Eurasianismo: ¿Enfermedad o cura?

Pavel Zarifullin, director del Centro Lev Gumilev.

Pavel Zarifullin, director del Centro Lev Gumilev.

Durante su investidura como Presidente, Vladímir Putin aseguró que “Rusia debe ser líder y centro de atracción del continente eurasiático”. Asimismo, durante los últimos años Rusia ha encabezado un proyecto que pretender crear una unión económica Eurasiática… ¿Pero cuál es ese continente y de dónde vienen esas ideas?

El eurasianismo como una corriente intelectual surgió en los años 20 del pasado siglo entre los intelectuales rusos emigrados tras la revolución bolchevique. Su iniciador fue el príncipe Nikolái Trubetskoi, catedrático de Filología Eslava en la Universidad de Viena y seguidor de las ideas paneslavistas de Nikolái Danilievski.

La Revolución Rusa contribuyó al auge del eurasianismo, y las ideas euroasiáticas nacieron como reacción a la exclusión de Rusia del concierto de las potencias continentales. No obstante, también es cierto que fue entonces cuando por primera vez en el pensamiento ruso reclamó su herencia asiática y aportó una vía de desarrollo apartada de los caminos habituales del pensamiento europeo.

Según explica el profesor de historia política de la universidad estatal de San Petersburgo, Alexánder Semionov, “el eurasianismo es un fenómeno relacionado con la Segunda Guerra Mundial, el colapso de los imperios, las migraciones por causas políticas. Es fácil interpretar esta ideología como antieuropea, y en parte lo fue, pero para mí, lo más importante de este movimiento es la crítica a la idea de progreso, el universalismo cultural y la democracia liberal. En este sentido, los primeros eurasianistas eran tan anti-europeos como Karl Marx o Pierre Proudhon”.

Leonid Savin, redactor jefe de la revista 'Geopolítica' y mano derecha de Alexánder Dugin, se muestra en desacuerdo con esta afirmación. En declaraciones a Rusia Hoy, Savin asegura que “las primeras ideas eurasiáticas no eran antieuropeas, sino que hablaban de Rusia y Eurasia como un mundo original, que no es ni Europa ni Asia. Lo único antieuropeo que tenía era la crítica a la cultura romano-germana”, y añade “la tradición antieuropea en Rusia está más ligada a los eslavófilos”.

También Pavel Zarifullin, director del Centro Lev Gumilev ha comentado este supuesto para Rusia Hoy: “yo sí creo que los primeros eurasianistas eran antieuropeos, aunque lo paradójico es que todos ellos vivían en Europa, en Praga, en París, en Viena, y recibían financiación de filántropos británicos”. Zarifullin destaca, además, que los eurasianistas adelantaron las ideas post-modernas, por sus críticas al colonialismo y a la supuesta superioridad cultural europea. El director del Centro Lev Gumilev incluso habla de ‘estructuralismo eurasiático’, ya que la mayoría de los primeros eurasianistas eran lingüistas y seguidores de Levi-Strauss, y nos presenta a los pioneros eurasianistas como “los primeros antiglobalización”.

Por lo tanto, el eurasianismo apareció en un grupo de jóvenes intelectuales desterrados como consecuencia del cataclismo revolucionario. Así, promulgaron que Rusia no pertenecía ni a Europa ni a Asia, sino que se trataba de una unidad geográfica, histórica y cultural aparte: Eurasia. El territorio euroasiático -afirmaban- estuvo siempre unido, ya fuera bajo el poder de los jázaros, de los mongoles o de los rusos, y tal unión se explicaba por sólidas razones económicas, culturales, geográficas y políticas. Según estos intelectuales, la única vía para preservar la independencia política y alcanzar el bienestar económico era apartarse del modelo económico de las agraciadas naciones marítimas y reorganizar el gran espacio euroasiático en un enorme mercado interno (política desarrollada curiosamente por los bolcheviques).

