Dmitri Shostakóvich. Fuente: Oleg Makarov/ RIA Novosti
La música de Richard Wagner, el compositor favorito del Führer, inspiró la oleada alemana de ataques. Wagner fue el ídolo del fascismo. Su música majestuosa y lúgubre iba en consonancia con las ideas de revancha y de culto a la raza y a la fuerza que imperaban en la sociedad alemana de aquellos años.
Las monumentales óperas de Wagner, el entusiasmo de sus obras titánicas (Tristán e Isolda, El anillo del Nibelungo, El oro del Rin, La Valquiria, Sigfrido, El ocaso de los dioses), glorificaban el universo del mito germánico. Wagner se convirtió en la fanfarria solemne del Tercer Reich, el que en pocos años sometería a las naciones de Europa y avanzaría hacia el Este.
Shostakóvich comprendió todo esto y, siguiendo la clave de la música de Wagner, interpretó la invasión alemana de la URSS como una marcha triunfal y funesta de los teutones. Este sentimiento lo encarnó a la perfección en el tema musical de la invasión que recorre toda su sinfonía Leningrado.
Como respuesta a la invasión, Shostakóvich eligió el tema de la Patria, del lirismo eslavo, un tema que, al estallar, ocasiona una ola de tal fuerza que anula, arrolla y rechaza la ola wagneriana.
Poco después de su primera interpretación, la Sinfonía n.º 7 alcanzó una gran repercusión mundial. El triunfo era universal, el campo de batalla musical también se encontraba más allá de las fronteras de Rusia. La genial obra de Shostakóvich, junto con la canción Guerra santa, se convirtió en el símbolo de la contienda y de la victoria.
La mañana del 14 de septiembre de 1941, Dmitri Shostakóvich habló en la radio de Leningrado:
“Hace una hora terminé la partitura de dos partes de una gran composición sinfónica. Si consigo escribir bien esta composición, si consigo terminar la tercera y la cuarta parte, entonces se podrá llamar a esta composición la Sinfonía n.º 7. ¿Y para qué os informo? Para que los que me están oyendo sepan en este momento que la vida en nuestra ciudad transcurre con normalidad. Ahora todos montamos nuestra particular guardia bélica. ¡Músicos soviéticos, mis queridos y numerosos compañeros de armas, mis amigos! Recordad que nuestro arte corre un gran peligro. Defendamos nuestra música, trabajemos con honradez y abnegación”.
Las tres primeras partes de la sinfonía fueron escritas en casa de Benuá en la avenida Kamennoostróvski. Shostakóvich terminó de trabajar en ella en agosto de 1941, y el 8 de septiembre empezó el sitio a la ciudad.
“Contemplaba con dolor y orgullo mi querida ciudad: estaba en pie, rodeada de llamas, fortaleciéndose en los combates.
Había experimentado un enorme sufrimiento como combatiente y se mantenía aún más bonita con toda su grandeza. ¿Cómo no querer a esa ciudad levantada por Pedro, cómo no revelarle a todo el mundo la gloria, el valor de sus defensores...? Mi arma era la música”, escribiría posteriormente el compositor.
En mayo de 1942 se llevó la partitura en avión a la ciudad sitiada. Entonces, en la Filarmónica de Leningrado se ofreció un concierto en el que la Sinfonía n.º 7 fue interpretada por la Gran Orquesta Sinfónica del Comité de la Radio bajo la dirección de Karl Eliásberg. Algunos de los músicos de la orquesta habían muerto de hambre y fueron reemplazados por músicos traídos desde el frente.
El concierto del Sitio de Leningrado se convirtió en un símbolo original de la resistencia de la ciudad y de sus habitantes, mientras que la música animaba a todo el que la oía. Esto es lo que escribió la poeta Olga Berggólts sobre una de las primeras ejecuciones de la obra de Shostakóvich:
“El 29 de marzo de 1942 la orquesta unificada del teatro Bolshói y del Radiocomitéde la URSS interpretó la Sinfonía n.º 7 que el compositor dedicó a Leningrado.
A la Sala de Columnas de la Casa de los Soviets llegaron famosos pilotos y escritores de todo el país. Había muchos combatientes del frente que habían ido unos pocos días a Moscú por asuntos de servicio, para dirigirse después al campo de batalla.
Los primeros sones de la Sinfonía n.º 7 son puros y agradables. Los sigues con avidez y asombro: así vivimos una vez, antes de la guerra, qué felices éramos, éramos libres, cuánto espacio y quietud había a nuestro alrededor. Quieres oír una y otra vez esta música de paz, sabia y dulzona. Pero inesperadamente, muy despacio, se abre paso un rechino seco, un redoble seco de tambor: el susurro de un tambor. Es todavía un susurro, pero cada vez más insistente, más importuno. Los instrumentos de la orquesta empiezan a llamarse con una frase musical corta –triste, monótona y que al mismo tiempo invita a la alegría–. El redoble seco del tambor es más fuerte. La guerra. Los tambores ya retumban. Una frase musical corta, monótona e inquietante se apodera de toda la orquesta y se vuelve terrible. La música se enfurece tanto que cuesta respirar. Es imposible esconderse de ella…
Es el enemigo cayendo sobre Leningrado. Está amenazado de muerte, las trompetas braman y silban. ¿La muerte? ¿Y qué? No tenemos miedo, no vamos a retroceder, no nos entregaremos al enemigo. La música se enfurece, rabiosa… Camaradas, somos nosotros, son los días de septiembre en Leningrado, llenos de ira y llamamientos. La orquesta truena furiosa, con la misma frase monótona suenan las fanfarrias e impetuosas llevan el alma al encuentro del combate mortal…
Y cuando ya no se puede respirar por culpa del estruendo y el rugido de la orquesta, de pronto todo se interrumpe y el tema de la guerra se convierte en un réquiem majestuoso. Tapando a la orquesta enfurecida, un fagot solitario eleva hacia las alturas su voz grave, trágica. Y después canta solo, solo en el silencio que se ha hecho…
“No sé cómo caracterizar esta música –dice el autor–, quizá estén en ella las lágrimas de una madre, incluso ese sentimiento, cuando la aflicción es tan enorme, de que ya no quedan lágrimas.”
Pero aun habiendo matado las lágrimas que alivian el alma, la pena no ha matado la vida que hay en nosotros. Y la Sinfonía n.º 7 habla de eso.
La segunda parte y la tercera, escritas también en Leningrado, son una música transparente, alegre, llena de exaltación a la vida y de admiración por la naturaleza.
Y es comprensible que la tercera parte se funda con la cuarta. En esta parte el tema de la guerra, repetido con emoción y provocación, se transforma audazmente en el tema de la futura victoria, y la música vuelve a enfurecerse en libertad, y con increíble fuerza la alcanza un júbilo solemne, temible, casi cruel, que sacude físicamente las bóvedas del edificio.
Estamos preparados para todos los sufrimientos que aún nos aguardan, preparados en nombre del triunfo de la vida. Este triunfo lo atestigua La sinfonía de Leningrado, una composición de resonancia mundial creada en nuestra ciudad sitiada, hambrienta, privada de luz y de calor, en una ciudad que está luchando por la felicidad y la libertad de toda la humanidad.
Y el pueblo, que había venido a oír La sinfonía de Leningrado, se puso en pie y en pie aplaudió al compositor, hijo y defensor de Leningrado. Y yo lo miraba a él, pequeño, frágil, con gafas grandes, y pensaba: “Este hombre es más fuerte que Hitler”.
Artículo original publicado en RIA.
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