La novela El alcohol y la nostalgia finaliza en Novosibirsk, la estación de destino de Mathias, un joven francés y escritor frustrado que, en París, ha recibido en plena noche la llamada de Jeanne, su exnovia, doctoranda en Moscú. Se trata de Vladímir. El tercer componente de este triángulo amoroso ha muerto. Mathias aterriza en Sheremétevo para llevar los restos de su amigo hasta su pueblo natal, cerca de la tercera urbe más poblada de Rusia, por la línea del transiberiano.
Entregado a la “dulce droga de la memoria”, Mathias evoca la relación de ellos tres, personajes perdidos en el alcohol, las drogas y la nostalgia (toská).
Las paradas de este viaje físico y mental por Siberia (Nizhni Nóvgorod, Perm, Ekaterimburgo y un flashback a San Petersburgo y Lisboa), a lo Marlow de El corazón de las tinieblas, permite al autor de Habladles de batallas, de reyes y elefantes (premio Goncourt des Lycéens, 2010) abrir en canal el mito del alma rusa y la extraña fascinación del extranjero por la vastedad y la historia del país eslavo.
“No existe el alma rusa. Lo único tangible es el alcohol, la nostalgia y el gusto por las carreras de caballos. Nada más, os lo aseguro”, reza el epígrafe, extraído de los diarios de Antón Chéjov.
¿Hiciste el viaje en tren hasta el destino final, Vladivostok?
No, me quedé en Novosibirsk porque tenía un compromiso en París, así que me detuve a la mitad del trayecto. Era un viaje organizado que hice junto con otros escritores en el marco del Año Francia-Rusia, en 2010. El alcohol y la nostalgia está concebido y escrito durante las dos semanas del viaje, por encargo de France Culture, que emitió la primera versión radiofónica en julio de ese año. Lo que se ha publicado en España es la adaptación más o menos fiel de ese texto, que primero se publicó en Francia.
Mathias Enard nacio en 1972 en Niort, Francia. Establecido en Barcelona.
Autor de las novelas La perfeccion del Tiro (Reverso, 2004), Remontando el Orinoco (La otra orilla, 2006), El manual del perfecto terrorista (La otra orilla, 2007) y Zona (La otra orilla, 2008) o Habladles de batallas, de reyes y elefantes (Mondadori, 2011). Ha obtenido numerosos premios literarios.En los resúmenes biográficos sobre ti se hace especial hincapié en tu formación en árabe y persa, así como tu experiencia vital en el Oriente Próximo. Pero no tanto tu interés por los países eslavos y el ruso, que también has estudiado.
Sí, es verdad, hasta ahora no había escrito nada claramente relacionado con Rusia que reflejara ese interés, aunque aparecen los Balcanes en Zona. Se puede decir que con Rusia tengo una relación extraña. Porque he ido bastante a menudo pero nunca he tenido una historia concreta en la cabeza. No ha sido hasta el encargo de France Culture que he tenido la obligación de crear algo. La primera vez que pisé Rusia fue a finales de la década de 1990, en un viaje turístico. De Bakú salté a Rusia.
Dicen que hay que preguntarse por los nombres de los personajes. ¿Es demasiada casualidad que el personaje que nos lleva por el transiberiano se llame como tú?
La historia es bastante simple. Para la grabación de la lectura, y su posterior emisión, había dos actores, Julie Pouillon, francesa pero que hablaba perfectamente el ruso, y Serge Vladimirov. En un momento dado me preguntaron: “¿Y cómo se llama el narrador?”. La verdad es que no lo había pensado, de modo que no se me ocurrió otra cosa que ponerle Mathias. Así se quedó y, de hecho, me hace cierta gracia.
El nombre de Jeanne está tomado del poema de Cendrars, Prosa del Transiberiano y de la pequeña Jeanne de Francia. Es la clave que doy en el libro sobrede dónde procede la inspiración de la historia.
El modernismo francés, Cendrars o el Apollinarie de Alcoholes, siempre me han interesado, su manera de relacionarse con los sucesos y los grandes cambios del siglo XX. El libro se puede entender como una reescritura de Prosa del Transiberiano.
