El pasado inexacto de Rusia

La obra de Boris Mijáilov vendida por 13.750 libras. El cuadro es único por sus tintes de anilina pintados a mano. Mikhailov se describe como uno de los fotógrafos más importantes de la antigua Unión Soviética. Fuente: cortesía de Sotheby 's

La obra de Boris Mijáilov vendida por 13.750 libras. El cuadro es único por sus tintes de anilina pintados a mano. Mikhailov se describe como uno de los fotógrafos más importantes de la antigua Unión Soviética. Fuente: cortesía de Sotheby 's

Libros de memorias, novelas históricas, biografías… el número de publicaciones sobre el pasado ha crecido exponencialmente en Rusia durante la última década, al igual que blogs, foros en internet y películas que tratan de recontar hechos históricos. No obstante, la cantidad no siempre conlleva calidad; en muchos casos los autores de estas obras no cuentan con una formación académica contrastada, en otros la historia es utilizada para justificar ambiciones políticas.

¿Pero por qué este interés en el pasado? Como en muchas otras sociedades occidentales, la retro-utopia se ha multiplicado como una pandemia también en Rusia. Sin embargo, la necesidad de recuperar símbolos del pasado no se limita a una moda, ni a expresiones artísticas, sino que aquí también es promovida por las autoridades.

Lo podemos ver en el cambio de los días festivos en el calendario, o en la recuperación de rituales oficiales, desfiles militares y símbolos de poder. Algunos investigadores lo presentan como nostalgia, pero parece ser más complicado.

Tras el colapso de la Unión Soviética apareció la necesidad de crear una nueva identidad colectiva. Además, los continuos y radicales cambios políticos, y la reescritura de la historia que cada uno de ellos ha conllevado, ha hecho que los rusos sean escépticos con el pasado y al mismo tiempo crean que las respuestas de los problemas del presente puedan estar por ahí detrás.

Dice Iliá Kalinin, editor de NZ (Neprikosnovennyi Zapas), que en Rusia la historia es tratada como si fuera un recurso natural. De la misma forma que la economía rusa depende de la extracción de gas y petróleo, la modernización del país también se basa en la explotación del pasado para crear cohesión social y apoyo al gobierno. El precio a pagar es doble, por un lado dificulta el conocimiento verdadero de los hechos acontecidos, por otro limita todas las posibles alternativas de futuro a las narraciones del pasado.

Para Alexander Etkind, profesor del Instituto Europeo de Florencia, el abuso de la memoria en Rusia acaba produciendo un ‘luto retorcido’, en el que lo importante no es el evento que se honra sino la emoción colectiva que se crea.

También Serguéi Oushakine lo cree así. Para este profesor de la universidad de Princeton lo valorado en Rusia no es el conocimiento de la historia, sino la familiaridad de los símbolos del pasado, los cuales producen un efecto de estructuración social.

Probablemente el mejor ejemplo de este abuso del pasado emotivo es la continua evocación de la Segunda Guerra Mundial (Gran Guerra Patria); en Rusia presentada como una experiencia intergeneracional que unifica la sociedad, justifica sacrificios y ahuyenta críticas políticas.

Es por eso que Oushakine considera que en Rusia el pasado sólo es relevante como fuente de símbolos, rituales y legitimidades en el presente. Formas que con frecuencia no tienen nada a ver con el contexto original.

Muchos han sido los que han criticado el pasado ruso. Desde los clásicos Lomonósov, Karamzin o Tatishev, que lamentaban el excesivo ‘germanismo’ de las interpretaciones, a Vasili Rozánov, que dijo que “en Rusia no hay ni sol ni pasado”, o Piotr Chaadaev, quien aseguró que Rusia no cuenta con una buena historia para convertirse en un país moderno.

En parte, todas estas interpretaciones podrían ser vistas como ‘psicoanalíticas’, porque ven los legados del pasado como una carga, siempre problemáticos. Lo curioso, en Rusia, es que cada nuevo gobierno reacciona contra ese pasado con obsesivos intentos de reescribir la historia.

Esto ha creado no sólo problemas políticos, sino también de educación. Tantas nuevas versiones de la historia han aparecido –muchas de ellas politizadas- que incluso el primer ministro Dmitri Medvédev reconoció “que los libros escolares van a acabar por convertir la cabezas de los niños en kasha (una papilla)”.

Panarin, Dugin, Tsimburski, Karagánov, Fomenko… todos ellos han realizado su personal reescritura de la historia vendiendo miles de libros. En el caso de Anatoli Fomenko incluso argumenta que 1.000 años de nuestra historia no han existido, que Cristóbal Colón era cosaco, que la catedral de Haghia Sofia (en Estambul) y el templo de Salomón son lo mismo, o que Jesucristo era en realidad el Emperador bizantino Andronikos Komnenos I. También que la dinastía Románov fabricó el enfrentamiento entre rusos y tártaros, ya que Rusia nunca fue invadida por los mongoles sino que ellos mismos eran los mongoles.

Por supuesto, esta obsesión por reescribir el pasado no se limita sólo a Rusia. La diferencia aquí es que después de tantos cambios políticos radicales (cristiandad, mongoles, Iván el Terrible, Pedro el Grande, Revolución bolchevique, colapso soviético…) se han creado tantos huecos históricos y reescrito tanto el pasado que se ha perdido el sentido de realidad.

Parece que lo importante son los símbolos y la emotividad que producen. Esto recuerda al eslogan del partido que George Orwell describe en 1984: “Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”.

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