Fotografía de David Ruano
La alusión a las fusiones bancarias no es baladí si tenemos en cuenta la distribución de la sala en que la directora del Centro Ruso, Ilona Yavchunovskaya, el director artístico de los Teatros del Canal, Albert Boadella, el director teatral, Santiago Sánchez y Amado Giménez, director general de Promoción Cultural de la Comunidad de Madrid presentaron la producción de la compañía L’Om Imprebís. La extensa mesa a la que nos sentamos cual junta directiva invitaba, al hilo de las informaciones que escupían las radios desde primera hora, a decidir recortes de algo, de lo que fuera, pero a recortar. De hecho, el mantra de la actualidad nacional no está muy alejado de la pregunta esencial que lanza, según Santiago Sánchez, «Tío Vania»: ¿Qué hemos hecho con nuestra vida?, y aun más oportuno, ¿qué hemos hecho como sociedad? ¿Cómo hemos llegado a esta situación? En su cuaderno de notas, Chéjov escribió este pensamiento: «El turco abre un pozo para la salvación de su alma. Sería bueno que cada uno de nosotros dejara tras de sí una escuela, un pozo o algo semejante, de suerte que nuestra vida no pasara a la eternidad sin dejar huella». Echamos ahora la vista atrás y sí, hemos dejado huellas, pero de las que nos gustaría borrar. ¿Cómo nos juzgarán los que vivan dentro de cien o doscientos años?, se pregunta el doctor Astrov en la obra. A estas alturas de la película muchos prefieren no saberlo.
Llevamos un tiempo en el que el ambiente está cargado de lamentos. Incluso la indignación ya es «personaje del año» en las publicaciones que hacen algo tan ocioso como los resúmenes anuales. Esperemos que no sea éste su único logro. El becqueriano director valenciano, en su turno de palabra, efectuó su propio ejercicio de tiro al blanco afirmando que es a los lamentos a los que hay que lanzar nuestras preguntas. ¿Merece la pena ir a ver una obra de teatro como «Tío Vania» de la que saldremos sin soluciones? Me temo que sí; Chéjov, que desarrolló una ingente actividad altruista toda su vida, urge a detenerse y responderse a uno mismo qué prefiere, si resignarse o reaccionar. Simple pero efectivo.
Albert Boadella, Ilona Yavchunovskaya y Santiago Sánchez en el Centro Ruso de Madrid © Ferran Mateo
Una de las grandes dificultades de poner en pie por estas latitudes una obra de Chéjov es dar una visión del alma rusa sin ser ruso; en otras palabras, cómo traer de paseo por Madrid a esos personajes tan apasionados, soñadores y encantadores pero tan ineficaces, destructores e inútiles para la vida práctica y no morir en el intento. La otra, como apuntaba el actor Sandro Cordero (tío Vania), es transitar por la delgada línea que separa la interpretación tremendista y la inocua, en la que los personajes suspiran, comen y beben y poca cosa más. Y por si fuera poco (ay, suspiros de España) en este país ya no quedan compañías -sólo «producciones» como puntualizó Boadella- que puedan ofrecer un producto maduro, en su punto exacto, gracias al bagaje colectivo, a la química trabajada. Sánchez también expresó su envidia por el estatus del actor en el arte y la sociedad rusa. Mucho me temo, querido director, que eso es algo que aquí aún se tiene que ganar, con todas las excepciones que se quieran, que las hay. Pero volviendo al primer escollo, sabemos que existe un vínculo entre lo español y lo ruso, que es el caballero de la triste figura en cuya piel, por cierto, ya estuvo Sandro Cordero en la producción de L’Om Imprebís de 2003.
La nota cervantina también estuvo presente gracias a Boadella, director de Els joglars. Recordó la puesta en escena de «La gaviota» (1996) en el Teatre Nacional. El director de entonces, de cuyo nombre no quiso acordarse pero que «flotó» entre líneas, no había reparado en gastos: estanque de agua, músicos rusos en escena, una reproducción a escala de un bosque de abedules… «un parque temático ruso», bromeó, cuando Chéjov es «el autor de la sugerencia». Y también el escritor de la palabra austera se apresuró a añadir, un adjetivo perfecto para la nueva filosofía de los presupuestos: hacer más con menos. Ahora, más que nunca, es el tiempo del actor, no del envoltorio.
