Restaurante. Casa de vacaciones de los escritores de Armenia. Arquitecto: Gevorg Kochar. Instituto proyectante: Yerevanproekt. Fuente: Simona Rota
Vladímir Belogolovsky es fundador de ICP. Estudió arquitectura en la Cooper Union de Nueva York y, desde entonces, ha publicado más de 150 artículos en publicaciones técnicas de todo el mundo y editado varios libros, como el consagrado a Félix Nóvikov para la serie Masters of Soviet Architecture. Es corresponsal para la revista TATLIN y miembro de la Academia Internacional de Arquitectura. Ha comisariado diversas exposiciones, como la sección extranjera del pabellón ruso de la 11ª Bienal de arquitectura de Venecia. En la actualidad se encuentra trabajando en un libro y exposición sobre el arquitecto Harry Seidler.
La oportunidad surgió cuando perdí mi cómodo puesto de trabajo en un importante despacho de Manhattan, en el punto álgido de la crisis económica. Entonces ya había organizado alguna exposición y se ha acabado convirtiendo en mi ocupación principal. Me resulta más placentero experimentar y discutir sobre la obra de otros. Prefiero observar desde fuera, a la manera de un contador de historias.
A raíz de la exposición en Viena, con un importante esfuerzo por documentar muchas obras gracias al trabajo de la fotógrafa Simona Rota, parece que Occidente se interesa por algo más que el constructivismo y el clasicismo estalinista.
Estas nuevas fotografías cumplen un gran propósito ante todo como documento, puesto que no sabemos cuánto tiempo seguirán en pie muchos de estos edificios soviéticos incluidos en el catálogo. Por ejemplo, las fotografías que tomó Richard Pare hace 10-15 años sobre el constructivismo soviético son la única fuente de lo que ahora son obras demolidas.
Imagino que algunos de estos edificios nunca se habían fotografiado antes, así que el trabajo de Rota para hacerlo llegar al público de hoy es encomiable. Sin estas fotografías, mucha gente no sabría realmente lo que se construyó en la Unión Soviética. Pero no debemos culpar de este desconocimiento al ignorante sino a aquel que conociendo algo no lo comparte. Aunque tiene que haber una predisposición por ambas partes: alguien que quiera transmitir sus conocimientos y otro que quiera aprenderlos.
Para mí, el Modernismo soviético es un periodo fascinante, no sólo por lo que respecta a la arquitectura sino también a la política. La idea de que un jefe de Estado, Jruschov, cambiara el curso de la arquitectura con un solo decreto para las tres décadas siguientes a escala del mayor país del mundo me parece sorprendente. Y además ocurrió dos veces a lo largo de la historia de la Unión Soviética: primero Stalin dio un giro de 180 grados pasando del Constructivismo al Realismo socialista, luego Jruschov hizo lo propio implantando el Modernismo por decreto.
Hay una resistencia en Rusia a reconocer los méritos de esta última etapa porque se la asocia con la producción en serie de bloques de apartamentos. En mi caso, estoy interesado en un pequeño grupo de arquitectos que supo mantener viva la llama de la verdadera creatividad y producir auténticas obras maestras, a pesar de todas las restricciones, el aislamiento, las dificultades económicas y el hecho de que los contratistas y constructores tuvieran más control sobre el diseño y la ejecución de los proyectos que los propios arquitectos.
Dos ejemplos podrían ser el Ministerio de Autopistas en Tiflis, obra de George Chakhava, y el balneario Druzhba [Amistad] en Yalta, de Ígor Vasilevsky. Creo necesario encontrar la belleza, la poesía y las emociones de estos trabajos que queremos que reconozca un público amplio, porque es la manera de evitar los malentendidos y los prejuicios.
Ahora
hay un mayor interés en el extranjero por el Modernismo soviético
porque el mundo globalizado está cansado de ser igual en todas
partes y, por una vez, quiere divertirse con lo que es autóctono y
original, ya sean proyectos sociales en barrios periféricos
colombianos o proyectos concebidos en la hermética sociedad
soviética donde, por sus peculiaridades, se creaba de una forma
diferente. Puede que sea un fenómeno pasajero, porque todo el mundo
quiere ser moderno a toda costa, haciendo prevalecer lo nuevo sobre
lo autóctono, que queda marginalizado. Debemos oponer resistencia,
por supuesto, pero estamos perdiendo la batalla.
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Teatro Académico Sundukyan, Yerevan, Armenia, 2011. Fuente: Simona Rota.
El Modernismo soviético se ha juzgado en bloque, sin prestar atención a ciertas particularidades y a proyectos que merecerían un puesto destacado en los libros de arquitectura. ¿Perduran demasiados clichés?