La magnitud de ese espacio imponía asimismo otras normas de comportamiento político: el Estado debía ser más fuerte, más articulado y más centralizado que en el oeste europeo, respetando a su vez, las prácticas y tradiciones de los pueblos de Eurasia. En este sentido, los eurasiáticos argumentaban la necesidad de establecer en Rusia un Estado basado en su herencia bizantina y mongola, descartando el modelo romano-germánico.

“Los eurasianistas fueron pioneros en la crítica del euro-centrismo y la defensa del pluralismo de culturas. No obstante, dentro de la corriente hubo quien derivó en postulados fascistas y otros que optaron por la autarquía económica y el aislamiento cultural”, confirma el profesor Semionov para Rusia Hoy.

En los 90, el colapso de la URSS y la pérdida de territorio conllevó para Rusia la necesidad de construir su propia identidad y reencontrar una comunidad nacional. En este sentido, la desaparición de la Unión Soviética no significó solamente una pérdida cuantitativa, como territorio, recursos y población, sino también una pérdida de la identidad imperial. Tanto las fronteras políticas, históricas, culturales y étnicas, como los mapas mentales de los rusos se volvieron incoherentes. La desintegración de todo lo que los rusos se habían acostumbrado a lo largo de los siglos a considerar como la única realidad posible generó el proceso de transformación de su identidad histórica.

Para Dmitri Trenin, los cambios en las fronteras de Rusia provocados por la caída de la URSS son de naturaleza cualitativa y tienen más que ver con un largo proceso de autodeterminación que con una consecución de errores. “La Rusia post-imperial afronta diferentes desafíos a lo largo de todos sus márgenes, los métodos y las respuestas escogidas determinarán su identidad internacional”, sostiene el analista del Carnegie Centre de Moscú.

El nacionalismo ruso renació durante esta época, bebiendo al mismo tiempo del entendimiento de Rusia que tenía la elite (autocracia e imperio) y del sentimiento popular (territorio, ortodoxia y lengua eslava). Los principales personajes que intentaron definir una nueva identidad rusa fueron Yevgueni Primakov y Guennadi Ziugánov por un lado, y Alexánder Dugin y Dmitri Trenin por el otro. Primakov, quien asumió la cartera de exteriores en 1996 y el cargo de Primer Ministro en 1998, viró la política 'atlantista' e 'idealista' del gobierno Yeltsin y acabó con la alternativa 'autárquica' que promulgaba el líder del Partido Comunista Guennadi Ziugánov.

Sus políticas fueron conocidas como “Doctrina Primakov” y tuvo como principales objetivos promover el multilateralismo -mejorando las relaciones de forma sustancial con potencias regionales como China, India, Irán o Turquía-, y recuperar la influencia rusa en las antiguas repúblicas soviéticas, tanto a nivel bilateral como reforzando los organismos regionales. Primakov fue un firme opositor a la expansión de la OTAN y criticó abiertamente la actuación de la fuerza atlántica en la guerra de Yugoslavia.

Sin embargo los que más recorrido han tenido en estos años son Alexánder Dugin y Dmitri Trenin; el primero con sus teorías expansionistas eurasiáticas y el segundo con sus fundamentos liberales. En su libro (de mil páginas) The Essentials of geopolitics. Thinking spatially Dugin sentó las bases del eurasianismo moderno. Para Dugin (al igual que para Brzezinski y Mackinder), el centro del mundo es Eurasia y quien controle el corazón de Eurasia controlará el mundo.

Dugin ve a Rusia como un Imperio, un gran Estado multiétnico y multi-religioso que coopera con sus ‘imperios’ vecinos: Alemania, Irán y Japón. Para Dugin, la cooperación con estos tres imperios permitirá a Rusia neutralizar las excesivas ambiciones de China y EE UU –a los eurasianistas le preocupa sobremanera la presencia de estos dos países en Asia Central.

