Moscú y San Petersburgo, ciudades de cine

Moscú, y en menor escala, San Petersburgo, son con diferencia las dos ciudades más representadas en el cine ruso. Prestando atención a cómo han sido representados los espacios urbanos en la cultura rusa descubrimos las transformaciones sociales y cambios ideológicos de cada época.

Si hay un arte capaz de reflejar la complejidad, diversidad y dinamismo de la ciudad es el cine, el cuál explora los espacios urbanos a través del movimiento, el simbolismo y la contextualización.

La capital rusa aparece como un lugar único para la experimentación en las películas de los años 20 y 30. En Moscú (Mijaíl Kaufman e Iliá Kopalin, 1927) y El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929), encontramos un lugar donde todo tiene un sentido sinfónico y la vida cotidiana coincide con el propósito de construir comunismo, como si plasmara una visión utópica.

En el caso de Leningrado, la ciudad es reducida sin embargo a un lugar de conmemoración de la revolución bolchevique, como en El final de San Petersburgo (Vsevolod Pudovkin, 1927) u Octubre (Serguéi Eisenstein, 1928).

Más tarde, en 1934, Griogri Alexandrov (el director más popular de la época) nos muestra un Moscú estalinista lleno de oportunidades, divertido y festivo (sic), en Los alegres muchachos.

Ya en 1938, empezamos a conocer que la ciudad no coincide exactamente con la utopía y necesita ser reconstruida. En la película Nuevo Moscú (Alexander Medvedkin), Aliosha, el protagonista, prepara un proyecto para reordenar la capital soviética y llega a Moscú para presentarlo en una exposición de arquitectura. Sin embargo, hay un problema con el film y el proyecto se proyecta invertido, de atrás para adelante, provocando las risas de la audiencia.

En la película Yo tengo 20 años (1965, Marlen Jutsiev) las calles de Moscú son una alegoría de la dirección por donde nos lleva la vida. En este film, el soldado Serguéi y sus amigos pasean por la ciudad, en una especie de flânerie del deshielo promovido por Nikita Jruschov.

El Moscú del Brézhnev emerge en Un romance en el trabajo (Sluzhebny Roman, 1978, Eldar Riazanov) y Moscú no cree en lágrimas (1979, Vladímir Menshov) ya mezclado con cierta crítica social. Una ciudad que Yuri Norstein nos muestra en La historia de las historias(1980) como una lugar ausente, que se desvanece… como la infancia que el director pasó en los suburbios de Maryina Roshcha y que intenta recapturar en un esfuerzo de memoria.

El metro ha ocupado, por supuesto, un lugar prominente en el cine ruso, siendo protagonista en películas como Yo camino por Moscú (Gueorgui Daneliya, 1964), Estación de Bielorrusia (Andréi Smirnov, 1971) o Moscú (Alexander Zeldóvich, 1999). En esta última, una de mis favoritas, una mujer, confusa, solitaria, desorientada, rodeada de violencia e irracionalidad… sufre una violación en el metro de la capital rusa. El escritor Vladímir Sorokin es uno de los autores del guión.

Volviendo a San Petersburgo, y como curiosidad, la película El boomerang del corazón (Nikolái Jomeriki, 2011) tuvo que grabarse en el metro de la ciudad báltica a pesar de estar ambientada en Moscú, ya que el precio de rodar en el subterráneo de Píter es mucho más asequible que en la capital.

Y qué decir de esas películas de la Perestroika, donde la ciudad es un laberinto, tóxico, oscuro, lleno de escondrijos… Tres de los mejores ejemplos son Aguja  (Igla, Rashid Nugmanov, 1988), Taxi Blues  (Pável Lungin, 1990) y Síndrome Asténico (Kira Murátova, 1989).

Las dos primeras con memorables bandas sonoras de Kino y Piotr Mamonov.

La tercera estéticamente magnífica y con escenas de metro sobrecogedoras

El cine de la Perestroika funcionaba como un espejo de los cambios y preocupaciones en la sociedad rusa. Tenía además cierta propensión a romper categorías establecidas y convenciones sociales, reflejando con frecuencia marginación, criminalidad, prostitución, drogadicción y desviaciones varias.

Además de jugar y deconstruir las formas soviéticas hasta la parodia. 

En general, también el cine de los 90 aspiraba a una cierta deconstrucción de los discursos soviéticos, pero tanto de la forma como del contenido, añadiendo cierta amargura y confusión y provocando que el espectador interpretara e imaginara por sí mismo lo que estaba por acontecer.

