Fotografía de Javier del Real / Teatro Real
Para el presente artículo se han seguido al pie de la letra las declaraciones de Sellars antes del estreno: no le interesa la opinión de los espectadores recién acabada la función sino unas semanas más tarde. Ha sido interesante seguir el debate que se ha librado en la prensa escrita y en la red sobre esta producción del Real. El nubarrón del Liceu barcelonés -el ERE en el que está inmerso- flota en el ambiente. Urge la toma de decisiones acertadas en tiempos de crisis para asegurar el futuro de un género, la ópera, cuyo nivel en el producto final determina su continuidad: no basta con montar un clásico correcto para estar en la primera línea. Para algunos, por lo demás, cualquier motivo es bueno para cargar las tintas contra Gerard Mortier, director artístico del Teatro Real, si bien su continuidad ha sido confirmada hace unos días por el Patronato. En resumen, las críticas no han tardado en llegar, más cuando se trata éste de un experimento escénico. ¿Estamos para experimentos con la que está cayendo?, se han preguntado algunos. Como dijo Voltaire, la crítica es al artista lo que la mosca al purasangre: le pica, sí, pero no puede detenerlo. No obstante, el propio Stravinski, el día antes del estreno y en vistas de la opinión negativa de Gide a su manera de trabajar la prosodia francesa en «Perséphone», sintió la necesidad de publicar en «Excelsior» un alegato personal: «Estoy muy seguro del camino que he escogido; no hay nada que discutir o criticar. No tiene sentido criticar a alguien o algo que está en funcionamiento. Una nariz no es algo manufacturado: una nariz simplemente es una nariz. Así es, también, mi arte». Ambas composiciones musicales son auténticos purasangres, a pesar de la etiqueta de obras menores. La pregunta, en todo caso, es saber si galopaban en la misma dirección.
Sobre el papel, un programa en el que dialoguen Chaikovski y Stravinski es perfectamente defendible. En los recuerdos infantiles del segundo se encuentra grabada la vez en que fue a escuchar a su padre, primer bajo de la Ópera Imperial de San Petersburgo, cantar «Ruslán y Ludmila» de su querido Glinka. Allí distinguió, en la penumbra del foyer, la silueta de Chaikovski, presente en la ciudad para el estreno de la «Patética». «Quince días más tarde, mi madre me llevó al concierto en el que la misma sinfonía fue ejecutada en recuerdo de su autor, arrebatado en pocos días por el cólera», escribe en sus memorias. En aquella función, tan determinante en la vida de Stravinski, estaba presente su troika preferida: Glinka, Pushkin y Chaikovski. La causa de la muerte de este último hoy se sabe que pudo ser muy distinta a la oficial, aunque seguirá siendo un misterio. Pero antes de escribir la doble barra de su biografía, legó su testamento operístico, «Iolanta», estrenada en el Teatro Mariinski el 18 de diciembre de 1892, una pieza singular dentro de su obra. Primero, por la duración en un solo acto -larga para ser corta y corta para ser larga-, que la ha relegado de los programas como, por ejemplo, «El castillo de Barbazul» de Bartók; en segundo lugar, por su ambientación no rusa en la Provenza del siglo XV, adaptación de una obra teatral de Henrik Hertz, un rasgo que sólo comparte con otras tres composiciones, entre ellas «El cascanueces», con la que compartió programa en el estreno; y por último, el amor, motivo de anteriores desarrollos argumentales dramáticos, ahora es lo que guía a la protagonista hacia la luz de la verdad, la hija del rey René, Iolanta, ciega de nacimiento. Su padre, para evitarle la desdicha de ser consciente de su condición, ordena que nadie le hable del mundo exterior, visual, y la mantiene encerrada dentro de los confines del palacio. El médico Ibn-Hakia, llegado de otra cultura, el «diferente», dictamina que, para recuperar la vista, Iolanta debe pasar por el conocimiento, saberse ciega y tener la voluntad de sanar. De esta manera el sabio sufí le da una lección al monarca cristiano.