Probablemente algunos sean justos, lo explicaré con un ejemplo. Cuando coedité el libro Modernismosoviético1955-1985 con el arquitecto Félix Nóvikov emprendimos la tarea de seleccionar cien proyectos que merecieran un lugar privilegiado en nuestra memoria colectiva, dado que algunos ya no existen y otros están muy deteriorados o irreconocibles. Cuando trabajábamos en la lista de proyectos sugerí incluir alguno de mi ciudad natal, Odesa, de un millón de habitantes. Pero después de buscar mucho no incluimos ninguno en la selección. Eso significa que en tres décadas no se construyó nada destacable.
Así que no quiero poner en tela de juicio los clichés. Me limito a buscar lo fascinante y extraordinario entre lo ordinario y reproducido hasta la saciedad. Porque si me pregunta: “¿Le gusta el Modernismo soviético?”, le respondería que no tengo una especial afinidad con él, al menos no como movimiento, porque lo que se hizo en su conjunto es bastante horrible. Pero creo que hay unas decenas de edificios excelentes y un puñado que son obras maestras. Suficiente para conquistar mi corazón.
En algunos momentos al leer el catálogo de la exposición de Viena he encontrado paralelismos entre la serialización, clonación o proliferación de proyectos megalómanos actuales con los que en aquella época se construían en las antiguas repúblicas soviéticas diseñados en Moscú.
Cierto. Entonces lo importante no era el lugar, ni tampoco lo es ahora. Hay una famosa película soviética, Ironía y destino, de mediados de la década de 1970, en la que un grupo de amigos se emborracha y meten a la persona equivocada en un avión con destino a Leningrado. Después de aterrizar, sin saber muy bien dónde está, llama un taxi y le dice al conductor que lo lleve a casa. Este conduce a su cliente hasta un edificio exactamente igual al de su domicilio en Moscú. Una vez allí, sube e incluso abre la puerta con su propia llave.
Entra en el apartamento –tanto el papel pintado de las paredes como los muebles son reconocibles para cualquier ciudadano soviético– sin sospechar que está en una ciudad y una casa equivocadas.
Cuando viajamos por el mundo tendemos a buscar los signos que nos resultan familiares para sentirnos cómodos y seguros. A menudo queremos que el mundo sea igual, aunque afirmemos lo contrario. Pero no es el mundo lo que se ha unificado sino nuestra percepción de él, tendemos a repetir el mismo tipo de experiencias en distintos lugares.
En Moscú, aunque no sería el único caso, se ha descuidado, de forma premeditada o no, el legado arquitectónico relevante ante la presión especulativa. ¿Es una situación inevitable?
Sí, es algo imparable en cualquier lugar del mundo. También en Estados Unidos se tiran abajo edificios de Wright, Rudolf o Saarinen. No se suele apreciar ese legado hasta que es demasiado tarde, como pasó con la estación de tren Pennsylvania en Nueva York.
En Rusia hay otra razón por la que se está aniquilando el legado soviético sin que se levante una gran polvareda: estos edificios son un recordatorio de la vida durante la Unión Soviética. Aunque, curiosamente, hay un interés general creciente por ese periodo histórico, incluso cierta nostalgia, que puede ayudar a salvar algunos edificios. No obstante, como norma general, las edificaciones de 1960 en adelante se demuelen sin miramientos, incluso joyas del constructivismo de Mélnikov y Ginsburg. Por extraño que parezca, la más apreciada y solicitada es la arquitectura estalinista por la calidad de la construcción y sus materiales. También por su simbolismo, pues se erigió en el punto álgido del patriotismo nacional.
En el catálogo se repasan también las tres etapas de la arquitectura soviética: constructivismo, estilo Imperio y Modernismo. ¿Cuál es el escenario actual?
A un largo periodo de limitaciones siguió el hambre voraz de los arquitectos rusos por levantar los símbolos de sus nuevos proyectos. Esa libertad, que empezó en la década de 1980, se tradujo en obras más caóticas y de pésimo gusto. Se habían lanzado a experimentar tomando las peores ideas del posmodernismo americano de una generación anterior.
La resaca de este periodo kitsch todavía se siente en Rusia. Se pueden encontrar edificios diseñados para que parezcan un huevo Fabergé o un palacio de cuento de hadas, así como malas copias de edificios estalinistas. El peor ejemplo es la Catedral del Cristo Salvador cuyo estilo recuerda al de un casino. Este edificio se erigió para introducir de nuevo la dominancia vertical de la estructura que Stalin mandó demoler y con el fin de restituir el orgullo nacional y volver a establecer el poder de la Iglesia Ortodoxa. La nueva catedral sólo recuerda vagamente la original. Ahora cuenta con enormes aparcamientos subterráneos, un domo más alto y nueva decoración, tanto interior como exterior, concebida por los nuevos diseñadores para agradar al gobierno y la élite.
