Dos caras de Rusia: occidentalistas y eslavófilos

Caricatura de Tom Toles publicada en 'Búfalo News' en enero de 1992.

Caricatura de Tom Toles publicada en 'Búfalo News' en enero de 1992.

“No hay que buscar nada, todo está ya encontrado. Se trata de un camino de desarrollo democrático. Por supuesto, Rusia es un país extraordinariamente diverso, pero formamos parte de la cultura europea occidental. Y en realidad, en ello está uno de nuestros principales valores. Viva donde viva nuestra gente -en el lejano Oriente o en e Sur- somos europeos”, aseguró Vladímir Putin en una de las primeras entrevistas que concedió tras asumir el poder en el Kremlin, en el año 2000.

“Tú me preguntas si Rusia es europea, y yo te digo que depende. Rusia es un país con una gran variedad de grupos sociales, algunos de ellos bastante europeos, o internacionales, y algunos otros muy diferentes a los europeos. Las conexiones entre ellos son de hecho muy débiles o incluso inexistentes. Como investigador, creo conveniente fijarme en esta variedad mejor que hablar de Rusia como un imaginario único”, nos explica Mijaíl Mikeshin, director del centro de San Petersburgo para la historia de las ideas.

De similar opinión es Alexander Reznik, investigador del centro de estudios comparados en Historia y Política de Perm: “Depende de qué Rusia y qué Europa. Existe Rusia como gobierno y Rusia como sociedad, la cuál es más europea que el poder político”.

La famosa polémica entre occidentalistas y eslavófilos que marcó la segunda mitad del siglo XIX añadió nuevas estructuras intelectuales al inventario de conceptos sobre Rusia y Europa. Tanto los unos como los otros reconocían que la civilización europea había dejado una profunda impronta en la cultura rusa, pero discordaban sobre los caminos que debía tomar a partir de entonces su país.

Los occidentalistas, muy críticos frente a la realidad rusa de su tiempo, explicaban los problemas de Rusia por la insuficiencia de las reformas y exhortaban a proseguir la transferencia del modelo cultural europeo.

Los eslavófilos, igualmente descontentos con el presente, consideraban en cambio que su país debía desarrollarse de acuerdo con sus propias tradiciones e instituciones de manera que llegara a aportar algo propio a la cultura común europea, convirtiéndose así en un miembro de pleno derecho del concierto de las potencias, y no en un mero imitador de tradiciones culturales y políticas nacidas en otros suelos y en circunstancias históricas que Rusia no había vivido.

Asimismo, Europa representaba para Rusia la imagen delOtro, y a este respecto cabe recordar la presencia de dos imágenes delOtro, una positiva y otra negativa. Los eslavófilos sitúan el problema de la imitación como el gran mal de Rusia, “causa de que Rusia no haya aportado ningún progreso a la humanidad ni añadido una sola idea a las ideas comúnmente aceptadas”, (Chaadaev).

Mientras que sus antagonistas los ‘Zapadnikis’ (occidentalistas), defendieron la asimilación como un primer paso necesario, que haría posible el desarrollo posterior de su cultura autóctona y la integración en Europa.

En el siglo XIX, muchos intelectuales rusos viajaron por Europa, se identificaron con otros pueblos, hablaron otros idiomas y no perdieron su calidad rusa. No obstante, “el propósito de los eslavófilos no ha sido tanto el separar Rusia de Occidente, sino identificarlo, conscientemente, como un mal miembro de Europa”, asegura Susanna Rabow-Edling, investigadora de la Universidad de Stanford.

De hecho, los postulados eslavófilos no se reducen a un mero choque entre el racionalismo europeo frente a la ensalzada sensibilidad rusa, sino que “como si de un resentimiento se tratara Rusia no se conforma con salvarse a sí misma y aspira siempre a salvar el significado original de Europa”. Incluso con argumentos de que Rusia es la única esperanza que le queda a Europa, como asegura Liah Greenfeld, directora del instituto avanzado de estudios sociales de la Universidad de Boston.

A esto se une, el carácter mesiánico de los eslavófilos, quienes defienden que Rusia tiene un rol especial en la historia concepción auspiciada por la posición geográfica de Rusia (ni en el este ni en el oeste), por la influencia mongola en cuanto a la existencia universal, y por una sublimación de experiencias de redención manifestada en la cultura eslava.

Incluso, autores como Emmanuel Todd, asocian la confrontación entre Estados Unidos y Rusia durante el siglo XX como una lucha simbólica por ‘el rapto de Europa’. Todd sin embargo asegura que el mesianismo presentado por ambos (sobre todo por Rusia, la cuál se presentó como el Gendarme de Europa) no era más que una excusa para legitimar su dominación.

La derrota de las tropas napoleónicas, la toma de París por parte del ejército ruso y el Congreso de Viena (1814-1815) -en el que Rusia participó de una forma muy activa-, constituyeron un nuevo hito en la historia de las relaciones del gigante norteño con sus vecinos occidentales. Hasta ese momento, los rusos se habían considerado aprendices de una civilización más avanzada, pero el tiempo del aprendizaje había llegado a su fin.

La admiración por la filosofía romántica alemana no hizo sino reforzar esta nueva tendencia en la sociedad rusa. Si hasta entonces las relaciones con los países europeos habían correspondido en exclusiva al gobierno, a partir de la década de 1840 fue la sociedad rusa la que empezó a participar de una forma activa.

De esta forma, los pensadores nacionalistas rusos han utilizado el concepto de Europa para reformular la propia identidad nacional, de forma que en el ideario político ruso coexisten dos imágenes de Europa: una entendida como anti-Rusia y otra concebida como una Rusia mejorada o futura. Ambos modelos de Europa se construyeron a partir de las necesidades rusas y poco tenían que ver con la realidad del continente europeo.

Durante siglos Rusia ha padecido un complejo de inferioridad respecto a Europa. De esa inferioridad nació el ideal de cierta unidad cultural exterior y una posterior voracidad cultural respecto de cualquier cosa que tuviera ese origen, al mismo tiempo que un amargo rechazo al descubrir que Europa no era tal y como se la habían imaginado.

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