Antón Chéjov y Olga Knipper, 1901
Hubo un tiempo en el que, al volver a casa, mirábamos con curiosidad el buzón. ¿Encontraríamos una carta con nuestro nombre y dirección escritos a mano? Un matasellos nos indicaba la fecha y el lugar desde donde había iniciado el viaje. Algunas cartas formaron parte de nuestro aprendizaje sentimental, otras contenían noticias que nos sumieron en el dolor. Guardamos unas porque son el recuerdo de alguien que ya no está, una huella de su paso por el mundo. Antes de Internet, muchas relaciones se sustentaron en las cartas. Durante la guerra, por ejemplo, recibir unas palabras era la diferencia entre saber si alguien seguía con vida o temerse lo peor. Gracias a estos papeles que amarillean con el tiempo hemos descubierto tanto el sentir de las vidas anónimas que la Historia quería obviar como los pensamientos verdaderos y sinceros de personajes conocidos. Los sinsabores, los sueños, los miedos tenían un lugar donde depositarse, en las cartas. Éstas tendían un puente en el tiempo: quien la escribía se dirigía a un lector futuro, quien la recibía leía a un escritor del pasado.
En un pasaje de sus extensas memorias, Iliá Ehrenburg evoca unas palabras de Isaak Bábel: «Lo más interesante de cuanto he leído son cartas de otros». Dirigirse a alguien de confianza o que se admira, el deseo de expresar los conflictos íntimos y, sobre todo, creer que son palabras que no serán escrutadas por la mirada de terceros convierten las cartas en un territorio de libertad. La voz más sincera cristaliza en el trozo de papel para que sólo un destinatario la avive con su lectura. Con el tiempo, algunas se han hecho de dominio público: las cartas entre Rilke y el joven Kappus, entre Vincent Van Gogh y su hermano Théo, entre Pessoa y Ofelia, entre Brenda Venus y Arthur Miller… entre el médico y escritor Antón Chéjov y la actriz dramática Olga Knipper. En el prólogo a «Sobre el teatro: artículos y cartas», una recopilación de documentos escritos por Chéjov sobre la materia, el director artístico del Teatre Lliure, Lluís Pasqual, dice:
«(…) Cuando he tenido la suerte de poder llevar a escena a un autor, no sólo Chéjov, acudo antes de nada a su correspondencia, si existe, o a sus textos sobre otros temas. Casi siempre me han enriquecido mucho más que los estudios, por sobresalientes que sean, sobre el propio autor».
Y es que Antón Chéjov es un dramaturgo especialmente querido y representado en este teatro barcelonés. Prueba de ello es que en 2006 el propio Lluís Pasqual dirigió a un reparto encabezado por Anna Lizarán en «L’hort dels cirerers» para que la compañía se despidiera de la histórica sede antes de su mudanza a Montjuïc. Y ahora el autor ruso vuelve a Gracia, no a través de personajes de ficción sino para hablar con voz propia en lo que fue la última etapa de su vida. Anna Lizarán es Olga Knipper y David Selvas es Chéjov, quien dirigió el año pasado una versión de Martin Crimp del texto de «La gaviota». Pau Carrió firma la dirección y coordina el ciclo.
Anna Lizarán
A Antón Pávlovich Chéjov se le conoce por cultivar dos géneros, el cuento y el teatro. Pero también fue un escritor compulsivo de cartas. Su correspondencia, en la edición completa en ruso, ocupaba doce volúmenes. Además, fue especialmente escrupuloso en su conservación: guardaba las cartas en cajas metálicas ordenadas cronológicamente. Las que se escucharán en el Teatre Lliure las escribe un Chéjov que ya goza de fama y que da sus primeros pasos en la escena teatral como dramaturgo. En ese marco es en el que nace su relación con Olga Knipper, miembro de la compañía fundadora del Teatro de Arte de Moscú. Chéjov se había desplazado a la capital, un otoño de 1898, para asistir al montaje de «La gaviota». Knipper interpretaba el personaje de Arkadina. El estreno anterior, «Ivanov», había sido un fracaso, y no mucho mejor había sido la historia de una muchacha, Nina, que quiere ser actriz, en el teatro Aleksandrinski. Las malas críticas llevaron a Chéjov a decidir no escribir más para el teatro pero, en una carta, Nemiróvich-Dánchenko le pidió montar «La gaviota» en su recién inaugurado TAM. Fue el primer gran éxito del teatro, de su director Stanislavski y del autor. ¿Qué habría sido de la historia del teatro sin esa carta? Un año después Olga lo recuerda así en una carta a Chéjov:
«(…) Ayer hizo un año que nos conocimos, querido escritor. ¿Se acuerda, usted, en el club, en un previo de “La gaviota”? Cómo me estremecí cuando escuché que “el autor” acudiría a la representación de esa tarde. ¿Lo comprende? Y ahora aquí estoy sentada y escribiendo a ese “el autor” sin el más mínimo miedo, incluso al contrario, sintiéndome bien».
