Foto de Ferran Mateo
La danza clásica aún provoca reparo en buena parte del público. Vocabulario rígido, historias de corsarios y princesas, delicado envoltorio. «No existe algo más refinado que “El lago de los cisnes”», me repite siempre una amiga eslavófila. Sin duda, la metamorfosis de Odette en cisne hubiera sido la auténtica pesadilla de Darwin de haberla visto en escena el naturalista inglés. La costumbre es persistente y puede que por esta razón el ballet arrastre consigo la sombra de su origen cortesano, un arte identificado con el entretenimiento de las élites. «No hay ningún documento de cultura que no sea al tiempo documento de la barbarie», escribió Walter Benjamin. Y no obstante, la danza clásica se sigue estudiando en las academias y representando en los teatros, sobrevive el interés por el viaje al mundo de las sílfides, de Cenicienta o de Giselle. «Un clásico para una nueva generación», reza el cartel de la adaptación cinematográfica de una novela de Charlotte Brontë. Los tiempos modernos necesitan de los clásicos para seguir siendo modernos.
Tal vez el ballet hubiera languidecido hasta morir por acumulación de polvo si el genio de Diáguilev no lo hubiera renovado de “puntas” a cabeza para el gusto de un nuevo orden social. Sin embargo, entrar en un coliseo para ver una coreografía de Marius Petipa aún resulta de algún modo desconcertante: se requiere que el espectador salve el abismo entre la realidad que le ha precedido en las calles de camino al teatro y los telones pintados con claros de bosque y lujosos salones de palacios. En nuestro caso, bajando por las calles Fuencarral y Montera hasta Puerta del Sol, dejamos atrás las colas para comprar el décimo del sorteo de Navidad, las patas de jamón que interpelaban a los paseantes, los adornos navideños en un puente festivo sin frío, un puestecito de dulces elaborados por monjas de clausura, los jóvenes haciéndose autoretratos con el móvil, los vendedores callejeros que lanzan hélices voladoras, compradores de oro, un conato de asamblea ciudadana en Sol. Al doblar por la calle Arenal nos cruzamos con alguien cargado con un violonchelo a las espaldas que corre raudo en dirección al edificio diseño de Antonio López, señal de que el tiempo apremia. Recogida la entrada, consultamos la ubicación de nuestra butaca y, tras unos pocos minutos de espera, penetramos en ese otro mundo articulado, en primer lugar, por una composición musical que cayó en el olvido durante setenta años, el «Paso a dos» de Chaikovski, con coreografía de Balanchine. Aterrizamos sin ningún problema en el romanticismo por obra y gracia de la obra de arte que, en palabras de la arqueóloga Jacquetta Hawkes, es el único lazo efectivo entre una edad y otra.
El público asistente a la gala estuvo entregado a las estrellas del ballet ruso desde que salió por la puerta de casa. El propio concepto de gala no permite mucho margen para la crítica, es una colección de momentos estelares sacados de su contexto acompañados de piezas cortas independientes. En otras palabras, es más un disfrute de la técnica que del desarrollo de una historia, como si redujéramos un gol de Messi a su último toque dejando en el tintero la jugada de tiralíneas que le precedió. Si bien un verso puede encerrar dentro de sí toda la luz de un poema, estos pequeños bocados no dejaron el poso de programa trabado y sólo en momentos concretos los aplausos, demasiado solícitos a lo largo de la noche, respondían a destellos reales de intensidad. En el otro extremo de la balanza la oportunidad de ver, en una sola función, la impronta personal de cada uno de los bailarines solistas.
Los encargados de abrir la lata fueron Victoria Tereshkina, los mejores brazos de la noche, y Semion Chudin, que acusó aquello de ser el escogido para romper el hielo. Pero a la mitad de estos ocho minutos de bravura y virtuosismo, la escuadra rusa ya había plantado la bandera en el Real. Pasó de puntillas el fragmento de «Carmen», del cubano Alberto Alonso, coreografía que le abrió las puertas de los teatros rusos, mientras que la «Tarantela» de Balanchine y «El baile ruso» de Gorskiy sirvieron tan solo de teloneros del primer clímax de la noche. Primero, «Serenata», con música mediterránea de Musicalia y coreografía del italiano Mauro Bigonzetti, que nos recordó el «Jardí Tancat» de Duato, el cual está a punto de estrenar su versión de «La bella duermiente» en el Mijailovksi. Este contrapunto moderno no fue tanto una sorpresa como la constatación de lo mucho que tienen por decir estas catedrales de la danza clásica con respecto a la creación contemporánea. Natalia Osipova e Iván Vasíliev fueron la pareja más compenetrada y generosa. Aunque el huracán estaba por venir, el paso a dos de «El Corsario» bailado por los Matvienko. Denis, primer bailarín del Mariinski, haciendo suyo aquello de “de Madrid al cielo”, enchufó toda su energía al público con un salto estratosférico y una potencia equilibrada pero electrizante. Anastasia no le fue a la zaga y ejecutó con ritmo y brillantez la coreografía más antigua del programa. Al fin y al cabo, depende de la pericia de los intérpretes hacer cercano lo distante, y la pareja consiguió que el navío de la proyección pareciera atracado en la orilla del Manzanares.
Algo similar pasó durante la segunda parte del programa. Un discreto «Aguas de primavera» de Messerer y la insulsa «Revelation» de Motoko Hirayama dieron paso al vuelo rasante de Denis Medvédev en «El Jopak de Taras Bulba», meros antecedentes a la traca final. Uliana Lopatkina, lo más esperado de la noche, cayó del cartel en el último momento por enfermedad. Aún así, Anastasia Kolegova, su substituta, defendió con buena nota «El cisne» (1905), con música de Saint-Saëns y coreografía de Fokin. En palabras de este último, una pieza símbolo del nuevo ballet ruso, la combinación de técnica depurada y expresividad. Kolegova es el cisne en su último hálito de vida y, en ese trance mental, consiguió encandilar al público después su primera aparición en «El baile ruso». Finalmente, la pareja Osipova-Vasiliev volvió a demostrar su estado de gracia con «Don Quijote», el segundo toque ibérico de la velada, el personaje literario español más querido en Rusia. Final de fiesta, ovación y tiempo para los saludos institucionales.
Los Reyes de España, junto a Svetlana Medvédeva, esposa del presidente ruso, presidieron la velada a la que también acudieron Trinidad Jiménez, ministra de Asuntos Exteriores en funciones; Alexander Zhukov, viceprimer ministro de la Federación de Rusia; Alexánder Kuznetsov, embajador ruso en Madrid; Luis Felipe Fernández de la Peña, embajador español en Moscú; Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid; así como Gregorio Marañón, presidente de la Fundación del Teatro Real, y Miguel Muñiz, director del teatro, entre otros.
Sin lugar a dudas Madrid vivió su noche más rusa del año. Al otro lado de la capital aguardaban las miradas de los espectadores del día siguiente, silenciosos, los cuadros de Deineka [Fundación March], los tesoros del Hermitage [Museo del Prado], la Rusia romántica de Pushkin [Museo del Romanticismo] y el galope de la caballería roja [Casa encendida].
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