El día de la victoria

Desfile del Día de la Victoria en la Plaza Roja de Moscú. Fuente: Itar Tass

Desfile del Día de la Victoria en la Plaza Roja de Moscú. Fuente: Itar Tass

La guerra es caótica, como también son los recuerdos de un niño que un día de 1937 salió de un pequeño pueblo de Asturias, Pintueles, huyendo de la guerra española para embarcar junto a otros niños rumbo a la Unión Soviética. Llegamos a Leningrado, la ciudad donde viviríamos el comienzo del cerco del ejército nazi. Durante los primeros días ayudamos a construir muros de contención, mientras las chicas echaban una mano en los hospitales. En Leningrado anidó el terror. El cielo era una nube densa de aviones alemanes. En el invierno de 1941 consiguieron sacarnos de la ciudad sitiada. Nos subieron a los vagones que transportaban ganado, los mismos que conducían a los presos políticos a los gulags. Nuestro viaje duró casi un mes, por una estepa blanca e infinita, donde el cielo se confundía con la tierra blanca. Y siempre de fondo, el rugido de la muerte y de las bombas.

A los niños españoles de la casa de acogida número 8, nos trasladaron a la pequeña ciudad de Miass, situada en los Urales del sur. Recuerdo un invierno cruel con temperaturas de -45 grados. En Miass intentábamos seguir con nuestras clases, pero los chicos comenzamos a prepararnos para la guerra. Teníamos instrucción militar, prácticas de tiro con los kalasníkov y prácticas de ataque a bayoneta. Nos arrastrábamos por el fango y la nieve. Recuerdo el hambre. La ración de pan era de 400 gramos al día. A veces acudíamos a los hospitales donde cantábamos para animar a los soldados heridos con nuestras canciones asturianas, vascas y rusas. Los heridos lloraban al escucharnos y gritaban en español: ¡Viva España! ¡No pasarán!. Durante el verano trabajamos todo el día en los campos, en los koljoses. Por entonces todos los hombres se habían marchado al frente.


Recuerdo a las madres cuyos hijos y maridos luchaban por la patria. Venían con pequeñas fotografías y me pedían que dibujara sus rostros. Como si aquellos dibujos los acercaran al calor de sus hogares y al corazón de aquellas mujeres desconsoladas. Recuerdo la faz de aquellas mujeres, de ojos azules empañados de dolor y amor. Esas mismas mujeres rusas que más tarde miraron con compasión a los alemanes prisioneros caminando por la nieve. He visto cómo se acercaban, no para escupirles, sino para ofrecerles pan y tabaco. Ellas habían perdido a sus hijos, a sus maridos. No hay familia en Rusia que no haya padecido la guerra en sus carnes. Millones de madres sin hijos; hijos sin padres; huérfanos para siempre.


Recuerdo cómo durante el otoño talábamos enormes abetos entre nubes de mosquitos. Había que trabajar y entregarlo todo por la victoria. Estábamos dispuestos a luchar cuando fuera preciso. Rusia era ya nuestra patria. Nuestros compañeros mayores, Paco Cruz, Ángel Madera... se habían alistado como voluntarios. Recuerdo cuando fuimos a la estación a decirles adiós. Ellos sonreían y nos decían: "salvaremos el mundo del fascismo. Pronto volveremos a España". Nadie dudaba que la victoria sería fácil. Qué equivocados estuvimos entonces.


