Foto de Reuters
Sin embargo, ambas cosas no han sido más que meras coincidencias. La visita estaba planeada desde hacía mucho tiempo, y el artículo, a juzgar por el estilo y el tono, no se escribió de la noche a la mañana. Además, en el modo de actuar de Putin, las relaciones con Occidente y Oriente son más complejas de lo que podría parecer a primera vista.Según varios observadores “Putin-2”, es decir, el presidente de Rusia de la segunda mitad de la década de los años 2000, ha dejado completamente en la sombra a “Putin-1”, aquel jefe de estado que en 2000-2004 propuso, con perseverancia, dar pasos para acercarse a Occidente. Empezó por ver las posibilidades de una cooperación estrecha con Europa, y valoró la oportunidad de integrarse en ella. También hubo gestos dirigidos a Estados Unidos (el cierre de las bases militares en Cuba y Vietnam, y el mantenimiento de una posición neutral en Asia Central, etc.) e, incluso, llegó a insinuar a Tokio la posibilidad de conseguir un compromiso respecto a las Kuriles. Finalmente, no consiguió nada.
El grado de responsabilidad de la administración rusa en esta serie fracasos depende de la valoración personal de cada uno. Por una parte, Putin no tuvo la habilidad ni la paciencia necesarias para convencer de la sinceridad de sus intenciones. Por otra, los interlocutores occidentales se basaron en la esperanza de que si no cedían en nada, tarde o temprano Moscú acabaría aceptando las condiciones propuestas. En cualquier caso, viéndolo en retrospectiva, es difícil reprochar a Vladímir Putin que no intentara en aquel momento acercar a Rusia a una órbita occidental. La falta de resultados (mejor dicho, la obtención del resultado opuesto) hizo que apareciera Putin-2, es decir, el autor del discurso de Múnich.
El sentido ideológico de la segunda presidencia es éste: “¿No nos queréis tomar en serio y tratar de una manera equitativa? ¡Pues ahora nos vais a escuchar!” Dicho y hecho.
China emerge
¿Qué papel jugaba Oriente, y China en particular, en el 2000? El Putin de la primera época, a pesar de sus mantras respecto a la multipolaridad, estaba centrado en las relaciones con Occidente. Simultáneamente, a finales de la década pasada, se asentaron los cimientos de las relaciones con Asia y, en primer lugar, con China e India. Se fueron creando estructuras con diferentes grados de rigidez: desde la Organización de Cooperación de Shanghái hasta los BRICS. En aquel momento, la mayoría de los comentaristas lo interpretaron como una manera de influir en las relaciones con Occidente. Y esta interpretación era correcta: Moscú estuvo dando a entender constantemente a EE UU (en el aspecto político y militar) y a Europa (en el aspecto energético) que tenía varias alternativas. La actitud de Occidente era ambivalente: a veces expresaba su preocupación y otras simplemente se hacía el sueco.
Esta tendencia de ver el acercamiento a Asia en la política exterior rusa como un intento de demostrar algo a Occidente ha persistido hasta nuestros días. Sin embargo, ahora ha dejado de estar de actualidad debido a que, independientemente de cómo se desarrollen las relaciones de Moscú con EE UU y Europa, China es, en el fondo, el vecino más importante de Rusia, del que hoy dependen muchas cosas y del que, en el futuro, dependerá casi todo.
En primer lugar, Moscú simplemente no se puede permitir no tener muy buenas relaciones con la República Popular. En segundo lugar, resulta capital llevar a cabo una política pensada en detalle y de manera independiente, al margen de la situación de las relaciones con Estados Unidos.
Vladímir Putin no es un político fascinado por los logros de China. Se da perfectamente cuenta de los riesgos que comporta el rápido y extraordinario crecimiento de este vecino asiático. Al mismo tiempo es consciente de la situación: Rusia tiene que buscar la forma de coexistir pacíficamente con Pekín. Además, no hay en Asia ninguna otra locomotora para el desarrollo y el crecimiento comparable a China, de modo que si Rusia espera mejorar su situación en el Lejano Oriente, no podrá prescindir de la participación del gigante asiático.
Las conversaciones acerca de una posible la alianza con China para impulsar la modernización y la cooperación tecnológica son un tema nuevo, surgido precisamente en el contexto de la visita de Putin. En la práctica lo más seguro es que tiendan a institucionalizar el modelo ya existente: recursos rusos a cambio de productos chinos.
Sin embargo, si somos realistas, la verdadera modernización no provendrá de un nuevo Silicon Valley, sino de la mejora de la eficacia del uso de las materias primas y de la diversificación de los mercados ( tanto geográficamente como de contenidos, en función del tipo de producto a vender). Es decir, los modelos a seguir deberían ser Australia y Canadá, en lugar de Estados Unidos y Japón. Los dos primeros son estados altamente desarrollados y modernos con economías basadas en la extracción de materias primas. En este sentido, es imposible plantearse el devenir sin China, ya que se trata de un consumidor en constante crecimiento y con un gran volumen de liquidez. También es cierto que la parte rusa ya ha podido comprobar lo complicado que es negociar con Pekín, la terquedad ucraniana y la mala leche de la Comisión Europea podrían parecer poca cosa. Pero se trata de un caso en el que no hay otra alternativa.
Vladímir Putin nunca ocultó que consideraba los hidrocarburos la garantía para la conservación del papel de Rusia como una potencia importante del siglo XXI. Se decidió dejar atrás el lema “la potencia energética” pero en el sentido más profundo la situación no ha cambiado.
Moscú practica con Europa, desde los años 60, una diplomacia y política basadas en los recursos energéticos. Ahora es la primera vez que intenta aplicarlo en Asia.
El prototipo de esta forma de actuación podría ser la propuesta dirigida a Pionyang. Con el objetivo de que modificara sustancialmente su posición respecto al programa nuclear y a la pacificación, Moscú propuso convertirlo en el principal socio a la hora de construir un gasoducto transcoreano. No hay que sobrevalorar la capacidad de Rusia para conseguir sus objetivos de esta manera, ya que, a diferencia de Europa, Asia aún tiene que construir su desarrollo político desde cero.
La visita de trabajo de Putin a China, prácticamente como presidente, abre una nueva página. Quizá el objetivo principal de la próxima presidencia consista en elaborar modelos de cohabitación con Pekín de cara a las próximas décadas. Por lo tanto, los analistas tendrán que dejar de valorar las visitas a China a través de las relaciones con Europa y Estados Unidos, y pasar a valorar si Rusia puede utilizar sus contactos en Occidente para fortalecer sus posiciones en China.
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