Apenas 200 personas viven en este pueblo de mar de Barents que podría cambiar su fisionomía si avanzan los planes de las petroleras. Fuente: Flickr / The Bellona Foundation
"¿Un hotel? ¿Aquí?" Dos orondas babushkas, tocadas con pañoletas y con unos pepinos bajo el brazo, se miran entre ellas con aire escéptico, meneando la cabeza resignadas. Cada noche esperan la llegada del bus de las 10, con la esperanza de que traiga buenas noticias para ellas o para la docena de curiosos que sin falta se reúnen en la enlodada plaza de Teriberka
Un viajero sin techo no es precisamente lo que se esperaban que llegase de la bulliciosa Múrmansk, pero en el fondo está muy bien: Vadim tendrá otro estímulo para restaurar el decrépito edificio del barrio del puerto. "Es el único que todavía cree en ello", comentan a coro. "Desde hace años, hacen promesas para relanzar nuestra pequeña ciudad, pero fíjate bien en qué estado se encuentra".
Esqueletos de barcos se derrumban a flor de agua. Los techos desvencijados escrutan los cielos en busca de auroras árticas, mientras el crujido de las bisagras oxidadas sobresalta a las gaviotas que despachan su cena.
Parece que Teriberka acaba de sobrevivir a un bombardeo, aunque los barcos alemanes levaron anclas de aquí mucho antes de que la II Guerra mundial recogiese su sanguinario tributo. Sobrevive algún búnker, un poco más al oeste, en las inmediaciones de la bahía Západnaya Litsa, pero es aún hoy una zona militar donde extrañas voces se pierden en leyendas contadas una y otra vez.
"Sí, sí, conozco la historia de los submarinos de Reich", dice, riendo entre dientes, un señor apoyado en su nudoso bastón. "Pero ¡aquí no llegaron nunca! Se dice que se resguardaron entre los fiordos de la costa, preparados para atacar a los convoyes ingleses.
En realidad, el enclave secreto de la Base Norte estuvo activo solo unos pocos meses. Los alemanes habían empezado a construir defensas justo después de los acuerdos entre Mólotov y Ribbentrop, pero después estalló la guerra, tomaron Noruega y se trasladaron allí a toda prisa. Aquí los únicos naufragios son los de nuestros pesqueros"
En efecto, la pesca de tiburones y salmón ha visto días mejores en Teriberka, si se piensa en los años dorados entre finales de la guerra y principios de los 60: a pesar de que la explotación pesquera representa la actividad principal para los aproximadamente 200 habitantes que aún viven en esta remota ciudad del mar de Barents, el traslado de la jurisdicción territorial a Severomorsk ha cortado las alas a la economía local.
Fuente: Flickr / The Bellona Foundation
Han desaparecido incluso las grandes explotaciones para la cría de reno, gracias a las facilidades que ofrecen los campos de Lovozero, la "capital" del pueblo Sami: intercalados entre pescaderos desvencijados y fábricas fantasma aún se reconocen algunos de estos recintos de madera, pero ahora protegen solo mechones de líquenes despeinados y algún arbusto de frambuesa ártica. Desde lo alto, una cruz por los marineros desaparecidos en el mar los mira con piedad; es la única que disfruta de los matices púrpura del ocaso y el alba en los gélidos reflejos de la bahía.
"Basta con tener paciencia. Poco a poco la gente está volviendo, con o sin proyecto Shtokman". Valentín no alberga ninguna duda, mientras encala a medianoche el interior de su futuro hotel. Su colega Vadim está por ahí, en algún lado, pero el tiempo pasa. "Por supuesto, nos ha sentado muy mal enterarnos, después de que nos lo asegurasen tantas veces, de que se ha congelado por lo menos dos años más la inversión de más de 30.000 millones de dólares para la creación de plantas y estructuras de apoyo a los yacimientos de gas en alta mar.
Tenían que abrir un hotel en las antiguas escuelas, pero se han topado con problemas legales. Luego afirmaron que lo ubicarían en la antigua casa de cultura, pero el techo podría hundirse. ¡Al diablo, lo hago yo por mi cuenta!"
Mientras Gazprom, Total y Satatoil se afanan pensando en cuánto invertir en un depósito líquido capaz de satisfacer él solo el 2% de las reservas mundiales, la fascinación decadente de Teriberka va conquistando almas vagabundas y veteranos pescadores. Llegan en verano y en invierno, algunos en busca de aislamiento, algunos siguiendo las huellas de los merlanes de brillantes aletas, otros extasiados por las majestuosas migraciones de los cisnes de la tundra.
Escuchando a Valentín, podría parecer que Teriberka está literalmente siento tomada al asalto por turistas radicales, pero por las calles uno oye solamente el repiqueteo de sus propios pasos. Sus conciudadanos lo consideran un personaje un tanto extraño, más aún porque el hotel que se está esforzando por construir tendrá capacidad para más de cien personas. "¡Dadme dos años y veréis cómo tengo razón!"
Con el dinero que ahorró trabajando en Noruega lucha por un sueño que representa quizá la última esperanza para los lugareños. Pero no está solo. Apoyándolo con entusiasmo, aunque en secreto, están también los nativos Sami, a los que el proyecto Shtokman había asegurado asistencia y recursos para revalorizar su cultura tradicional y al final quedó en papel mojado. Por lo menos de momento.
Algunos de sus campamentos distan solo unos pocos kilómetros de esta ciudad, hasta el punto que los misteriosos huéspedes de Valentín pueden llegar hasta allí a pie. De este modo, pueden sumergirse plenamente en la vida nómada de los criadores de renos. Tras el cierre de las fábricas colectivas de la ciudad, muchos de ellos han vuelto a sus antiguas costumbres y son hoy los mejores guías para explorar el duro entorno de la península de Kola.
En Teriberka se arreglan solos sin muchas dificultades: un puente tambaleante separa el centro histórico de la zona de Liudeini, donde los heroicos pescadores no se rinden ante la condena del tiempo y evitan aventurarse demasiado en los remolinos de la bahía. Hace daño, mucho daño ver cómo se oxidan en la penuria los pesqueros que un tiempo desafiaron, orgullosos, los hielos árticos y hoy yacen destartalados. Surgen por todos lados: detrás de un escollo, en la orilla, incluso en la hierba de los prados. Si no fuese por la abundancia de agua, se podría casi sospechar que se está cumpliendo aquí también la amarga maldición de los barcos uzbecos en el lago Aral.
No es casualidad que Teriberka, a cuatro horas de autobús desde Múrmarnsk, sea conocida entre los habitantes del gran puerto ártico con el inquietante apelativo de "cementerio de barcos".
El arco iris de cruces que señala su frontera oriental no ayuda en absoluto a atenuar su siniestra fama. Y aún mirando atentamente en el fango se distinguen huellas desfiguradas que no pueden pertenecer a los ciudadanos, y mucho menos a algún zombie aterido de frío. Llegan desde la tundra y, tras dar vueltas extrañas ante el monumento a los caídos o por las casas de madera derruidas, se dirigen directamente a la parada del bus.
Hachas. Mochilas enormes. Tiendas de campaña plegadas y cañas de pescar. ¡Aquí están los refuerzos de Valentín! Serán unos veinte, quemados por el sol, con los ojos chispeantes por las increíbles montañas de salmones. En el silencio del alba, mientras un cachorro de samoyedo bosteza somnoliento sobre el techo de un Lada, esperan para volver a Múrmansk. Es demasiado temprano para que los descubran las dos incrédulas babushkas. "¡Dadme dos años y veréis cómo tengo razón!"
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