Una vida vegetariana

Foto de PhotoXPress

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La carne puede ser mala para salud. Hay quien no la ha probado nunca, ni siquiera en la infancia.

“Desayuno: trigo sarraceno en agua caliente e infusión. Almuerzo: sopa de coliflor y arroz integral. Merienda: frutos secos.” Así es, con algunas variaciones, el menú diario en jardín de infancia vegetariano Tina-Sad.

Hace sólo unos años Tina Trusova, directora del centro, trabajaba en una editorial moscovita, criaba a sus tres hijos y cocinaba borsch y carne asada para toda la familia. En la actualidad es una ferviente vegetariana. “Hace seis años que no como carne ni pescado. Y desde el verano pasado cada vez como más alimentos crudos, es decir, alimentos que no necesitan someterse a ningún tratamiento térmico. Mi marido y mis hijos se cocinan su propia comida; no comparten mis ideas”. En cambio, los niños a cargo de Tina en el jardín de infancia, de entre dos y cuatro años, sólo comen comida cruda.

En la Rusia actual proliferan las guarderías infancia privadas. Es frecuente que una mujer alquile un piso de tres habitaciones y cuide a varios niños, por lo general entre cinco y diez. Sus padres los llevan porque viven al lado y no hay plazas en los centros preescolares estatales o porque sienten que los métodos de educación que ofrecen en estos centros van en contra de sus convicciones. Los padres que llevan a sus hijos a centros vegetarianos suelen serlo ellos también. Si uno cree que la carne es nociva para la salud, es natural que prefiera coger el metro para que Tina lo cuide, en vez de llevarlo enfrente de casa, donde dan albóndigas a la hora del almuerzo.

“Un jardín de infancia vegetariano no es una actividad muy lucrativa”, señala Tina. “Resultaría más sencillo adoptar una actitud más relajada con el menú. Pero, en primer lugar, no puedo alterar mi forma de ser porque detesto cocinar carne. No lo soporto. Y en segundo lugar, siento que estoy sacando adelante un buen proyecto, enseño buenos hábitos alimentarios a los niños, nunca se enferman y, por lo general, aquí no sabemos lo que es un resfriado. Y todo se debe a lo que comen. Dicho lo cual, pensar un menú equilibrado no es tarea sencilla. Por ejemplo, en lugar de grasa animal, les doy leche de almendras. Hago batidos verdes con cilantro, perejil y lechuga, después añado plátano. A los niños les encanta. Como postre les pastelitos hechos con granos de trigo mezclados con diversas bayas. Están riquísimos”.

No es fácil saber si los niños están contentos con la dieta. Algunos no cuentan con más de dos palabras en su vocabulario: “mamá” y “sí”, de modo que no podemos esperar comentarios coherentes de su parte. “Comen lo que se les da”, me asegura Tina. “Todavía nadie me ha pedido carne. Además, sé muy bien lo que le gusta a cada uno de ellos. Es un grupo pequeño”.

Los padres de uno de los niños que va a Tina-Sad no son vegetarianos. La madre señala: “Le ruego a Dios que empiece a comer carne. De momento no lo ha hecho. Creímos que, después de la dieta sin grasa del jardín de infancia, pediría carne en casa. Pero no ha sido así. Sigue escupiéndola y dice que es “una porquería”. Pero Tina alega que la carne no es la única fuente de proteínas. De modo que quizá ya consuma las suficientes y no necesite nada más. Tal vez sea eso. ¿O será así de nacimiento?”

“Cómete las albóndigas, Glujarev”

Dmitri Glujarev, joven moscovita de 23 años, es de los que cree que nació siendo vegetariano. Puede que su padre también influyera, pues llevaba mucho tiempo sin comer carne. “Lo único que puedo decir es que nadie me obligó a nada. Sencillamente no quería comer carne de animales que habían matado. Al principio mi madre intentaba darme carne y pescado, pero cuando vio que era reacio desistió rápidamente. En el jardín de infancia lo pasé muy mal porque no querían saber nada de mis rarezas”.

Dmitri está convencido de que si en su época hubiera habido jardines de infancia vegetarianos, sus padres lo habrían llevado. “Los recuerdos más vívidos que tengo de esa época son en torno a la comida, cuando me hacían comer las malditas albóndigas. Me sentaba y las miraba y me ponía a llorar mientras la inmensa niñera no dejaba de decirme: “Cómete las albóndigas, Glujarev”. Yo me debatía entre comerme la carne para terminar con la pesadilla y que me dejaran en paz o mantenerme firme en mis convicciones. Hubo muchas lágrimas y peleas hasta que mis padres intervinieron y hablaron con las maestras”.