Pero su relación epistolar no empieza con el primer encuentro. El lector accede a esta relación in medias res. De hecho, leer cartas de otros tiene algo de puzzle: nunca se explican todos los detalles, existen omisiones, historias que quedan inconclusas, alusiones que nos son ajenas. Pero en la necesidad por reconstruir y llenar los espacios de las piezas que faltan, se crea una relación especial en la que el lector-intruso se convierte, poco a poco, en compañero de viaje. Presentar esa fragmentación propia de las cartas al espectador es uno de los retos de este tipo de montajes. Pau Carrió lo explica así a Rusia Hoy:
«En el trabajo de dirección para una lectura, que suele ser un montaje preparado con mucho menos tiempo que una puesta en escena normal, lo que se intenta es, sobre todo, hacer entender el texto más allá de cualquier otra construcción externa. Lo que buscamos es la claridad, que el espectador pueda seguir y adentrarse en la historia de una manera parecida a cuando nos explican un cuento. En ese sentido, se seleccionan las cartas de tal manera que se mantenga siempre el espíritu de la relación, las líneas básicas de una historia que no ha sido escrita para ser leída por otros. Se intenta también reconstruir el hilo invisible que el paso del tiempo transforma en una especie de narración de los hechos y emociones que realmente sucedieron».
David Selvas
La correspondencia entre Antón Pávlovich y Olga Knipper duró tres años. En ese tiempo nació la amistad, se convirtieron en amantes, se casaron casi en secreto, Olga tuvo un aborto, la salud de Chéjov fue deteriorándose y, en Alemania, en un intento por tratar su tuberculosis, murió. Allí estaban Olga, un joven estudiante ruso que se hospedaba en el mismo hotel y el médico. La enfermedad de él, que no le permitió vivir en Moscú, y la carrera profesional de ella en el TAM, les mantuvo la mayor parte del tiempo separados. Como es de esperar, las cartas están salpicadas de los comentarios de Olga sobre ensayos, estrenos y nervios, así como pocas pero iluminadoras indicaciones que le da Chéjov sobre este u otro personaje, en cómo abordarlo. Por ejemplo corrige la manera cómo dirige Stanislavski la última escena entre Astrov y Elena en «Tío Vania»:
«(…) Pero no es así, ¡en absoluto! A Astrov le gusta Elena, le apasiona la belleza, pero en el último acto ya sabe que de ello no saldrá nada, que Elena desaparece de su vida para siempre… Y en esta escena habla de ella con el mismo tono que si hablara del tiempo que hace en África, y le besa simplemente así, por inercia. Si en esta escena Astrov actuase con ímpetu, se perdería todo el espíritu del cuarto acto, tan sosegado y tranquilo».
No es el teatro en las cartas a Chéjov, sin embargo, una obsesión. Sí lo son el tiempo, el aburrimiento, la solicitud de noticias. El autor escribe a la actriz con un tono sosegado, a veces incluso socarrón. No son cartas eruditas, ni se hacen grandes confesiones íntimas, son un poco de analgésico para el silencio de la distancia. No obstante el hermetismo de Chéjov llega a molestar a la actriz. Pero no por ello dejamos de descubrir su lado más tierno, por ejemplo, cuando intenta aplacar los nervios de la actriz en ensayos y estrenos:
«(…) El arte es un campo en el que resulta imposible avanzar sin titubear. Todavía tiene por delante muchos días aciagos e incluso temporadas enteras arruinadas. Volverá a encontrar grandes dificultades y dolorosas desilusiones; hay que estar preparado para todo ello. Hay que aguantar. Y, a pesar de todo, hay que conservar la cabeza con una energía decidida, casi fanática».
No podemos decir que estas cartas nos desvelen un Chéjov o una Knipper desconocidos, pero sí que tejen una historia con los ingredientes principales de la relación: admiración, distancia y anhelo. Momentos alegres, expectativas de viajes pero también roces, exigencias, necesidad de verse. Con todo, Chéjov nunca pide a Knipper que deje su profesión para vivir juntos. El escritor había expresado a Suvorin que necesitaba una mujer «como la luna», que desapareciera a intervalos. Tal vez comprendiera, además, que su «exilio» forzado en Yalta haría más mal que bien a la carrera de su amada, que después de la muerte del marido continuó siendo exitosa.
El final de Chéjov, y por consiguiente de sus cartas, es de todos sabido. El autor envió un último telegrama desde Yalta para avisar a Olga que partía para la capital. De allí emprenderían un viaje a un balneario alemán para tratarse la enfermedad. Pero volvería a Rusia muerto, en un vagón de ostras. Olga, en los meses siguientes a la muerte del escritor, aún escribió algunas cartas a su marido, como si este fuera el medio más natural para comunicarse con él:
«(…) Ahora me parece extraño escribirte, pero tengo un irracional deseo de hacerlo. Y mientras escribo, siento que estás vivo, en alguna parte, esperando mi carta».
* * *
«Cartes Lliures. Antón Txékhov a Olga Knipper»
Coordinación y dirección de Pau Carrió. Con Anna Lizaran y David Selvas. Raffel Plana, pianista. Marc Permanyer, videoproyecciones.
1 de noviembre. Teatre Lliure de Gràcia.
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