En la Tierra de Francisco José no vive nadie, salvo los osos blancos. Fuente: Bezrukov & Bashnaeva.
La Tierra de Francisco José fue una de las víctimas de la Guerra Fría. Los EE UU y la URSS instalaron durante muchos años bases aéreas en el Ártico y transportaron barriles con combustible y lubricante. En las siete islas del archipiélago hay barriles con 60.000 toneladas de derivados del petróleo, así como gran cantidad de chatarra y desechos.
Los norteamericanos limpian sus islas, y Rusia, las suyas. Alexánder Orlov, jefe de la expedición para la limpieza del Ártico ruso, conoce esta historia no de oídas, pues en tiempos de la Guerra Fría fue un explorador del Ártico.
La tierra de la naturaleza y del ser humano
Primero limpiamos la isla más accesible: la Tierra de Alexandra. Además de gente de Arjánguelsk, aquí llegan camiones, excavadoras y niveladoras de terreno. Para trabajar.
-Es la más anodina de todas las islas –parece disculparse Orlov en nombre de la Tierra de Alexandra.
En la orilla herrumbrosa, hay cisternas panzudas con aberturas redondas y centenares de barriles que se encuentran dispersados por toda la isla. Hay cientos de ellos, miles, hasta donde alcanza la mirada, ya sea enteros, vacíos, aplastados, llenos de aceite, de gasolina, con chorretones negros. La bahía, la parte más sucia de la isla, es húmeda y ventosa. Allí pasan la mayor parte del tiempo nuestros “limpiadores”: conductores rusos, operadores técnicos y obreros uzbekos.
-En la isla no se pueden quemar derivados del petróleo –dice Orlov para explicar por qué tienen que invertir el próximo año en instalaciones caras para la manipulación segura de los desechos de la Tierra Alexandra-. Si los quemáramos, no sólo nos envenenaríamos a nosotros y al Ártico, ¡sino a toda Europa!
-¿Envenenar a Europa es más terrible que a uno mismo?
-Envenenar a Europa no es más terrible… Pero entonces ¿cómo vería nuestro país el mundo?
-¿Considera que no es necesario limpiar el Ártico? –me pregunta, asombrado, Oleg Andréievich-. ¿Qué pasa, no quiere dejar huella en la historia?
Cuando se finalicen las labores de limpieza en Tierra de Francisco José, el archipiélago se transformará en el parque nacional Ártico ruso. Allí trabaja en la actualidad un grupo de ocho científicos capitaneados por la directora adjunta del proyecto, María Gavrilo.
Desarrollan investigaciones para elaborar recomendaciones sobre la zonificación del parque: indicar dónde se puede ir con barco, dónde se puede concentrar a los turistas, dónde la presencia humana causaría un daño irreversible. Los científicos aún no saben hasta qué punto escucharán su diagnóstico.
-Este territorio pertenece a la así llamada zona de las tundras del alto Ártico –explica María y se pone a enumerar las hierbas que crecen en la Tierra de Francisco José, los musgos y los líquenes-. Y cuando por encima de toda esta vegetación pasan las orugas o las ruedas, las plantas no saben qué hacer –concluye María-. Son muy conservadoras. Así que se mueren o bien, aplastadas, yacen en las laderas y no pueden regenerarse.
En los lugares en que se efectúan las labores de limpieza, los camiones y las niveladoras de terreno están matando la tundra para los próximos siglos o milenios. Dicen que no es importante.
La tierra del oso
En la Tierra de Alexandra, el grupo de científicos del Instituto de Problemas de Ecología y Evolución de la Academia de las Ciencias de Rusia lleva a cabo investigaciones únicas sobre el oso blanco con el fin de dilucidar cómo salvarlo de la extinción. En un taburete de la cocina está sentado Serguéi Naidenko, un zoólogo muy culto que se dedica a estudiar los grandes mamíferos. A su derecha, sobre el radiador, el director del parque nacional Ártico ruso ha puesto a secar el cañón de su fusil.
