La primacía del derecho en las relaciones internacionales

Han pasado más de 20 años desde el final de la Guerra Fría y el mundo está cambiando. En la época anterior la bipolaridad suplantaba al sistema internacional oficial, ya que Moscú y Washington alcanzaban acuerdos en muchas ocasiones, y si no lo lograban las Naciones Unidas tampoco podían funcionar. Sin embargo, hoy en día la ONU constituye una herramineta de apoyo para las relaciones internacionales y la cooperación multilateral equitativa entre todos los estados. Las Naciones Unidas gozan de una legitimidad única y del poder necesario para reaccionar adecuadamente ante la multiplicidad de riesgos y desafíos actuales. Al igual que cualquier poder estatal, sólo puede ser eficaz en un espacio jurídico determinado. Por ello resulta tan importante el principio de la primacía del derecho en las relaciones internacionales.

Lamentablemente, a lo largo de estos años la comunidad internacional ha tendido a menospreciar el derecho y la autoridad de la ONU y ha acumulado una experiencia negativa. Recordemos los bombardeos de Belgrado de 1999, para los que no se le pidió autorización al Consejo de Seguridad. También fue desdeñado el papel de la OSCE, aunque el Acta Final de la Conferencia de Helsinki preveía la renuncia a la aplicación de la fuerza contra sus participantes.

En 2003, el Consejo de Seguridad tampoco autorizó el uso de la fuerza en Irak, basándose en las conclusiones de la Comisión para el Desarme de Irak y en el informe de la OIEA. Aun así, comenzó la guerra. Han pasado ocho años desde entonces, y la situación en Irak dista mucho de ser tranquila.

Actualmente la atención recae sobre Oriente Próximo. La comunidad internacional apoya la aspiración de los pueblos de la zona a renovar sus estados e iniciar una camino de desarrollo democrático independiente. El apoyo externo a estos procesos tiene que estar basado en el respeto al derecho internacional, favoreciendo la búsqueda de soluciones políticas entre las autoridades y la oposición. Es necesario actuar con mucha responsabilidad y con la disposición de ayudar a las partes implicadas en los conflictos internos para que resuelvan los problemas pacíficamente a través de negociaciones y con la participación de todas las fuerzas políticas, grupos religiosos y étnicos.

Sin embargo, en la práctica, la actuación de los miembros de la OTAN y algunos otros países en relación a la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU para Libia supone otro claro ejemplo de menosprecio al principio de primacía del derecho. Hay que señalar que hasta ahora nadie había llegado a infringir las resoluciones del Consejo de una forma tan descarada y brutal.

La resolución 1970 adoptada de forma consensuada suponía la imposición de un embargo completo al comercio de armas con Libia. Sin embargo, tanto países europeos como árabes le vendían armamento.

La resolución 1973 preveía establecer una “zona de exclusión aérea” en el espacio aéreo de Libia para evitar que la aviación de Gadafi la utilizara para atacar a los manifestantes y a la población civil. Debido a la ausencia de claridad jurídica en las formulaciones, Rusia, China, Brasil, India y Alemania se abstuvieron en la votación. Sus temores se confirmaron, ya que las acciones de la aviación de la coalición, incluidos los helicópteros, garantizaron el apoyo aéreo a las acciones militares de una de las partes del conflicto interno. Lamentablemente, este hecho mermó considerablemente la confianza de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, algo que será difícil restablecer.

La ambigüedad y la indeterminación en las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU son extremadamente peligrosas. Del mismo modo que son peligrosos los “dobles estándares” dictados por la coyuntura política y las preferencias de una u otra potencia política, como vemos en Yemen o Siria. En un caso, todos los miembros de la comunidad internacional pretenden razonablemente favorecer el compromiso entre las autoridades y la oposición y, en otro, una serie de países influyentes incita a la oposición para que boicotee el diálogo nacional, para que aumente la confrontación y rehúse incluso a hablar de reformas, perfectamente factibles aunque tardías. Por ello, el resultado de la votación en el Consejo de Seguridad de la ONU sobre la resolución relativa a la situación en Siria parece lógico. La resolución aprobada tiene que ser universal, es decir, no debe apoyar a ninguna de las partes del conflicto. Además, tiene que incluir cláusulas que garanticen que no habrá ninguna intromisión militar. Tal y como señaló el presidente Medvédev, “Rusia se opondrá a todo intento de legitimar, a través del Consejo de Seguridad, cualquier tipo de sanción unilateral que pretenda provocar el cambio de regímenes políticos”. La ONU no se creó con ese fin, y son los propios estados los que tienen que forjar su destino, sean de Oriente Próximo, Europa o América.

La comunidad internacional sólo tiene que favorecer este proceso sin ejercer una influencia unilateral o intentar “dirigirlo” desde fuera.

Nada puede compararse a una guerra civil en cuanto a sus consecuencias humanitarias y económicas, es algo que sabemos por propia experiencia. De momento, no es posible saber con certeza cómo terminarán los procesos que se desarrollan en Oriente Próximo. Aunque una cosa es evidente, el método para la resolución del conflicto será el que defina la situación durante la siguiente década. Irak es un claro ejemplo, al igual que Afganistán, donde la Unión Soviética se quedó atascada durante diez años, agotando su potencial económico. La “primavera árabe” vuelve a recordarlo, igual que nos remite a la primacía del derecho en las relaciones internacionales.

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