Sí, el verso de Apollinaire “Tu vida que te bebes como un aguardiente” del poema Zona, que citas en tu libro homónimo, encaja también con este libro. Por lo tanto, la dedicatoria en El alcohol y la nostalgia a cierta “Jeanne” es tu homenaje personal a Cendrars. De hecho, el personaje de Mathias también tiene algo del protagonista del poema de Cendrars, “un mal poeta que no sabe llegar hasta el fondo de las cosas”. Has pasado mucho de tu tiempo viajando y eso se nota en tu escritura, tan variada en épocas y localizaciones.
Un viaje te lleva a otro. Me gusta estar atento a lo que hay a mi alrededor. De los viajes descubro cosas que me inspiran, pensamientos que te llevan a otros pensamientos. Y lo mismo pasa con los escritores y los libros. Construyo una red de relaciones, que es el propio argumento del libro. Funciona por asociación de ideas que crean otra estructura o realidad, que, al final, acaba siendo más real y potente que cada una de las partes independientes.
Eso me recuerda una imagen poderosaque aparece en tulibro de la obra de uno de los escritores que te acompañó en el viaje, Olivier Rolin, En Rusia, y que acaba de publicar Siberia, “Las páginas de los libros son pétalos que roe el escarabajo verde del olvido”. Parece como si el principal trabajo del escritor fuese el de volver a reescribir todas las historias, entrelazadas de un modo distinto.
Sí, esa es la idea detrás del escarabajo. La literatura también es eso: intentar, como mínimo, luchar contra el tiempo, el olvido. Es como una especie de arqueología, de embalsamamiento de las cosas, una forma de protección. La lucha por conservar la memoria constituida por la colectividad y hecha para perdurar. Sí, para mí es una de las partes fundamentales del hecho de escribir.
El alcohol y la nostalgia se disfruta más si se lee en voz alta. No sé si tu relación con los países de Oriente Próximo, donde la oralidad aún está muy viva, se ha filtrado tanto en el estilo como en lo que comentas de la necesidad de narrar para mantener la memoria individual y colectiva.
En El alcohol y la nostalgia es cierto que eso se nota todavía más, porque era un encargo para la radio. La sonoridad es una cosa que me preocupa, me sale de forma natural, pero es algo que también trabajo. Leo en voz alta para ver como suena el texto y lo rehago, cambio cosas para mejorar el ritmo, palabras con otras sonoridades. Es algo que hago a menudo y de lo que me siento contento.
Hay un concepto que es el motor de esta historia: la violencia. Mathias, alguien que sueña con escribir pero siente que nunca lo conseguirá, dice: “En Rusia, que es una droga y un alcohol, busqué la violencia que le faltaba a mis palabras”.
Hablo, en mi caso, de una violencia que no es tanto una cuestión cultural como literaria. Digamos que mi acercamiento a Rusia se ha construido sobre la base de la literatura y, en ella, esa violencia está muy presente.
Además de la literatura está la historia, un componente que está muy presente. Rusia está llena de fantasmas que pesan en la contemplación de los paisajes y en las personas con las que tratas. Esta dimensión está mucho más presente en Rusia que en cualquier otro lugar o, al menos, yo soy más consciente de ello. Y en la literatura también existe esa dimensión histórica, la sensación de estar de pie ante todo lo ocurrido, como ante una gran montaña.
Eso me hace pensar en un autor que mencionas en la novela, Joseph Kessel y en su libro Los tiempos salvajes, el relato de su viaje de Brest a Vladivostok pasando por los Estados Unidos. Contaba que cuando llegó a Rusia tuvo la sensación de estar en un decorado y entre personajes que daba vida un narrador invisible.
Sí, esa impresión es muy fuerte, sobre todo la primera vez. Me imagino que luego te acostumbras. Pero sí que es verdad que experimentas esta situación de extrañamiento. Todo parece sacado de un cuento de Chéjov.