La lectura moderna de este cuento de princesas y castillos es evidente en plena crisis financiera: la venda del crecimiento económico sostenido e infinito cayó de los ojos del primer mundo de un día para el otro, hecho muy bien reflejado en la película Margin Call (2011). Para Chaikovski, bien podría su sexualidad velada identificarse con la princesa oculta, a la que sólo el amor hacia Vaudémont, expresado sin subterfugios, la conduce a la luz y vence así el principio de autoridad del rey que le ha mantenido en el limbo de la mentira. Cuando Chaikovski se encontraba en EE.UU. para dirigir el concierto inaugural del Carnegie Hall, escribía a su hermano, autor del libreto, expresándole la impaciencia por tener entre las manos la adaptación de «Iolanta» y ponerse manos a la obra. El resultado fue una ópera perfecta, a la altura de «La dama de picas», con tanta entidad e íntima compenetración entre la música y las voces que parece concebida como una obra sinfónica, incluidos los pasajes de música de cámara en “Moi ptenchik, Iolanta”. Según Sellars, Chaikovski, el maestro de la melodía y la orquestación, escribió en su última ópera la música del mañana, sin alejarse por ello de su romanticismo militante. En “Dva mira, plotskii i duhovnyi” se reconocen detalles minimalistas de, por ejemplo, Philip Glass. Es posible verlo en un mismo programa con obras del americano de corte romántico, como The Four Seasons o su Concierto para violín. Volviendo a la representación del Real, el alto nivel de la música no resuelve, por sí sola, el problema de la dirección en una gran caja escénica. Apenas hay acción, lo que se narra es la toma de una decisión íntima que no requiere sino mirar dentro de uno mismo, sin miedos.
Con el primer toro, Peter Sellars habría podido salir por la puerta grande. A la delicadeza de la música el director añadió, en todos los personajes, principales y secundarios, una gestualidad sutil, un lenguaje corporal contenido, muy fluido y un control del coro que engrandeció su presencia. El punto final del viaje apoteósico de Iolanta se alarga con el «Himno de los querubines» de la “Liturgia de San Juan Crisóstomo Op. 41” del propio Chaikovski, un añadido que funciona como guiño al Bolshói de discutible acierto, pues disminuye el clímax original de la partitura.
La metáfora del viaje hacia la luz de «Iolanta», una constante en todas las tradiciones, no necesitaba de compañera. En hora y media se disfruta de una historia bien desarrollada, rica en personajes, especialmente para el bajo, como manda la tradición rusa, una poderosa instrumentación y un gran final. El reparto del Real, mayoritariamente ruso, ilustra la nueva generación de voces eslavas, de apuesta presencia, que pisa fuerte en los escenarios internacionales: Ekaterina Scherbachenko, Pável Cernoch o Pável Kudinov. Sobresaliente Dmitri Ulianov, muy aplaudido, en el papel de monarca, y rotundo –quien tuvo, retuvo- el barítono bajo Willard White como médico africano. Y el coro se afinó también con el código gestual de los primeros actores, dando el conjunto una sensación de máquina bien ajustada. Pero ¿hacía falta un segundo plato? Si hacemos caso al dicho de que lo mejor es salir de un espectáculo como de una fiesta, ni sediento ni bebido, muchos lo hubiéramos dejado ahí, seguido de un paseo nocturno. Sellars no. Del triunfo de la melodía a la del ritmo, que Stravinski elevó a la categoría de arte; de la pasión a la razón.
Peter Sellars ha querido subrayar el mensaje universal añadiendo el relato pagano de Perséphone, el mito que explica las estaciones del año, la necesidad de la muerte para que se produzca la vida [«si la primavera ha de renacer, la semilla debe resignarse a morir bajo tierra, para reaparecer mañana en mieses de oro»]. Y una flor, la belleza transitoria, certifica el verdadero conocimiento: la rosa demuestra la ceguera de Iolanta y el olor del narciso permite a Perséphone ver «el mundo desconocido de los infiernos». Gide, por su parte, alteró la motivación del descenso al infierno de la hija de Deméter: del rapto de Hades pasamos a la aceptación voluntaria movida por la compasión hacia quienes sufren en la oscuridad. Nacida de un encargo, «Perséphone» se concibió a la medida de Ida Rubinstein, ni buena cantante ni bailarina de técnica depurada. La parte del canto, por lo tanto, se limitaba a la recitación, y la coreografía de Kurt Joss era más bien una danza sugerida que ejecutada. La vida de esta ópera en París se limitó a tres funciones. Stravinski pensó incluso en rehacer más adelante el texto con la ayuda de W. H. Auden, pero el proyecto no se materializó.