Desde la disolución de la Unión Soviética lo que se ha perdido sobre todo es tiempo, porque no se ha construido nada a una escala significativa ni que sea digno de mención. Antes se encontraban proyectos sobrios e incluso poéticos; ahora la ideología es el consumismo y lo que se hace es copiar lo que viene de Occidente, lo que se ha hecho allí unos años antes. Abordo este tema con más detalle en mi artículo incluido en el libro Atlas Europa.
Se podría remarcar algo de unos pocos arquitectos que ahora están en la cincuentena, pero los de treinta ni siquiera son visibles. En Europa y América, por ejemplo, es fácil comprobar el derroche de creatividad de gente de veintitantos, pero Rusia no participa de esa energía. Otros colegas rusos a los que he preguntado opinan igual sobre la crisis de creatividad que está sufriendo la profesión, mucho más importante que en cualquier otro periodo de la historia soviética.
Book "Soviet Modernism 1955 - 1991. Unknown Story" from Simona Rota on Vimeo.
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Palacio de Deportes y Conciertos, Yerevan, Armenia, 2011. Fuente: Simone Rota.
"Con este catálogo y un libro anterior de Fréderic Chaubin en Taschen (aunque no tan bien editado), cualquier lector occidental puede acercarse a este tema de forma ordenada y más o menos amena. ¿Se está haciendo lo mismo en Rusia?
La mayoría de los ensayos e investigaciones proceden de Occidente. El arquitecto Félix Nóvikov es la principal fuente de información para aproximarse a ese periodo. Sus recuerdos y reflexiones son especialmente valiosos porque se graduó en la escuela de arquitectura en 1950 y, durante cinco años, antes de que cambiara drásticamente la situación del sector, practicó el realismo socialista de Stalin.
Luego estuvo involucrado en todo el proceso de cambio y fue también autor de proyectos modernistas clave como el Palacio de los Pioneros de Moscú y algunos edificios de Zelenogrado (ciudad a las afueras de Moscú diseñada para la industria electrónica). Sigue siendo uno de los autores más prolíficos en cuanto a redacción de textos ensayísticos y conserva una memoria fotográfica de aquellos años. En cuanto a las publicaciones locales, lo mejor es acudir a los libros y revistas de la época. Lo que se publica ahora no aporta un análisis comprensible. El catálogo del Centro de Arquitectura de Viena puede que sea el más completo hasta la fecha, aunque excluye Rusia y se concentra en la periferia.
Como se ha aprendido a raíz de algunas experiencias, un crecimiento económico sin buenos fundamentos se traduce también en cierta locura arquitectónica.
Eso es algo que sucede en todas partes, aunque el efecto es muy complejo. La culpa no solo es del arquitecto. Siempre tiene que haber un sentido de adecuación y de relevancia. El año pasado visité la Poetry Fundation de Chicago, un bello proyecto de John Ronan Architects, de un refinamiento verdaderamente sublime.
Pero, aunque no estoy en contra de este tipo de arquitectura y del uso de materiales de coste obsceno, creo que se tiene que mantener una intuición sobre lo que es y no apropiado, su dimensión social. Por ejemplo, no se puede levantar un edificio como este en el centro de Chicago que obligue a los viandantes a cuestionarse si se sienten excluidos por él. En los países como España, donde se ha producido la mejor arquitectura del mundo antes de la crisis, habría que apostar por los proyectos locales de mejora social, como se ha hecho en Bogotá y Medellín, en clara oposición a los Guggenheim que solo intentan atraer los dólares de los turistas.
¿Qué salvaría de lo que se está haciendo en Rusia?
Podría enumerar una larga lista de estudios cuya trayectoria no vale la pena seguir. Copian lo que se publica en las revistas internacionales de arquitectura, anulando sus rasgos distintivos. Para mí, el trabajo más interesante procede de unos pocos arquitectos –los llamados “arquitectos de papel”– que, a pesar de que producen a pequeña escala, logran que sus proyectos estén arraigados en la cultura e historia rusas, sin dejar de ser personales. Hablo de Alexander Brodsky, Totan Kuzembaev, Eugene Asse.
Citaría también a Proyecto Meganom por su interesante trabajo sobre el paradigma modernista. Recientemente se ha intentado reformar el sistema educativo para que la profesión se integre dentro de la escena internacional. Rusia necesita abrirse al mundo y el aislamiento actual no parece que sea la mejor estrategia.
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