Para consolidar su proyecto eurasiático, Dugin reconoce como crucial la integración de los pueblos 'hermanos de Rusia en una confederación; en este sentido, Dugin ha sido uno de los críticos más feroces contra las 'revoluciones de colores' en el espacio post-soviético y contra países como Polonia y Ucrania, que define como Estados tapón de EE UU para evitar la cooperación entre Rusia y Alemania.

A lo largo de los muchos trabajos que ha publicado en los últimos años, Dugin denuncia “las imposiciones de modelos económicos y culturales de EE UU” y argumenta que Rusia no requiere una 'democracia y Estado romano-germánico', abogando por confederaciones (imperios) regionales con un poder fuerte pero que respeten los pueblos que la integran; en el caso de Eurasia el líder, por supuesto, sería Rusia.

Al otro lado ideológico se encuentra Dmitri Trenin. En su libro The End of Eurasia, el analista del Carnegie Centre reconoce la irremediable pérdida de poder de Rusia y aboga por la adopción de las normas occidentales: “Un país europeo en Europa y en Asia no es lo mismo que un país eurasiático. El eurasianismo es un callejón sin salida: una aspiración pretenciosa y una innecesaria barrera entre Europa y Rusia, sin hacer nada, además, por reforzar la posición de Rusia en Asia”.

Según Trenin, la nueva Federación Rusa no será capaz de escapar del viejo modelo político sin poner en peligro su integridad territorial. En un Estado post-imperial como Rusia, las fronteras -el espacio geográfico-, están íntimamente ligadas con la naturaleza política del régimen, con su estructura como Estado y con su estrategia en las relaciones internacionales.

“La política rusa contemporánea es ecléctica en sus fundamentos ideológicos. A veces, el término ‘eurasianismo’ se utiliza como etiqueta que vale para todo en el espacio post-soviético. Así, las ideas eurasiáticas son utilizadas para fines muy diversos: algunos las toman como plataforma para un nuevo nacionalismo ruso, para justificar políticas de exclusión en este país multiétnico, para criticar la inmigración y el diálogo entre culturas. Otros toman el eurasianismo como una base para la integración, para limar diferencias y mejorar las relaciones entre la Federación Rusa y los países de la antigua URSS. Pero estos son minoría”, concluye el profesor Semyonov.

El nuevo eurasianismo mezcla postulados ‘gumilianos’ y eslavófilos con imperialismo y bolchevismo, dando como consecuencia una paradójica defensa del nacionalismo ruso al mismo tiempo que de la defensa de los pueblos.

“Salud y prosperidad, un Estado fuerte y eficiencia económica, un ejército fuerte y el desarrollo de la producción deben de ser los instrumentos para alcanzar grandes ideales. Rusia-Eurasia, por ser la expresión de estepas y bosques de dimensión imperial y continental, requiere sus propias pautas de liderazgo. Esto significa: ética de responsabilidad colectiva, autocontrol, ayuda recíproca, ascetismo, ambición y tenacidad. Sólo estas cualidades permitirán mantener el control sobre las amplias e inhabitadas tierras de Eurasia. La clase gobernante de Eurasia fue formada sobre una base de colectivismo, ascetismo, virtudes guerreras y rígida jerarquía”, escribe Dugin, quien añade: “La democracia occidental no representa un estándar universal. Imitar la democracia liberal europea es un sin sentido imposible y peligroso para Rusia-Eurasia”.

“Hoy los nuevos eurasiáticos observamos con sorpresa cómo nuestras ideas también se introducen en Occidente, convirtiéndose una corriente mayoritaria. La concepción eurasiática, estructuralista y anticolonial, se ha popularizado y es incluso reconocible en películas como ‘Avatar’ o el ‘Apocalipsis’ de Gibson”, asegura Zarifullin, quien concluye que las palabras de Putin no son casualidad, ni una mera estrategia económica, sino “el renacimiento de una civilización” a través de “una unión y una ideología”.

En twitter: @fm_fronteraazul

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