía una habitación donde llevar a las chicas. Esa era una de las condenas de las kommunalkas: “Nuestras relaciones amorosas se reducían principalmente a pasear o hablar… Nuestros padres hacían el amor mientras nosotros disimulábamos dormir”. En esas circunstancias, es lógico que considerara el año y medio que pasó en Norénskaya –un diminuto pueblo conformado por apenas quince casas– como la mejor época de su vida. Condenado por “parasitismo social”, ese fue su primer exilio, a 560 kilómetros de su ciudad natal. Allí pudo alquilar una cabaña de 13 m2 para él solo. Aunque no tenía gas, agua, ni muebles, le acompañaban una máquina de escribir y libros de W.H. Auden.
Curiosamente, la lámpara que iluminaba su silenciosa actividad se alimentaba con queroseno traído de San Petersburgo. Lo mejor de todo es que podía recibir visitas. “Para nuestra generación, aquello era un lujo inimaginable”, dijo un amigo que fue a visitarlo. Después de la habitación comunal, la cárcel y Norénskaya, llegarían a su vida Nueva York y Venecia, urbes como San Petersburgo, bañadas por el agua, “la imagen del tiempo”.
En la habitación y media de Brodsky sólo queda un armario, algunas flores secas, sillas modernas y fotografías de una antigua exposición colgadas en las paredes. Pertrechada con mi cámara fotográfica y un trípode, tomé algunas imágenes con el afán de captar el máximo de detalles de ese espacio semivacío, como si tuviera ante mí unas ruinas arqueológicas destinadas a desaparecer. En esa habitación y media parece acumularse el tiempo, inasible, “como el niño que quiere agarrar una pelota de baloncesto y se le escapa de las manos”.
Cuando Brodsky llegó a Estados Unidos, descubrió todo lo que había ganado con la emigración, pero también todo lo que había perdido. Como Ulises, el patrón de los nómadas, emprendió un viaje interminable, aunque en su caso sin punto de retorno. En boca del personaje homérico, Brodsky puso los siguientes versos: “Telémaco, querido, en verdad todas las islas se parecen una a otra cuando es tan largo el viaje: el cerebro ya va perdiendo la cuenta de las olas, el ojo tiznado de tanto horizonte, echa a llorar, la carne de las aguas obtura el oído.”
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