El cafe Poplakov, con los pies en el agua del Dniéper. Ucrania, 1979
Así empieza la aventura de Frédéric Chaubin y su personal atlas de arquitectura crepuscular, todo un monumento a la nostalgia. En la edición de Taschen, que lleva por título «CCCP – Cosmic Communist Constructions Photographed», el fotógrafo francés nos descubre hasta noventa proyectos arquitectónicos de los últimos años de Brezhnev a la Perestroika, esparcidos por todo el antiguo territorio soviético. La arquitectura se moldeó entonces según el mensaje «el mañana será mejor» porque el presente estaba paralizado en plena «era del estancamiento». Fue una huída hacia delante, una vuelta a la utopía disfrazada de carrera espacial. Los arquitectos e ingenieros tuvieron en estos encargos específicos, documentados por Chaubin, una pequeña rendija por la que respirar aire fresco.
Chaubin, después de su primer encuentro fortuito en Tiflis con la arquitectura «cósmica», recibió el encargo de documentar el sanatorio de Druskininkai de inspiración gaudiniana en Lituania. Este centro de fantasía desatada le confrontó con una arquitectura que se desviaba del imaginario soviético y el estilo internacional. Estamos hablando de una estructura que recupera la curva, de imaginación desbocada como la vértebra de hormigón que se erige en la entrada principal. Aquello fue la prueba definitiva de que Chaubin se encontraba ante un patrimonio desconocido y diseminado por los territorios por donde llegaron, precisamente, los vientos de cambio: la periferia, esto es, las repúblicas satélite. Esto hacía la gesta para el fotógrafo mucho más difícil, pero enormemente atractiva, una excusa para el viaje. Durante cinco años realizó una primera batida que dio como fruto el libro «CCCP». El proyecto, no obstante, sigue en curso.
La lectura de este trabajo fotográfico es muy diferente que podríamos haber hecho cuando fueron construido todos estos palacios civiles, monumentos conmemorativos, espacios de ocio: el conglomerado soviético se ha desintegrado, ya no es la imagen de un bloque compacto. Lejos de servir al fin propagandístico con el que habían sido diseñados, hoy día (mal)viven con la inseguridad de no saber qué harán con ellos sus herederos. El legado histórico siempre es un asunto espinoso de gestionar y más con estos edificios de resultado tan ambiguo. Estos grandes proyectos aparecen fotografiados, cuando aún quedan secuelas de la gran resaca, como restos de un naufragio.
No son la norma sino la excepción, muchos incluso han desaparecido. Y ya sea en fotografía, como simple documento, o en directo, nos sorprenden porque rompen nuestras expectativas. Su exhuberancia es una crítica a la inercia de la arquitectura soviética monolítica, su tendencia a la clonación. Se erigen como un manifiesto por el derecho a la fantasía formal, a la excepción, y en parte lo son porque en una época de escasez y cuotas sólo en contadas ocasiones el arquitecto podía gozar de cierto grado de libertad. Y si toda arquitectura manifiesta una dirección, este animalario de cemento apunta hacia la emancipación de la disciplina. No es de extrañar que buena parte de los ejemplares de este libro se encuentren en zonas donde el mensaje soviético se podía contaminar con otras influencias, como la escandinava o la oriental. Fueron «pequeños» indicios del deshielo.
Uno de los casos del maridaje de poder y arquitectura es, por
ejemplo, el mundo del circo. Pero se podría extender a todos los campos
en los que, después de una destrucción sistemática de la esfera
personal, fue preciso construir escenarios para las masas. Todo ello,
además, aderezado por la secularización de la sociedad –el Palacio de
ceremonias de Tiflis se asemeja a una catedral profana- y la
substitución de lo sagrado por el sueño espacial. Volviendo al caso del
circo, en 1919 se decide unificar todas las actividades relacionadas con
el espectáculo como herramienta de propaganda. En 1957 se crea otro
organismo que organiza las costosas giras por todo el territorio
soviético y para ello se crea un plan para la construcción de edificios
con este fin en todas las grandes ciudades. Y es entonces cuando surge
un platillo volador a las orillas del Volga, en Kazán, con capacidad
para dos mil personas, que reta a todo el lenguaje neoclásico empleado
hasta la fecha. Primero se convierte en todo un reto para la
permisividad de las autoridades centrales, pero luego aquella extraña
peonza invertida logra sostenerse en pie y se convierte en modelo a
seguir: estimular a las jóvenes generaciones con formas nuevas, más
orgánicas, menos rígidas, como de otro mundo. Y ese otro mundo
finalmente llegó, y no era de ciencia ficción.
Sirva esta serie de Frédéric Chaubin no sólo como documento arqueológico de días pasados y enterrados. Muchas veces se expresa de forma sutil, incluso a través de los pliegues de un mastodonte de cemento, todo aquello que no puede decirse en voz alta.
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