Chaïm Soutine. Fuente: Musée de l'Orangerie
El testigo de algunos artistas no se recoge hasta un tiempo después de su muerte. No es que Chaïm Soutine (Smilavichi, 1893-1943) fuera un pintor incomprendido, pero sí que se le colgó enseguida la etiqueta de “maldito”.
Encajaba demasiado bien con la idea romántica de autor cuyos orígenes -una familia de un shtetl judío que desaprobaba hasta la violencia física su vocación- proyectaban una sombra alargada sobre su obra, pintada con urgencia, instinto, tormento y violencia.
Fuente: Musée de l'Orangerie
Por su estilo le llovieron críticas, como las que decían que “embadurnaba la tela como si fuera un borracho” o que “atacaba las cosas como un hombre enloquecido por el hambre”. Puede que en parte fuera así.
Murió en el quirófano cuando las úlceras causadas por las privaciones en el shtetl y su primera época en París le perforaron el estómago. La enfermedad crónica se agravó por su condición de judío en la Francia ocupada.
¿Puede todo eso justificar que pintara naturalezas muertas de alimentos que no podía comer, bosques que fueron el refugio cuando huía de niño para estar solo o individuos desconocidos cuyas personalidades quedaban desdibujadas por sus uniformes?
Soutine había emprendido una huida hacia delante. No intentó acercarse al mundo de su infancia por el espejo retrovisor del arte, recurriendo al folclore judío, como Chagall, sino que tuvo que construir un orden nuevo. Pero siempre queda un poso.
“De niño vi a un carnicero cortar la garganta de una oca. Quise gritar, pero su mirada alegre me cerró el grito dentro de la garganta. Ese grito siempre lo he sentido ahí… ¡siempre he intentado deshacerme de él! Cuando pinté el buey desollado todavía era un intento de liberar ese grito”, comentó a un periodista.
La exposición en los jardines de las Tullerías está organizada según los temas recurrentes de Soutine. Pero el conjunto de contenidos del museo suman una interesante experiencia para el visitante.
Primero, porque en la planta baja, donde se encuentra la exposición temporal, las telas de Soutine están arropadas por la colección de óleos de Picasso, Matisse, Monet o Modigliani, autores emblemáticos de aquel París.
Y segundo, porque antes se puede contemplar la serie de paneles panorámicos de Claude Monet, los reflejos acuáticos conocidos como Les Nympheas, dispuestos según dos salas ovales bañadas por una tenue luz cenital que conforman una sala de reflexión, donde se suceden las cuatro estaciones del año.
Pasar de los paisajes sosegados de Giverny a la explosión del Midi francés pintado por Soutine nos da un ejemplo de dos visiones diferentes de la experiencia del paisaje en dos artistas contemporáneos entre sí.
Soutine, sin embargo, no busca romper con nada. Bebe de los clásicos cuyas obras estudia en repetidas visitas al Louvre (el Greco, Rembrandt, Chadin o el bodegón holandés), las asimila, pero no como si se tratara de una solemne historia, sino que las renueva, las rejuvenece…
Sus obras llevan el sello de Soutine, no son copias. De ellas, extrae la pincelada personal, apasionada, con una ferocidad casi ‘gore’. Toma del pasado sólo aquello que refuerza su mirada.
Así se disponen los paisajes sin horizontes, comprimidos, del Midi francés, los animales muertos colgados, los gladiolos de rojos deslumbrantes, los retratos donde se vuelve a poner la atención en la carne de bordes difusos, donde prima la centralidad, la mirada desganada ante el retratista.
Siempre en la búsqueda de una organización formal que queda en suspensión.
“Si un día encuentra su centro de gravedad, corre el riesgo de caer en un punto muerto”, dijo un crítico de la época. Ese estado permanente de equilibrio inestable situó sus obras, a ojos de algunos, al margen de la historia del arte. Pero no por mucho tiempo.
Francis Bacon podría ser el alumno aventajado de Soutine. En una fotografía en blanco y negro de 1952, Bacon, con el torso desnudo, posa sosteniendo en ambas manos un animal desollado.
Si la mano es la bailarina que sigue el ritmo del malestar interior, el pintor inglés, fiel a su “ataque directo al sistema nervioso”, vio en el ruso una voz personal que, dialogando con la tradición, permitía que la pincelada deformara rostros, árboles, conejos.
Y no fue el único. Philip Guston, Milton Resnick, Jean Dubuffet, Richard Diebenkorn, Willem de Kooning, Louise Fishman o incluso Lucien Freud recogen ecos de la obra de un joven callado, cuya pulsión le llevó hasta la capital del arte, pero que en su estómago portaba la huella del hambre y la energía para distorsionar los cuadros, no la realidad, que siempre pintó del natural en cada uno de sus lienzos.
Chaïm Soutine, l’ordre du chaos,
hasta el 21 de enero de 2013
Museo de L’Orangerie, París.
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