Aquí no hay conflictos, eso sólo pasa en las ciudades. Fuente: Archivo personal
Amanece. El aire húmedo está impregnado del aroma de las mimosas y las ciruelas maduras. Abajo, en las laderas, flotan las nubes blanquecinas, envolviendo las pequeñas isbas solitarias, los molinos de madera y los caballos soñolientos. Entre olas brumosas se ahoga el monasterio ortodoxo Sviato-Mijailo-Afonski; un hombre barbudo, vestido con una sotana negra, coloca junto a la pared cajas de pan fresco. Los bosques rezuman sonidos: entre la maleza de los abetos vagan las vacas.
Los habitantes de la pequeña república montañosa de Adigueya, situada en el sur de Rusia, nunca cierran las puertas. “Tómatelo con calma, llegarás a tiempo a todo y, si no llegas, entonces es que no era necesario”, es una frase que a menudo se oye en los aúles del Cáucaso y en los poblados perdidos en medio de las cadenas montañosas.
El caballo asciende por la montaña, a la meseta de Lago-Naki, adelantando por el camino a los todoterrenos atascados en el barro y a los ciclistas, que avanzan lentamente por la arcilla de un marrón rojizo. El mozo de cuadra, Seriozha, en camisa de cuadros y con sandalias y calcetines de lana, chasquea con fuerza la lengua, azota al caballo en la grupa con una ramita de arce. Vienen a nuestro encuentro dos circasianos con gorros de lana rizada, y Seriozha asiente a modo de saludo.
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En la capital de Adigueya, Maikop, viven 167.000 personas, es el punto más poblado de la república. Los otros 283.000 residen en las capitales de distrito y en los caseríos. Hay un total de 80 nacionalidades. Ahora, la población autóctona, los adigueses, habita en los aúles aislados de las llanuras del norte o en las regiones montañosas pobladas por una palpitante amalgama multinacional, conformada por rusos, circasianos, griegos, gitanos, armenios y kurdos, una gran variedad de mentalidades, religiones y tradiciones.
“Aquí no hay conflictos, eso sólo pasa en las ciudades”, observa Seriozha, mirando pensativamente a las montañas que se extienden a lo lejos, “nosotros vivimos dispersos en caseríos y aquí a nadie le importa a qué Dios reza cada cual. Junto a la meseta se levanta el pueblo de Temnolesskaia: allí viven los viejos creyentes. Llevan faldas largas y un pañuelo anudado en la cabeza… Son ellos quienes han colocado la cruz en la montaña. Protege todo nuestro valle: tanto a los cristianos como a los musulmanes y a los bautistas”.
“La iniciativa casi siempre procede de los habitantes locales”, explica el Jefe del Departamento de turismo de la región de Maikop, Serguéi Shubin. “Todos los lugareños conocen las mejores rutas, la localización de los poblados, los nombres de las montañas y de los sitios peligrosos. A finales de la década de 1990, la gente, poco a poco y por iniciativa propia, empezó a organizar casas de huéspedes y pequeñas compañías de turismo deportivo. Hay muchos negocios familiares. Pero trazar nuevas líneas y garantizar la seguridad en todas las partes de la ruta es un problema demasiado grande para un particular: en primer lugar, por el coste económico. Las autoridades de la República deben proporcionar la infraestructura, todo lo demás ya está”.
El caballo marcha hacia la montaña, a lo largo de un claro que lleva el extraño nombre de 'Frente de Lenin, atravesando el terreno poblado de diversas hierbas y arrancando con los dientes flores violetas y bardanas del tamaño de una pelota de tenis. A 2.000 metros sobre el nivel del mar hay una visibilidad bastante buena para contemplar las estrellas. En los claros, a la espera de la noche, se quedan inmóviles los telescopios en sus fundas, y los astrónomos de Maikop extienden los mapas de la Vía Láctea en las tiendas de campaña.
El clima en las montañas cambia cada media hora, y las pendientes aprietan las nubes de plomo. Al anochecer, es probable que el cielo se despeje de nuevo.
Cuando la lluvia empapa los senderos turísticos, una alternativa digna al transporte en caballo es el GAZ-66, un todopoderoso camión que en Rusia sirve a menudo para el transporte de soldados y, en los tiempos soviéticos, hacía lo propio con patatas y estudiantes.
Ruslán se licenció en la Facultad de Matemáticas de la Universidad de Maikop. No pudo encontrar un empleo acorde a sus estudios y montó una de las primeras compañías turísticas en Jadzhoj. Ahora en ella trabajan siete instructores profesionales, uno de los cuales es su hermana Siuzanna, de catorce años. Las comidas para los turistas las prepara la madre de Ruslán y el padre se ocupa de conducirlos a las montañas con el GAZ-66.
“Cuando empezamos, todo era muy complicado”, cuenta Ruslán, “desconocíamos las normas, cómo organizar los itinerarios, garantizar la seguridad. Pero hubo demanda, así que surgieron también propuestas”. Ruslán viste un traje de neopreno y da la impresión de que nunca se lo quite. Fue uno de los primeros en aplicar la experiencia de los operadores turísticos internacionales en la realización de actividades de “barranquismo”, viajes por el río de montaña en los que se emplean diversas técnicas para superar el relieve rocoso.
