Teatro Real. Fuente: Javier del Real / Teatro Real.
En una conferencia pronunciada en la Universidad Nacional de Buenos Aires, el filósofo Slavoj Žižek explicó su interpretación sobre la guerra en Irak para subrayar el peligro de las ideas políticas que se revisten de una pátina de misión religiosa. Žižek cita un discurso de Bush, en el que afirmó que la libertad no es un regalo de América a las naciones, sino un regalo de Dios a los hombres: “Percibiéndose los EE UU como el distribuidor privilegiado de esta libertad en el mundo, entonces, los que se oponen a las políticas norteamericanas lo hacen también al regalo más noble que le hizo Dios a la humanidad”. Casi diez años después, Žižek escribe, en el programa de mano de la nueva producción del Teatro Real, sobre la acusación y la sentencia de blasfemia y odio a la religión que pesa sobre las Pussy Riot. La acción de la banda de punk en una catedral ortodoxa, alega, “es el intento de desenmascarar la hipocresía de los que ostentan el poder y su cinismo”, y lo que en verdad constituye una blasfemia es “la acusación en sí misma”. Como se ve, la sombra de Godunov es alargada.
Fuente: Javier del Real / Teatro Real.
Músorgski escribió dos versiones de Borís Godunov: una primera, desestimada por el consejo artístico del teatro Mariinsky, y una segunda, con una evolución del papel del pueblo distinta a la del texto de Pushkin, convertido en la versión musicada en verdadera “fuerza motriz de la historia”, incluida una escena revolucionaria final en Kromi. Por lo visto, existen paralelismos entre la historia del primer zar elegido después de ser regente del hijo de Iván el Terrible, Borís Godunov -cuya legitimidad queda en entredicho por la sospecha de asesinato del zarévich Dmitri-, y las pasadas protestas por las elecciones en diciembre.
Al primero le sobrevino la muerte, y el pueblo, en rebeldía, respondió recibiendo con los brazos abiertos al falso Dmitri, mientras que, en lo acaecido recientemente, se acusa al presidente electo, en su caso, de haber ‘asesinado’ las urnas y ostentado también un poder no legítimo. Con todo, tanto en un tiempo ya remoto como en la actualidad, se mantiene la misma duda razonable: ¿adónde nos llevan las revoluciones? Tal vez, escribe J. M. Coetzee en una carta a Paul Auster reproducida en el programa de mano, las revoluciones son eso: “la libertad de una o dos semanas, el júbilo por su propia fuerza y belleza… antes de que los ancianos canosos tomen de nuevo el poder y la vida reanude su curso normal”. Si nos trasladamos al caso ruso, el ‘curso normal’, ni que sea por higiene democrática, aún no ha conseguido –o podido– vertebrar una oposición fuerte. Parece poco probable la articulación de un ‘Dmitri 2.0’, y la blogosfera, en una vasta geografía como la de Rusia, pierde fuelle cuando hay que dotarla de una forma concreta, un rostro.
La nueva propuesta escénica del Real, basada en la versión completa de 1872, a la cual se ha añadido la escena de la catedral de San Basilio de la versión de 1869, no se ha resistido al impulso de arrojar una mirada transversal sobre la historia de Rusia. Los sistemas de poder, reflejos del ADN de una sociedad, ha sido siempre una fuente de inspiración de textos literarios, como ejemplos tan poderosos como Macbeth o Ricardo III de Shakespeare, o este Borís Godunov de Pushkin. Y, dado que las bambalinas de las esferas políticas continúan emanando los mismos o similares hedores, no parece descabellado hacer un guiño al panorama de la política internacional, en general, y de la rusa, en particular.
