Macbeth se incluye dentro de las obras que reflexionan sobre el poder escogidas por el director artístico del Real, Gerard Mortier, para la presente temporada, inaugurada con Borís Godunov. El próximo año se conmemora el bicentenario del nacimiento de Verdi (que coincide con el de Wagner), así que con la primera ópera shakespeariana del italiano, el coliseo madrileño se ha adelantado al pistoletazo de salida de las conmemoraciones que preparan los principales teatros (el Bolshói arranca el 7 de enero con La Traviata).
No es Macbeth la ópera más representada de Verdi, pero para su autor era la más querida. Compuesta en el ecuador de sus “años de galeras” –entre 1842 y 1850 compuso hasta catorce óperas–, pone música por fin a su autor dramático más admirado y del que sólo pudo firmar dos óperas más, Otelo y Falstaff. «Esta tragedia es una de las grandes creaciones humanas. Si no podemos sacar algo grande de ella, al menos intentemos hacer algo extraordinario», escribió a su libretista Francesco Maria Piave. Y, por extraordinario, tenemos que entender una ruptura respecto a la tradición.
Esta historia de la ambición desmedida por usurpar la corona de Escocia constituye la disección más lúcida del magnicidio en la literatura. Con el factor añadido de que beneficiado y ejecutor son la misma persona. Macbeth es la concreción de la maldad, el puñal que se hunde en la carne y que exige más tributos de sangre: la maquinaria de los acontecimientos que, como una apisonadora, no se detiene ante nada una vez se ha decidido tomar el camino más oscuro.
«Eres un espíritu ambicioso, Macbeth… anhelas la grandeza, pero ¿serás suficientemente malvado?», se pregunta Lady Macbeth al inicio del primer acto. Una ópera sin historia de amor, con una Lady Macbeth cuya voz Verdi exigía que fuera «áspera, sofocada, sombría», sin recitativos tradicionales, frases cortantes, economía expresiva en el libreto, y un tercer protagonista que, en este aquelarre sangriento, está encarnado por un grupo de brujas, el elemento fantástico que Verdi musicaliza con una particular mezcla de tonos. El pueblo, sin embargo, tiene un papel secundario como caja de resonancia del sufrimiento humano. Y es que Macbeth es la ópera de la enfermedad del alma, un vaivén de culpa y expiación, de actos individuales o de libre albedrío disfrazado de destino.
No es la primera vez que Dmitri Tcherniakov se pasea por Madrid ni será la última. Lo hizo con Eugenio Oneguin y lo volverá a hacer con Don Giovanni. Nos ceñiremos a lo que vimos en la función del 14 de diciembre, sin tener en cuenta sus aciertos y patinazos previos. Aunque apuntaremos algunos datos: todavía colean las protestas de los familiares de Francis Poulenc y Georges Bernanos en Múnich contra las licencias que se tomó Tcherniakov y que se ha saldado con una victoria, pues han conseguido borrar de la programación del teatro muniqués su puesta en escena de Diálogos de carmelitas. En el Pushkin del Real Tcherniakov omitió incluso el famoso duelo. Y en Macbeth la figura de las brujas, esas apariciones que guían como voces psicóticas las mentes cegadas de la pareja de magnicidas, queda diluida en el pueblo anónimo, la estructura que permite o no que un tirano se perpetúe en la poltrona, muera en la cama como Stalin o en el paredón como el último Romanov, Ceaucescu o Gadafi.
Según Tcherniakov, la sociedad actual ya no cree en supersticiones o hechizos y, por eso, fusiona a las brujas con el pueblo, el grupo, la masa anónima cuya voz el gobernante debe saber descifrar, aún más desdibujada gracias a las estadísticas, el share o la red. Por eso, el espectador, al subirse el telón, no encuentra «un bosque y aparecen tres grupos de brujas, uno tras otro, entre truenos y relámpagos», como reza el libreto, sino una plaza de una ciudad cualquiera, más bien grisácea, anodina, genérica.
A priori parece una licencia interesante porque en los últimos años hemos visto (a través de pantallas) que la calle, y por extensión las plazas, ha vuelto a convertirse en el altavoz del malestar civil y de ello han tomado nota las administraciones endureciendo las leyes de huelga y de reunión. Pero, de todos modos, si bien este planteamiento es sugerente, la justificación teórica no parece tan acertada. Precisamente Rusia ha visto crecer el sentimiento religioso, sobre todo el radical, reflejándose incluso en el nuevo código penal. «¿Es la caída de un rayo una descarga eléctrica o un castigo de Dios?». Esta pregunta no se formulaba desde un púlpito religioso sino en la Duma, en boca del diputado comunista Borís Kashin.
Eliminado el elemento fantástico y el terror gótico, Tcherniakov opta por una presencia omnisciente que es la cámara de Google Earth, el ojo que todo lo ve, que nos sitúa en una geografía contemporánea. Nos dirige de la plaza del pueblo al ventanal, desde donde somos testigos (no jueces) de lo que sucede en la sala de estar de la residencia burguesa de los Macbeth.
Así, pues, la gran caja escénica queda reducida al marco de la ventana. El lento movimiento de cámara desde el picado de la plaza hasta el alzado de la casa se soporta una vez, pero cuando la artimaña se repite en los sucesivos actos, por previsible, genera cierto hastío. El efecto Google Earth ya no es nuevo y ha sido utilizado anteriormente con mucha más solvencia en otros montajes, igual o más complejos: La Fura dels Baus en la tetralogía de Wagner de 2007 o en El maestro y Margarita de Complicité de 2011.
Y, si el terror de bosques, truenos y relámpagos, se ha sustituido por una plaza gris y una farola, y la casa de los Macbeth, como escenario del crimen, ha quedado reducida a un anodino comedor donde los personajes son pantomimas de un teatrito… la función ya no hay quien la levante. Por mucho que sus intérpretes principales, el griego Dimitris Tiliakos y la lituana Violeta Urmana, defiendan sus personajes con garra, Tcherniakov les pone demasiados obstáculos.
¿Dónde está ese poder tan goloso que se quiere usurpar de un rey Duncan caricaturizado de tal manera que no despierta simpatía alguna? ¿Por qué Lady Macbeth parece una simple ama de casa que da la impresión de aspirar a ser la presidenta de la comunidad de vecinos? Macbeth es pura víscera, la oscuridad de un bosque maldito, el suplicio de no encontrar la redención.
Los directores de escena han encontrado en el género operístico un dulce demasiado apetecible: mejores presupuestos que una producción teatral al uso, un escaparate con mayor proyección, un circuito atractivo y cierta necesidad de polémica para atraer a la gente.
Un cóctel explosivo. No nos olvidemos quiénes son, al final, los protagonistas: el compositor y los intérpretes. Sería preferible que los directores que dan la vuelta a la obra de tal modo que ya no se reconoce (con tanta reubicación ya ni nos acordamos de cuáles son los escenarios originales, pues se insiste en llevarlo todo a la Rusia soviética, la Alemania nazi o la Italia mussoliniana) escribieran una propia y dieran rienda suelta a su imaginación.
Causa estupor que Tcherniakov, en su texto de presentación del programa de mano, admita que Macbeth era para él una ópera «sin auténtica seriedad y profundidad… algo simplista, lineal y de ‘molido grosero’». No estaría mal que se contratara a artistas que partieran de una mínima simpatía por la obra en cuestión, no que se les pague para que encuentren un clavo ardiendo donde agarrarse.
En cuanto a Tcherniakov, aún tiene una nueva oportunidad este próximo abril en el mismo escenario.
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