-Efectuamos un seguimiento de la población de oso blanco en estas islas –dice Serguéi-. Es necesario censar a los animales, recoger muestras de sangre, de pelo, ponerles un collar con transmisores satelitales… Y para esto hay que salir a buscarlos.
Serguéi sale en busca de los animales. En el vídeo está grabado cómo transcurrió la operación hace unos días.
-¡Tu p… madre! ¡Yiaaaaaa! ¡Hey! –grita como un indio Alexander Kirillov, director adjunto del parque nacional Ártico ruso, mientras se desplaza a todo prisa en un quad.
-No acertaré. Está muy lejos –dice el zoólogo Naidenko, sentado detrás de Kirillov con un fusil neumático, cargado con una jeringa llena de somnífero. Sobre su cabeza hay una cámara de vídeo. Su objetivo capta un oso blanco huyendo por la tundra. Para que la jeringa alcance al animal y lo adormezca, la distancia entre el tirador y el blanco no debe exceder los cuarenta metros. El oso corre a una velocidad de cuarenta kilómetros por hora.
Un disparo. Acierta. Da la impresión de que la bestia va a desplomarse, sumida en un sueño profundo, pero por alguna razón sigue corriendo. Finalmente, disparan por segunda vez contra el oso, y éste cae al suelo.
-¿Cómo estás, querido? –cuando el animal se adormece, la voz de Naidenko se vuelve suave-. Muuuuy bien. Ahora podemos decir que hemos aprovechado el día.
Los organizadores de las labores de limpieza pidieron cooperación a los zoólogos para perder el miedo al oso blanco. Cuando el animal merodea cerca, los científicos lo adormecen, le ponen un collar y lo trasladan a un lugar seguro. Los limpiadores sueñan con que, en la Tierra Alexandra, no haya ni un solo oso: así podrán trabajar más tranquilos.
Los científicos, en cambio, quieren que haya cuantos más osos mejor: así tendrán ejemplares para desarrollar sus investigaciones. A los científicos les gustaría encontrar a los animales un poco más lejos de sus lugares de trabajo, para así capturarlos sin problema. Los empleados sueñan con que los osos se acerquen más y así poder fotografiarlos.
Tierra para la salvación
Cuando sales a dar una vuelta por la tundra, debajo de tus pies hay musgo que, si lo pisoteas, no crecerá durante décadas. Elástico, suave, es agradable caminar sobre él, incluso con botas de agua. El paisaje es sobrio, pero exótico. En la Tierra Alexandra casi no hay ni olores ni sonidos. Por la noche, Vadim, el director del grupo de filmación, se sienta en el suelo de la cocina y entorna los ojos por el sol polar. Ha tirado dos colillas por la ventana, antes de hacer lo propio con la tercera se queda pensativo.
Por la mañana se dirige a escuchar el sermón del metropolitano Daniil de Arjánguelsk y Jolmogorsk. El metropolitano dice que la Tierra de Francisco José se muere por nuestro egoísmo, porque todo el mundo acude a ella con un propósito. Y luego habla largo y tendido de la falta de espiritualidad que había en la época soviética.
-¡Qué triste, aquí, si se limpia, es para marcar la tierra y sacarle provecho –me dice un ecologista-. A nadie le importa la naturaleza.
-Pero ¿qué naturaleza hay que salvar aquí? –me pregunta un trabajador de la televisión-. Si aquí no crece nada, sólo musgo.
-Los osos se han multiplicado –observa el guarda fronterizo-. ¿No creen que ya es hora de cazarlos?
Alexánder Kirillov, director adjunto del parque nacional Ártico ruso, se pasea por la tundra, metiendo con un movimiento majestuoso las colillas en un paquete de cigarrillos vacío especialmente reservado para ello. Aunque los químicos dicen que las colillas apenas contienen sustancias perjudiciales para la naturaleza, sembrar la tundra de colillas es terriblemente incívico y desagradable. Es como si se escupiera en la naturaleza del Ártico, ¿acaso haríais eso?
Artículo publicado originalmente en Russki Reporter.
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