No obstante, sobre un escenario no basta con unas correlaciones más o menos acertadas, ni con vestir de traje y corbata a los personajes principales a fin de crear un palimpsesto histórico creíble. Si bien quien firma esta crónica asistió a un pre-ensayo general y, por lo tanto, no pudo ver una función con todas las decisiones definitivas tomadas, sí que pudo percibir que una lectura demasiado horizontal lastra las cuatro horas de función. La dramaturgia de Jan Vandenhouwe y la dirección de escena de Johan Simons intentan abarcar demasiado con simples guiños, y simplifica el puzle ruso en exceso: aparecen las distintas formas de poder (zares, apparátchiks y la democracia putiniana) y un pueblo que “alza la voz”, primero vestido al modo Gulag y luego con pasamontañas a lo Pussy Riot. Con todo, este viaje acelerado no quita que el espectador pueda disfrutar de un resultado interpretativo compacto y de un gran nivel general en las interpretaciones. Escenas de una intimidad sentida contrastadas con un coro enérgico y creíble.
Ambientado en el edificio constructivista Gosprom de Jarkov, símbolo de la modernidad de finales de la década de 1920, sus característicos pasajes elevados de 26 metros de largo que conectan los distintos volúmenes del complejo han servido para situar el tablero del poder (estancias de los hijos del zar, el espacio de coronación…), donde los personajes llegan y desaparecen, efímeros, y el pueblo, masa anónima pero no callada -aquel de quien Vassili Grossman dijo que en mil años de historia aún no había conocido la libertad-, se desplaza por el nivel inferior, sumiso primero, para al final, con la caída de Godunov y la entrada triunfal del falso Dmitri en Moscú, tomar todas las plantas del Gosprom y poner el poder patas arriba.
Edificio Gosprom en Jarkov. Fuente: Flickr.
Como contrapunto a esta transformación del coro –uno de los capítulos más deslumbrantes de la historia de la ópera- encontramos las palabras finales, siempre visionarias y agridulces, del yuródivi (loco santo), interpretadas por el petersburgués Andréi Popov: “Brotad, brotad, lágrimas amargas. ¡Llora, llora, alma creyente! ¡Pronto vendrá el enemigo y caerá la oscuridad! Negra oscuridad tinieblas insondables. ¡Llora, llora, pueblo ruso, pueblo hambriento!”. Porque el libreto no nos explica lo que pasa después y da la razón, en parte, a las palabras de Coetzee: el falso Dmitri, a pesar de los apoyos popular y externo, morirá asesinado un año después de ocupar el trono y le sucederá el príncipe Chuiski (Stefan Margita), iniciándose otro capítulo sangriento de luchas intestinas. La revolución se vio limitada, de nuevo, a una bocanada de libertad para soportar los años siguientes.
Y en el huracán de linajes, religión y lucha entre naciones –aquí la rivalidad de la católica Polonia-Lituania y la ortodoxa Rusia-, el bajo austriaco Günther Gorissböck, en el papel de Godunov, consigue arrastrar el remordimiento de quien se ha visto superado por la ambición hasta la muerte agónica. Excelente Pimen (Dmitri Ulianov), que marca con una expansiva presencia el personaje del cronista, la figura intertextual que debe dar cuenta de la historia, y carismática Marina Mnishek (Julia Gertseva), que sabe dotar a su personaje del aire frívolo de la mujer convertida en objeto para atraer al falso Dmitri.
Escenas de la producción de Borís Godunov del Teatro Mariinsky.
Fuente: Rustem Adagamov (Drugoi)
La batuta de Hartmut Haenchen logra arrancar una marea musical mesurada, detallista, que por sí solo merece la visita al Real. Y es que la partitura de Músorgski consigue que un capítulo histórico se convierta en una tragedia atemporal más allá de las fronteras rusas: a algunos nos parece que estos poderes de legitimidad dudosa, ayer tocados con relucientes coronas de oro y diamantes, se esconden hoy detrás de rescates de dudoso carácter democrático y sensibilidad social, en lobbies de alargados tentáculos o en sistemas que simplemente han cambiado de traje pero no de manual.
-Próximas sesiones en el Teatro Real de Madrid: 3, 5, 8, 11, 13, 16 y 18 de octubre.
-La ópera será retransmitida en directo en España, por Radio Clásica, el día 13 de octubre, y en diferido para Europa, Estados Unidos y Japón, a través de la UER.
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