Uno de los rasgos que Stravinski más admiró de Chaikovski fue, además de su oficio, la autonomía que infundió en su música cuando acompañaba la danza. Eso, algo que nos parece tan natural ahora, no fue muy bien recibido en la época, como demuestran las críticas musicales de «El lago de los cisnes», otro fracaso en su estreno. Pero ese magisterio fue aplaudido y seguido por Stravinski. Las huellas chaikovskianas son muchas y profundas en él: de la ópera «Mavra» a «El beso del hada», una historia que funciona como alegoría del malogrado Chaikovski. Por eso, «Perséphone», si se dispone de una orquesta y voces a la altura, se puede disfrutar con los ojos cerrados, casi no necesita de ningún apoyo fuera de la música.
Sellars ha hecho caso a Stravinski al dividir el papel del actor bailarín del montaje original. El compositor, a posteriori, había recomendado «la separación de texto y movimiento, que permitiría que la dirección escénica se trabajase enteramente en términos coreográficos». Dicho y hecho. La parte del movimiento corre a cargo de cuatro componentes de la Amrita Perfoming Arts, bailarines de danza camboyana. Por si la noche no tuviera suficientes metáforas, la historia de resurrección de Proserpina se narra en paralelo al arte de una danza que fue masacrada por el régimen de Pol Pot. El cuadro se completa con el coro, que aporta continuos comentarios emotivos, siempre presente, y un grupo de voz infantil.
Para el buen maridaje de un programa doble que se dice íntimamente imbricado, la dirección musical y el espacio escénico son los responsables de llevarnos de una ópera a la otra, de que haya una ficción de continuidad. Si Kandinski creía que un cuadro puede ser expresión de la música, George Tsypin [de quien próximamente publicaremos una entrevista] crea un espacio entre minimalista y daliniano, ordenado por marcos de puertas y en cuyo fondo se alterna, en una coreografía hipnótica, grandes paneles monocromos al estilo de la pintura de campo de color americana. Poco más, el resto lo hace un eficaz y poético diseño de luces de James F. Ingalls, que pinta escenario y palcos con un espectro que va de la penumbra a la luz cegadora. Teodor Currentzis era otro de los nombres esperados. Este griego rusificado dirigió el montaje de «Mahagonny» en el Bolshói y promete volver en futuras producciones. Durante el ensayo, «Iolanta» sonó rica en matices e intensa. «Perséphone», aún no ajustada totalmente. Pero era un ensayo y, por ello, no sería justo verter opiniones al respecto.
Después del estreno de «Perséphone», Valéry escribió en una carta a Stravinski: «Soy sólo un espectador profano, pero el divino desapego de su trabajo me ha llegado muy adentro. Me da la sensación de que lo mismo que yo he explorado en la poesía, usted también lo busca y encuentra en su arte. El objetivo es alcanzar la pureza a través de la voluntad. Usted lo expresó perfectamente en su artículo [del «Excelsior»] con el que estuve de acuerdo al instante. ¡Larga vida a su nariz!». Es posible que la aventura que tuviera en la cabeza Sellars no se haya traducido en algo tan legitimado luego en el escenario. De eso van los experimentos. Algunos creen que, en tiempos de crisis, es mejor apostar al caballo ganador e ir sobre seguro. Otros prefieren quitarse la venda de los ojos y arriesgar, y sólo después descubrir si valió o no la pena. ¡Larga vida a su nariz, Mr. Sellars!
Iolanta/Perséphone se representó en el Teatro Real del 14 al 29 de enero de 2012 y «Iolanta» en Valencia el 31 de enero.
Coproducción con el Teatro Bolshói.
Director musical Teodor Currentzis
Director de escena Peter Sellars
Escenógrafo George Tsypin
Iluminador James F. Ingalls
Director del coro Andrés Máspero
Con Dmitri Ulianov, Alexéj Markov, Maxim Aniskin, Pável Cernoch, Dmitro Popov, Willard White, Ekaterina Scherbachenko, Veronika Dzhioeva, Ekaterina Semenchuk, Irina Churilova, Letitia Singleton, Paul Groves, Dominque Blanc, Amrita Performing Arts, Coro y Orquesta titulares del Teatro Real, Pequeños cantores de la JORCAM.
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