De hecho, este cine ha sido popularmente conocido como chernuja, algo así como cine grisáceo… Dicho género, ha sido brillantemente desarrollado y recuperado por Alexéi Balabánov en películas como ‘Cargo 200’ o ‘Hermano’ (Brat).

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El cine ruso de finales de los 90 estuvo marcado por el éxito de las dos partes de Hermano (1997 y 2000) de Alexéi Balabánov. En esta película irónico-chernuja, el personaje principal, Danilo Bagrov, encuentra en la ciudad el entorno donde desarrollarse como persona y a la vez aplicar justicia.

San Petersburgo en la primera parte, y Moscú en la segunda, tienen un rol activo en la historia, casi tan importante como el protagonista Danilo Bagrov. En este caso, las ciudades son un palimpsesto que encapsula la sociedad rusa del momento, fragmentada y capaz de una crueldad y humanidad primitivas.

Otro ejemplo de exploración de la ciudad es Bumer (2003) de Piotr Buslov, película en la que unos jóvenes en líos con un grupo mafioso escapan a través de Moscú en un BMW 750 robado. En ella, se introduce también la noción de cierto parasitismo que Moscú aplica con el resto de Rusia.

Una representación curiosa del Moscú de esa época aparece en las dos exitosas adaptaciones al cine que Timur Bekmanbétov hizo de las novelas de Serguéi LukiánenkoEl vigilante nocturno (Nochnoi dozor, 2004) y El vigilante diurno (Dnevnoi dozor, 2005). En ellas, Moscú es un campo de batalla en el que las fuerzas del mal y del bien están en constante lucha, imponiendo un equilibrio de poderes fantástico, casi divino.

La película ¡Cálmate! (Tishe!, 2002) es uno de los acercamientos más pintorescos del cine postsoviético a la ciudad . En ella, su director Víctor Kossakovski muestra la vida cotidiana de su calle, grabada durante un año desde la ventana de su apartamento.

Durante los últimos 15 años, el cine ruso ha sufrido una transición, pasando de temáticas más preocupadas por el colectivo a historias con un carácter más individualista. Para la investigadora Eva Binder, de la universidad de Innsbruck, el cine contemporáneo ruso ha evolucionado de acuerdo con la globalización, estando cada vez más orientado al consumo, el entretenimiento y el glamour.

El cambio de valores fue sin embargo más profundo, ya que los personajes pasaron de intentar encontrar su lugar en el mundo y un sentido a la vida, desorientados y demostrando cierto extrañamiento, a abrazar una visión más utilitaria en la cotidianeidad, argumentar que los objetivos finales eclipsan la posible importancia del proceso.

Un ejemplo de ello es 4  (Iliá Jrzhanovski, 2005), en el que Moscú aparece como un espacio inhóspito y bizarro, casi como un erial desolado por la historia.

Otra de las características del cine reciente es la necesidad que tienen los personajes en remarcar las distinciones sociales, e incluso lujo y glamour, como podemos ver en películas como Brillo (Glyanets) de Andréi Konchalovski 2007) o El amante (Valeri Todorovski, 2002).

Al igual que una actitud más positiva ante la vida… como en Paseo (Progulka 2003) de Alexéi Uchitel, Piter FM  (2006) de Oxana Bychkova, El calor (Zhara, 2006) de Reso Gigineishvili o Sirena (Rusalka 2007), de Anna Melikián.

O cierta nostalgia, soledad e inseguridad personal, como en las películas de Andréi Zviágintsev (El retorno,  Desaparición o Elena), claramente influenciado por el cine de Andréi Tarkovski.

En el caso de Progulka, Uchitel recuperó la tradición rusa de mostrar un día en la ciudad, tan relevante en la nouvelle vague francesa y en el cine soviético de los años 60, con películas como Yo camino por Moscú (Gueorgui Diagelya, 1963) o Breve encuentro (Karotki vstrechi; Kira Murátova, 1969).

La última gran película con la capital rusa como escenario ha sido Moscú, te quiero (Moskva, ya liubliu tebia) (2010), película compuesta por cortos de diferentes directores promovida por Konchalovski, que se suma a las precedentes ‘Paris, je t’aime’ (2006) y ‘New York, I love you’ (2009).

Y para cerrar, la película que muestra las dos grandes ciudades rusas, con una introducción y banda sonora deliciosas, ‘Ironía del destino, que tenga buen baño’ (Eldar Riazanov, 1975).

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