En estos días de frío siberiano que recorre Europa ha irrumpido una noticia de latitudes todavía más extremas. Científicos rusos han alcanzado las aguas del lago Vostok. Allí, a una profundidad de casi cuatro kilómetros, descansaba el agua helada de la infancia del planeta. Por una pequeña apertura, la expedición ha extraído muestras de ese «recuerdo congelado», que serán analizadas en el Instituto de Ciencia e Investigación del Ártico y la Antártida de San Petersburgo. En tiempos de la URSS, posiblemente una expedición como ésta partiera de un puerto como el de Tiksi. Si buscamos este nombre en Google Maps nos haremos una idea de lo que lo que quiere decir «remoto». Pero, para un niño, esa palabra carece de sentido.
«Una de las razones por las que volví a Tiksi y empecé a tomar fotografías del lugar es porque sentí que me estaba haciendo mayor, aunque parezca algo ridículo decir eso a mi edad, 26 años. Quería revisitar mi infancia antes de convertirme en adulta. Llevaba dieciocho años sin pisar Tiksi. Con el tiempo empecé a preguntarme si aquel lugar todavía existía y si se parecía a las imágenes surrealistas que guardaba en la memoria», responde Evgenia Arbugaeva a «Rusia Hoy». La escritora catalana Mercé Rodoreda escribió que la vida dura hasta que se acaba la infancia. Todo el camino que queda por recorrer a continuación se hace siempre con la mirada puesta en ese territorio que se aleja a cada paso.
El periplo de Arbugaeva no difiere mucho del resto de familias de la costa ártica una vez que el gobierno de Moscú, en 1991, dejó de financiar los proyectos del norte. Aquellas familias quedaron a merced de la más cruda supervivencia. Rodeados por kilómetros y kilómetros de tundra, no vieron otra salida que hacer las maletas y emigrar a la gran ciudad. Arbugaeva tenía entonces ocho años. En su equipaje se llevó la noche polar, cuando Tiksi se convertía en una gran cámara oscura. «Alrededor se extendía la tundra helada. Pero los campos no eran blancos, como se podría pensar, porque la aurora boreal coronaba el cielo. La nieve se teñía de verde. Y luego llegaba el verano, se derretía la nieve y la tundra se convertía en el planeta Marte. El dorado se extendía hasta el infinito en todas las direcciones». Arbugaeva nos confiesa que le ha sido difícil encontrar sentimientos tan intensos a medida que se ha hecho mayor. Sólo unos pocos privilegiados consiguen que la paleta de colores de la infancia les acompañe hasta la muerte, como Marc Chagall, cuya obra podemos ver ahora en Madrid. En otras palabras, la capacidad de ver lo extraordinario en lo cotidiano, incluso en la cara triste de la realidad.
Pero este proyecto no se limita a la experiencia vital de la fotógrafa. Apareció un personaje inesperado, una chica de trece años. Tania conservaba la curiosidad y optimismo propios de su edad, soñaba con ser la nueva Cousteau, una investigadora del fondo de los mares. Sin embargo, en otoño de este año su familia tiene previsto trasladarse a una gran ciudad. La historia se repetía. «Es posible que cuando se haga mayor intente recordar Tiksi, igual que hice yo, y su mente viaje en sueños hasta allí. Quería que las imágenes fueran como las postales de la infancia de Tania. El mundo de Tiksi desaparecerá tan pronto como se marche Tania. O bien, al hacerse mayor, ya no vea únicamente en Tiksi un lugar bello y divertido, sino un pueblo que se debate por salir de la pobreza, con un tiempo meteorológico muy adverso y a punto de quedarse desierto».
Como la otra cara de una misma moneda, otro de sus proyectos, «Siguiendo a los renos», registra un año de vida junto con las tribus nómadas de la República de Yakutia. Apenas quedan 1.500 yakutos que, a trancas y barrancas, consiguen mantener la ancestral cultura nómada. «El mundo de los pastores de renos, como el de muchas otras culturas indígenas, está desapareciendo bajo el influjo del mundo moderno, y las jóvenes generaciones no están dispuestas a llevar una vida tan dura como la de sus antepasados. Durante dos o tres meses viví con algunos pastores. Hacía lo mismo que ellos: pastoreaba, cocinaba y cuidaba de los niños en el «tipi», así que nunca estuvieron muy pendientes de lo que yo hacía con la cámara, no me veían como a una fotógrafa, simplemente era una extranjera. Son una gente muy acogedora y sincera. Los nómadas saben del resto del mundo por la radio y los viajes a otras poblaciones, pero no lo asocian con su forma de vida. Tienen su propio cosmos en la naturaleza salvaje y el aislamiento. Los pastores de renos, como cualesquiera otros padres, también desean lo mejor para sus hijos, aunque eso signifique enviarlos a estudiar a las ciudades. Pero a muchos les asusta estar lejos de su realidad». Arbugaeva, con un pie en Nueva York y otro en Moscú, aún conserva esa inadaptación genética a la ciudad. «Siento una gran conexión con la naturaleza siberiana, la extraño mucho cuando estoy en Nueva York. Si no me escapo de vez en cuando… en la ciudad creo que me vuelvo loca».
La beca de la Fundación Magnum le permitirá continuar sus proyectos fotográficos. Además de ayuda económica, recibirá asesoramiento editorial y apoyo logístico.
Más información en www.magnumfoundation.org/emergencyfund
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