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Una vez oí llamar al metro de Nueva York “el retrato de Dorian Gray”, y realmente, si se investiga la mancha de 240 millas que forma el famoso subway, se puede llegar a la conclusión de que los defectos que la ciudad trata de esconder con hipocresía, han dejado huellas imborrables en sus profundidades. El subwayha sido objeto de aprecio tan pocas veces que no podemos dejar de mencionar esas escasas excepciones.
El metro experimentó su primera demostración de amor en 1904, el año de su fundación, cuando su orgulloso constructor August Belmont solicitó tener su propio vagón privado con paredes transparentes (¡sic!). La segunda demostración de amor podría considerarse el incidente sucedido 90 años más tarde, cuando un joven amante del decrépito metro secuestró un tren y lo condujo durante cinco horas sin que los pasajeros siquiera se enteraran.
Entre estos acontecimientos se desarrolla la deslucida biografía del ordinario tranvía, que nunca llegó a conciliarse con el estilo de vida subterráneo. El metro de Nueva York trata constantemente de salir a la superficie. Recorre la ciudad como en largas puntadas cosidas por una joven perezosa: se esconde bajo la calzada en media centena de barrios y después sale a la superficie con un siniestro estruendo, para aspirar aire fresco y volver a recordarnos su existencia.
En cualquier caso, es imposible olvidar el metro: es tan poco profundo que se oye en todas partes. Por encima del alboroto de la muchedumbre, por encima del estruendo de los helicópteros de la policía, por encima del ruido de sirenas y cláxones, destaca el infernal sonido de ese metro que atraviesa toda la ciudad: deprofundis.
El subway de Nueva York desconcierta con su amor a la vida que excede la fisiología: los andenes con olor a orina, las estrechas tripas de los pasadizos, o los obscenos graffitis en los azulejos de las estaciones. Como bien saben las ratas insolentes, los predicadores dementes, los músicos errantes y los indigentes, la vida aquí late durante las 24 horas del día.
El metro está demasiado estrechamente ligado con la vida de la ciudad, incluyendo su peristalsis social; incluso el clima ahí dentro copia y exagera el tiempo atmosférico de Nueva York. Carece de esa capa descontaminante de tierra que, al aislar la vida subterránea de la terrestre, otorga un aire especial al metropolitano más interesante del Viejo Mundo: el de Moscú.
En Nueva York, el metro no se hace gala a sí mismo. Se limita a un sencillo agujero en el asfalto que lleva directamente a las entrañas de la ciudad.
En Moscú, la entrada al metro presenta todo un conjunto arquitectónico que en ocasiones recuerda a un templo o a una cripta. El paso de un espacio a otro se realiza en unas escaleras mecánicas largas y lentas que permiten a uno adaptarse al nuevo elemento, rebosante de suntuosidad, hermetismo y autonomía.
Si en el metro de Nueva York todo es como en la superficie pero peor, el de Moscú es todo lo contrario: la vida subterránea es más elegante, más limpia y más sobria que la terrestre.
Es algo lógico, pues el metro de Moscú es el último refugio de la utopía de “el país elegido”, que hoy ha quedado reducida a “el subsuelo elegido”.
El subway es las entrañas de la ciudad; el metro, su seno. Mientras que los neoyorquinos bajan a su comparativamente sucio subway por necesidad, los moscovitas salen de su comparativamente seguro metro con desgana.
El metro de Moscú es como si hubiera heredado de su historia nacional el miedo a los espacios abiertos, preñados de invasiones esteparias. Un país en principio carente de fronteras naturales defiende con fanatismo sus fronteras artificiales. El reino subterráneo de mármol es una grotesca hipérbole de un sótano-trinchera en el que uno siempre puede refugiarse de los nómadas.
Los estadounidenses, que son en sí una nación de nómadas y forasteros, sienten aprensión por esas pesadillas claustrofóbicas. Desdeñan sumergirse en la tierra, incluso por los inofensivos pasadizos subterráneos omnipresentes en las ciudades del Viejo Mundo.
Incluso en plena Guerra Fría, los estadounidenses preferían cavar los refugios antiaéreos en su propio jardín, resignándose a la perspectiva de un infierno familiar, pero de ningún modo a la de uno colectivo.
Estos dos metros difícilmente pueden comprenderse el uno al otro porque además pertenecen a civilizaciones distintas: una horizontal y otra vertical. No es casualidad que los principales héroes de la cultura soviética, el minero y el astronauta, estuvieran alejados al máximo de la superficie terrestre.
Por su parte, el ídolo tradicional estadounidense, el cowboy sobre su fiel caballo, solo es capaz de lograr las hazañas que se le asignan cuando está firmemente apoyado en la tierra con las cuatro patas.
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