Mientras, los alemanes se convirtieron en una fuerza imparable, avanzaban por tierra rusa, arrasando ciudades y pueblos. A finales de octubre de 1941, el ejército fascista llegaba a las puertas de Moscú. Hitler se había propuesto desfilar con sus tropas el 7 de noviembre en la Plaza Roja, el día de la Revolución bolchevique. Nosotros vivíamos pendientes de los altavoces que colgaban de las paredes, absortos escuchábamos las últimas informaciones que nos hablaban de los movimientos del ejército rojo dirigidos por Zhukov. Las tropas alemanas avanzaban por el norte, por el centro y por el sur, buscaban el petróleo del Caspio. Con un nudo en la garganta, mirándonos en silencio, todavía albergábamos esperanzas. Teníamos fe en el pueblo ruso y en el espíritu de su ejército, pero esperábamos impacientes la apertura del segundo frente. La intervención de los aliados parecía no llegar nunca. Cada día nos preguntábamos sin entender cuál era la razón de aquella pasividad. ¿Cuándo se decidirían los americanos y los ingleses a intervenir? ¿A qué esperan? Ese era nuestro mayor anhelo.  Los políticos con sus intereses geopolíticos, tan lejos del sufrimiento humano, parecían más atentos a los territorios por conquistar que a las personas inocentes que vivían en aquellos lugares. Churchill y Roosevelt querían que el ejército y el pueblo ruso se desgastara. Llegaron tarde, eso es el sentimiento que albergo y así lo quiero expresar. Mientras, Hitler avanzaba hacia Kiev, Rostov, Járkov, hasta Moscú. Los días se sucedían, pasaban los meses y ¡nada!. Eso sí, los americanos nos enviaban latas de carne de cerdo y ropa de abrigo, pero el ansiado segundo frente no se abría.


El 7 de noviembre, día de la Revolución soviética, desfilaron por la Plaza Roja las tropas soviéticas y los aviones sobrevolaron el cielo de Moscú, echando por tierra los planes de Hitler. Qué alegría y cuántas esperanzas nos dio la noticia. Comenzó el contraataque del ejército ruso en  Moscú. La primera gran derrota de los alemanes. Después, la batalla de Stalingrado, y la victoria sobre los nazis en Kursk, Jarkov, Kiev. Se liberó Leningrado, la ciudad a la que llegamos en el otoño de 1937 un grupo de niños españoles que huyendo de la guerra española, encontró en su destino otra terrible contienda.  


Los rusos, (no Stalin, ni el socialismo, ni los "pequeños tornillos", -como el tirano llamaba a los ciudadanos-), millones de hombres y mujeres protagonizaron la victoria.  Cada 9 de mayo mi corazón está en la Plaza Roja recordando a los 25 millones de hombres y mujeres, rusos, españoles, ucranianos, bielorrusos...que perdieron a los suyos. Mi alma está con las mujeres que quedaron viudas, con los hijos huérfanos, con  los hombres inválidos, con mis amigos Paco Cruz y Ángel Madera. Aquellas vidas cambiaron el rumbo de la historia de Europa. El día de la victoria es el recuerdo de que nosotros continuamos vivos. Siendo aún muy jóvenes, allí en los Urales, soñábamos con salvar al mundo del fascismo. Queríamos que todos los pueblos fueran hermanos, que imperara la justicia y la concordia, entregando nuestras vidas si fuera preciso.


 En Berlín, soldados americanos,  ingleses y rusos se fundieron en el gran abrazo de la paz. Ese día, un puñado de chavales españoles estábamos convencidos de que esta victoria significaría el final de todas las guerras. Ese sentimiento no debe extraviarse en nosotros. No hay que olvidar el horror y la inutilidad de los conflictos. Qué pocas lecciones hemos sacado sin embargo... Ese espíritu de hermandad reunió en La Plaza Roja a millones de personas procedentes de toda la Unión Soviética.  La gente lloraba, cantaba, se abrazan, entregaban flores a los soldados. Los chicos en la casa gritábamos: ¡Se acabó la guerra! ¡La guerra ha terminado!


No soy militar, ni político (¡Dios me libre!), soy un niño de la guerra. Soy testigo y víctima de la II Guerra Mundial. Junto a mis compañeros españoles y con el pueblo ruso trabajamos con todas nuestras fuerzas para luchar contra el fascismo. Así vivimos el Día de la Victoria de 1945.  Paco Cruz y Ángel Madera, mis maestros, y tantos amigos que no volvieron, permanecen conmigo en el recuerdo para siempre.

Ángel Gutiérrez es en la actualidad el director del Teatro de Cámara de Chéjov en Madrid.

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