Santiago Sánchez, director de «El tío Vania». Cia L’Om Imprebís © David Ruano
Sí, es posible que a Chéjov le siente mejor la sencillez, la distancia corta y por eso se siente cómodo, aparte del teatro (sí, aún recordamos “El jardín de los cerezos” de The Bridge Project en Madrid), en el cine (además de las adaptaciones rusas, otros tan variopintas como la alocada «Cold Souls» o la gran «Vania en la calle 42») que a la ópera, como sí ha pasado con Púshkin, Gógol, Dostoievski o Tolstói. Aunque siempre hay quien lo intenta (Sonya’s Story de Neal Thornton, sin distanciarse del pequeño formato). Como dijo Nabokov, «su estilo literario acude a las fiestas en traje de diario». Yavchunovskaya, como rusohablante, subrayó esa sencillez de estilo del médico-escritor, incluso imperfecta, de brocha gorda, despreocupada como la caligrafía de una receta, y a la vez tan precisa, tan poética y brumosa, porque lo que le importaba a Chéjov era llegar al público, no la floritura literaria.
¿Y si presentamos a Om Imprevís? Santiago Sánchez, que trabajó en sus inicios con Boadella y aprendió en carne propia «el sentido de ser una compañía», ha capitaneado desde los ochenta un compañía heterogénea con sello propio. Todo ello gracias, como él mismo ha recalcado, a un núcleo estable que se ha ido alimentando con nuevas incorporaciones. Lo más remarcable de esta compañía de origen valenciano, además de continuar sobre las tablas, es la versatilidad de su repertorio, donde comparten camerino desde el existencialismo de Albert Camus hasta el humor irreverente de Monty Python, pasando por el género de la improvisación, uno de sus pilares fundadores. Sin este bagaje, reconoció el director, sería imposible enfrentarse a «Tío Vania», una supuesta tragedia que su autor definió como «comedia en cuatroactos». Porque para Chéjov la vida era jocosa a la par que triste, tan apasionante a pesar de las personas que lo afean. Solo la gente con sentido del humor sabe apreciar verdaderamente la tristeza que destila Chéjov. La misma filosofía que el chiste que cuenta un moribundo. En esa sutileza socarrona reside el genio de Chéjov.
Los actores de la compañía L’Om Imprevís © David Ruano
Es un tópico etiquetar a un autor de «clásico» cuando pasa el tiempo y parece que nos sigue interpelando, sentimos que sus palabras no se oxidan. Pero el adjetivo, de tan manoseado, espanta ya más que atrae. Con Chéjov, sin embargo, está justificado: sigue siendo el eterno contemporáneo gracias a su humanidad y obra honesta, una bofetada afectuosa en plena cara. Y seguirá viviendo, de nuevo recurro a Nabokov, «mientras existan los bosques de abedules, las puestas de sol y la necesidad de escribir». Porque es sincero como el buen médico que nos informa que estamos enfermos del mal de la mortalidad y que, en consecuencia, nos pide más autoexigencia. Ver «Tío Vania» no es cómodo, pero más incómodo es darse cuenta que todo pasa sólo un cierto número de veces, muy pocas nos advierte también Paul Bowles, mientras nosotros no cejamos en nuestro empeño de pensar la vida como un pozo inagotable.
Y porque todo pasa sólo un cierto número de veces, acérquense a los Teatros del Canal, las funciones del «Tío Vania» están sólo hasta el día 22 de enero.
Boceto del vestuario diseño de Elena S. Canales
«Tío Vania» de Antón Chéjov.
Versión y dirección de Santiago Sánchez
Reparto: Rosana Pastor, Carles Montoliu, Sandro Cordero, Xus Romero, Vicente Cuesta, Paca Ojea, Carles Castillo y Carmen Arévalo.
Diseño escenografía de Dino Ibáñez. Diseño de vestuario de Elena S. Canales. Diseño de iluminación de Rafael Mojas y Félix Garma. Espacio sonoro de Víctor Lucas.
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