Sharaf Maxumov es un lactovegetariano que se permite beber leche y comer miel. Su mujer está embarazada y tiene los mismos principios. Ya están pensando a qué jardín de infancia llevarán a su futuro hijo. “Por la experiencia de nuestros amigos vegetarianos, sabemos que ningún maestro de los centros preescolares del estado se tomará la molestia de atender las necesidades particulares del niño” suspira Sharaf. “Y, por supuesto, nadie va a cocinar especialmente para él. Pero el problema no es que intenten obligar a nuestros hijos a comer carne, sino que nadie vigile, durante los almuerzos, que los niños coman la comida que llevan sus padres, todos nuestros amigos llevan la comida aparte. Y los niños son demasiado pequeños para recordárselo a las niñeras”.

Los adultos tienen sus razones para pensar que la comida animal es mala. Algunos tienen escrúpulos de índole moral: “No necesito matar a otros seres vivos para vivir”. Otros creen que es malo para la salud: “Los criadores de ganado utilizan antibióticos, hormonas de crecimiento y toda clase de sustancias químicas. ¿Por qué voy a tener que comerme yo todo eso?” Otros sienten repugnancia, sin más: “¿Cómo pueden llamar comida a un trozo de cadáver?” Otros son el blanco de críticas del estilo: “uno puede comer lo que quiera, pero ¿por qué decides por tus hijos que ellos también sean vegetarianos?” a lo que responden: “¿y por qué decides por ellos que coman carne?”

Katia Ilgner tiene una amiga que fue vegana muchos años (no comía ningún producto que resultara de la explotación y matanza de animales) y piensa de modo muy distinto. Katia solía ir a buscar al hijo de su amiga al jardín de infancia y él le pedía gritos: “Carne, dame carne”, decía cuando pasaban por algún puesto de salchichas. “Sí, yo le daba carne en secreto”, confiesa Katia. “No me gustaba el jardín de infancia vegetariano al que iba porque a los niños no les daban más que alubias, verdura y queso de soja. El niño tenía tres años y siempre quería carne. A veces me lo llevaba a casa para que su madre descansara y le preparaba borsch y albóndigas. Lo quería mucho y me daba pena. Una vez tuvo una bronquitis grave que derivó en neumonía. Lo internaron en el hospital y los médicos dijeron que estaba anémico, que no tenía suficientes glóbulos rojos en la sangre. Dijeron que tenía que alimentarse bien, que le dieran hígado y carne. Mi amiga se opuso. “Somos vegetarianos”. El jefe de los médicos la llamó a su despacho y habló con ella durante más de una hora. Desde entonces alimenta bien a su hijo. Poco a poco, ella también ha dejado de ser vegetariana. Cuando aquella fase vegetariana se ríe. “Qué tonta era”.

“El amor es más importante que el ayuno”

Román Avdeyev, un empresario que figura en la lista de la revista Forbes y es el único dueño del Banco de Crédito de Moscú, es vegetariano. No come ni carne ni pescado, ni siquiera productos lácteos. Además, su familia vive según estas ideas. Román y su mujer están criando a veinte niños, entre los suyos y los que han adoptado. “La crianza es una fase de coacción absoluta”, señala Román a Ogoniok. “Los padres deben tomar muchas decisiones por sus hijos, por ejemplo qué comer. Yo, personalmente, creo que matar animales por diversión o para satisfacer caprichos culinarios es inaceptable. Intento inculcar estas ideas en mis hijos”.

Sin embargo, Avdeyev tiene dos hijos que no viven con él y no se han hecho vegetarianos. A Román no le importa. “Es su elección”. Tampoco le importa que a sus hijos les den salchichas en el colegio o en el jardín de infancia: “No pasa nada, en esas salchichas no es que haya mucha de carne tampoco”. Le parece mucho más importante que sus hijos se mezclen y se comuniquen con sus semejantes. “No quiero que adopten una postura contraria a la sociedad. Si un día comen un pedazo de carne, no se cae el mundo. El padre Tijón Zadonski, un asceta consumado, sorprendió en una ocasión a un grupo de monjes comiendo pescado y sopa durante un ayuno. Los monjes se asustaron porque no sabían qué iba a pasar. El padre cogió una cuchara y se sentó a la mesa con ellos. ‘No teman. El amor es más importante que el ayuno’. Mi doctrina es similar. A mis hijos les digo lo que está bien y lo que está mal. Pero si tropiezan o siguen un camino diferente de adultos no seré yo quien los presione”.

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