El ejercicio estilístico de Zona, una frase que en la edición en español ocupa 390 páginas, parece tener su trasposición geográfica con el viaje por el transiberiano, donde llega un momento en que parece que no avanzas, que el viaje podría ser infinito.
Para mí, Siberia es la experiencia opuesta a la que se narra en Zona y su localización, las culturas del mediterráneo. Aunque las fronteras se han modificado durante los años y las guerras, están muy bien marcadas. Todo lo contrario a esta parte del planeta donde las fronteras son mucho más difusas.
Difusas, pero es bastante cómico cuando te refieres a la provodnitsa, “que vive siempre a la hora de Moscú”.
Moscú es un universo en sí mismo. Se podría considerar casi como un país. Una ciudad difícil de ver porque no sabes cuáles son sus límites…
Y aún sigue creciendo…
Cuando te alejas hacia el campo su influencia va decayendo y todo cambia. Moscú es terrorífica, monstruosa. He estado cuatro o cinco veces y he podido constatar los cambios y transformaciones. Recuerdo que la segunda vez ya no reconocía nada. Es impresionante la metamorfosis que ha sufrido.
“El infierno es una ciudad que se parece mucho a Moscú”, dice tu personaje. Tanto Mathias como Vladímir son dos hombres superfluos que no consiguen hacer realidad sus sueños, que no saben cómo salir de las situaciones dolorosas y tienen nostalgia de las revoluciones que han hecho otros.
Sí, mi último libro también está impregnado de este sentimiento, Rue des voleurs, sobre un joven marroquí que no participa directamente en las protestas del mundo árabe. Creo que es algo generacional, de los que tenemos cuarenta años, los nacidos después del mayo del 68, la última revolución de esta parte de Europa.
Nosotros no hemos vivido ese tiempo y existe una sensación de frustración y de impotencia respecto a la revolución, incluso de envidia. En cambio, aquellos que han participado en la primavera árabe, e incluso también en España con el 15M, son de la generación siguiente a la nuestra. Tal vez ellos sí tengan la posibilidad de hacer una revolución o, por lo menos, está en sus manos. Eso contrasta con la mía, que no ha llegado hasta el final o bien no se lo permitió la anterior.
Algo que también se está viviendo, tímidamente, en Rusia. Desde fuera es difícil poder seguir qué está pasando en realidad y si de verdad se está moviendo algo.
Son cambios que necesitan mucho tiempo. Salvando las distancias, después de la Revolución Francesa se necesitaron 30 años antes de que fuera palmario un cambio profundo.
Sobre esos momentos tan decisivos en la historia, hay un pasaje en El alcohol y la nostalgia que apunta a otra fecha histórica importante, la ejecución de la familia Romanov. Lo más interesante es que hay un momento en que pones el foco en alguien anónimo, el conductor que transportó sus cadáveres: “Pienso en el chófer de ese vehículo, imagino a un gentil revolucionario con bigote y gorra gris, sus manos sudorosas en el volante, conduce despacio, siente cómo su triste carga se bambolea con los baches”. Y acaba con un “había que amar mucho la Revolución para perdonarle semejante cosecha de vidas humanas”.
Esa es la diferencia entre el escritor y el historiador. Para el escritor no hay un personaje más importante que el otro. Al historiador no le importan los sentimientos del tipo que conducía la furgoneta con los cuerpos de la familia Romanov, pero al escritor sí, porque sin él no se hubieran podido transportar. Tampoco hubieran muerto si no fuera por la gente, anónima, que cumplió las órdenes.
La literatura social puede pasar de un foco a otro sin ningún problema. Aquel era un gran momento histórico, pero detrás hay otros rostros anónimos que componen su dimensión más cotidiana, que están presentes mientras se desata una tormenta política. La vida es así, junto a estos grandes acontecimientos encontramos los detalles más reales, cotidianos, fútiles.
El alcohol y la nostalgia // L’alcohol i la nostàlgia
Mondadori, traducción de Robert Juan-Cantavella
Columna edicions, traducción de Mercè Ubach
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