Foto de Victor Vasíliev
«Chéjov habla a las generaciones de todos los tiempos, porque no importa lo que hayas conseguido en la vida cuando sitúas la muerte en el horizonte», responde Lev Dodin cuando se quiere interpretar sus producciones escénicas con el signo de los tiempos. Como cuando estrenó en 1994 «El jardín de los cerezos» en plena convulsión postsoviética y se respiraba en el aire la sensación de despedida de un mundo perdido, algo parecido a lo que sucedió a la sociedad rusa en 1917. Y aunque con estas palabras parezca evitar una lectura política del repertorio del Maly [pequeño], qué duda cabe que en él encontramos títulos y versiones que han señalado las problemáticas de la Rusia de los dos periodos. Prueba de ello es el estreno en 1980 de «La casa», a partir de la obra de Fedor Abramov, sobre las consecuencias en el medio rural de la política soviética -con especial mención a Stalin- o «Estrellas en el cielo matutino» de Aleksandr Galin, premio Laurence Oliver 1988, en la que aborda el tema de las prostitutas en las calles moscovitas y su traslado forzoso fuera de la ciudad ante la proximidad de los Juegos Olímpicos. Esta vez, en Girona, es el turno de Chéjov. Lev Dodin y su troupe traen al festival Temporada Alta «El tío Vania», premio Máscara de oro a la mejor dirección e interpretación femenina de 2004.
Foto de Victor Vasíliev
La dificultad de mover una compañía de este calibre, en calidad y dimensiones, convierte cada oportunidad de verla fuera de su ciudad natal en una cita ineludible. Porque una producción del Maly es algo más que una función al uso. En España estamos acostumbrados a producciones con un tiempo ajustado de cocción que luego se diluye una vez cumplido el calendario de representaciones, por lo general corto. En otras palabras, la obra pierde la capacidad de seguir creciendo y de llegar a más público potencial. Esa es la parte positiva de trabajar un repertorio. Siempre que se ha hecho un atisbo en España de proponer un modelo parecido se ha esgrimido el coste económico como el principal argumento en contra. Por eso el Maly es un teatro tan excepcional, donde aún se trabajan con mimo las obras sin una fecha de caducidad. En este sentido, la compañía estable del teatro petersburgués, que sobrepasa la cincuentena de actores, se puede entender más bien como una familia. De hecho conviven tres generaciones integradas en un plan de trabajo colectivo muy comprometido. La dinámica intergeneracional, la mezcla de sabia nueva y vieja, es uno de los elementos principales que engrasa la maquinaria del Maly. Este vínculo humano es inherente a la propia filosofía del teatro de Lev Dodin, para quien «disfrutar de la compañía de los demás siempre ha estado relacionado con mi idea de teatro».
Foto de Victor Vasíliev
La fortaleza de grupo permite una cota de riesgo mucho mayor y la oportunidad de poner a prueba los límites de la labor actoral. El trabajo continuado con el repertorio permite que la obra se asiente, se enriquezca en matices, madure, cree un vínculo con el público de una ciudad. La clave, por supuesto, es la formación, verdadera piedra angular del teatro. Por ejemplo, una de las producciones más internacionalmente famosas del Maly es «Gaudeamus», que surgió del trabajo de adaptación de la novela de Serguéi Kaladin por parte de los más jóvenes. Gracias a la biografía de Lev Dodin, los estudiantes beben directamente de las grandes tradiciones teatrales rusas: la línea introspectiva de Stanislavski y la física de Meyerhold. Al respecto, Dodin considera que el trabajo de dirección en el Maly es más cercano a la dirección musical de un coro. Esta concepción explica otra de las marcas de la casa, la adaptación de obras literarias. Para el director, la novela tienes un carácter polifónico y dimensiones mucho más ambiciosas que los textos pensados para el teatro, excepción hecha de Shakespeare y Chéjov.
Lev Dodin, foto de Victor Vasíliev
Ciento once años después de su estreno en el Teatro del Arte de Moscú y con una ambientación inspirada en aquella producción dirigida por Stanislavski, Lev Dodin nos habla de su propuesta:
«La vida pasa ante nuestros ojos como algo maravilloso de lo que no hemos sido capaces de disfrutar plenamente. Entonces aparecen los fantasmas de la otra vida, aquella que no conseguimos vivir. En esa otra vida se satisface cada uno de nuestros grandes deseos, esperanzas y las más dulces fantasías se hacen realidad. Es por eso que el hombre quema con odio su propio pasado, reniega del presente y se entrega a la vida no vivida».
¿Comedia? ¿Drama? Las obras teatrales de Chéjov siempre han generado este tipo de debates. En verdad, la grandeza del autor ruso reside, como también apunta Dodin, en que no es sólo una cosa u la otra, si no que la comedia humana planteada en Chéjov, que nace en Grecia, incluye en un mismo espacio la naturaleza trágica y cómica de la condición del hombre. «El tío Vania» está planteado también desde esa dualidad.
Nos queda hacernos una última pregunta: ¿podría existir el Maly en otra ciudad siendo como fue una compañía que nació sin una sede física? Lev Dodin no duda la respuesta ni un minuto:
«No podríamos trabajar en Moscú con tanto mimo al detalle, con tanta paciencia y en periodos tan largos. Es una ciudad en ebullición, muy competitiva, como cualquier capital. San Petersburgo es una de esas extrañas ciudades diseñadas desde su nacimiento. Por una parte tenemos la extraordinaria harmonía arquitectónica y por otra el horror de ser una ciudad planificada. Esta tensión aporta a la ciudad una fuerte aura artística».
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«El tío Vania» de Antón Chéjov.
Festival de Tardor Temporada Alta.
Teatre Municipal de Girona. 25 y 26 de noviembre de 2011
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