En la República abundan los ríos de montaña, así como manantiales, fuentes, arroyos y lagos. En la era Mesozoica, Adigueya se encontraba en el fondo del mar prehistórico Tetis, que separaba dos continentes: el Laurasia y el Gondwana. Como resultado del desplazamiento de las placas tectónicas, el agua se retiró y dejó al descubierto el fondo: en el territorio de la República no es difícil encontrar antiguos fósiles marinos y conchas de moluscos prehistóricos. Y los adigueses, con su amor infinito por el agua, siguen siendo marineros, pero sin mar.
A Adigueya se trasladan pocas personas y son también pocas las que abandonan su lugar natal. La República parece un extraño mundo paralelo donde desde hace varios meses la noticia principal “no es Siria, Pussy Riot o las Olimpiadas, sino el enturbiamiento a causa de los aludes del río Bélaya, por lo general transparente como una lágrima”. Aquí, todas las religiones se fusionan en una particular, la adiguesa, en la que conviven la fiesta musulmana del Bairam (final del ayuno) y la de la Pascua, mientras que las cruces de los viejos creyentes se levantan en las pendientes rocosas y las iglesias bautistas apuntalan los desfiladeros.
Atardece. En un momento el sol que se ha asomado se oculta en algún lugar detrás de las montañas y en el aire flota el olor de las manzanas y de las frutas del ‘kyzyl’ (cornejo macho). En el manzanal los triángulos de las tiendas de campaña se apiñan alrededor de la hoguera. Los estudiantes de arqueología vienen aquí durante todo el año para estudiar los monumentos de piedra más antiguos de la historia: los dólmenes que abundan en la tierra de Adigueya.
El dolmen Jadzhoj 1 se encuentra justamente aquí, en el linde del manzanal, en una pequeña colina, rodeada de árboles estrafalarios y fascinantes. De nuevo cae un aguacero, pero el arqueólogo y presidente de la sección local de la Sociedad geográfica de Rusia, Ígor Ogay, sin prestar atención a los relámpagos, las hojas que revolotean, el viento cada vez más airado que parecen presagiar un apocalipsis natural, bordea con parsimonia esta casita de piedra, explicando su estructura y también su función, la cual no está demasiado clara, escogiendo variantes: desde una construcción funeraria hasta un templo o una señal de camino.
En Jadzhoj estudia los monumentos de la época megalítica y hace de guía en las excursiones a las exposiciones privadas que se ofrecen en Kamennomostski: dos habitaciones pequeñas en las que, como en la despensa de la abuela, se conserva todo lo que los arqueólogos lograron encontrar y restaurar en la región de Maikop.
“El casco de un soldado fascista de mediados del siglo XX, este otro es soviético y el de allí de la guerra circasiana del siglo XVII. Lanzas, ‘lapti’ (zuecos de corteza de tilo), adornos para las trenzas, amuletos de hueso. Si adivináis qué hay detrás de esta piedra os regalo un imán… No es correcto, es una amatista… Aguánteme los imanes y el libro de poemas…”. Ígor vuelca sobre los oyentes un flujo interminable de información. Trajina entre los fósiles antiguos expuestos en el suelo, una colección de especies adiguesas y de animales disecados, como uros y jabalíes, cuyos ojos de cristal sobresalen con aire amenazante. En el casco alemán ronronea un gatito gris de pelaje atigrado.
“Vienen a ver nuestros dólmenes de todas partes del mundonorteamericanos, franceses, italianos, alemanes. Milagrosamente, nuestros monumentos de 5.000 años se han conservado en un estado excelente. Dentro de poco queremos construir un parque megalítico: unir todos nuestros monumentos antiguos en una única ruta y crear la infraestructura para ello: habrá más visitantes, lo cual supondrá disponer de medios para llevar a cabo excavaciones arqueológicas y preservar los dólmenes. Cuidamos de los monumentos con nuestros recursos, pero está lejos de ser suficiente…”.
La noche es fragante. Una cuna de madera circasiana, crujiendo suavemente, se balancea junto a la puerta abierta. Varios siglos atrás, los circasianos la utilizaban para sujetar a los niños con pequeñas correas y evitar que se cayeran. Bromean diciendo que deberían haberles concedido el Premio Nobel por inventar los cinturones de seguridad.
Hace muy poco se celebró el Bairam y ahora todo ha vuelto a la normalidad. El ‘jodzha’ (título honorable), un circasiano rico de Guzeripl, construyó junto a la casa una mezquita, una sinagoga y una iglesia ortodoxa. Por la noche los faroles emiten destellos tenues, ahogando el canto de las cigarras. El ‘jodzha’, con el ceño fruncido, permanece sentado a orillas del río Bélaya de cuyas aguas turbias salta una trucha entera. El hombre sólo sueña en el agua, transparente como una lágrima, que corre por la desembocadura cerca de la casa.
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