En el contracampo de la fotografía, invisible, se halla el espectador que busca en los grandes museos una experiencia, tener acceso al conocimiento o a una ilusión de conocimiento. Transita de sala en sala –solo, acompañado o en grupo-, acercándose a unos centímetros de la tela o paseando la mirada sin más, como quien pasea al perro. Tal vez no entiende del todo lo que ve, pero sí sabe que está en un lugar especial, ungido de memoria, relatos, historia. Son templos y, como tales, se espera del visitante un comportamiento concreto. En la serie «Guardians» de Andy Freeberg estos espacios son el museo Estatal Ruso, la galería Tetriakov, el Hermitage, el museo Pushkin, esto es, los cuatro centros más importantes del mundo en arte ruso: atesoran cientos de miles de piezas, sus fondos son inabarcables. Pero no todos ven lo mismo. Lo que sabemos o creemos afecta al modo en que vemos las cosas. Por eso es totalmente impredecible qué va a ser visto y qué no. Puede alguien tener delante «La carrera» de Deineka, «Deisusni chin» de Andréi Rubliov o «Retrato familiar» de Konchalovksi y fijarse en algo totalmente imprevisto, ajeno al óleo. El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito, escribió Charles Baudelaire. Eso le da una libertad que ni el propio artista conoce e, incluso, puede que envidie.
¿Y qué ve el espectador en las fotografías de Andy Freeberg? Una mirada capturada, la de un visitante, una entre las muchas que en un museo se agolpan. A través de ella, vemos unas deslumbrantes puestas en escena, casi pensadas para el objetivo de la cámara, pero sin una línea de texto: todo está preparado para el goce de la mirada, si bien esta dramaturgia, que bien pudiera haber salido de la imaginación de Beckett, nunca empieza. En estas escenografías lo esperable sería que la obra de arte, aquello que nos empujó a viajar a Moscú o San Petersburgo, fuera la protagonista, el foco de atención; sin embargo, en las fotografías de Freeberg, está relegada a un segundo plano por una mujer mayor sentada en silencio, que también mira. ¿Una figurante? ¿Alguien que, cansado de tanto arte encuentra una silla y se sienta para coger fuerzas? A decir verdad algunas llevan una identificación, como si trabajaran en el museo, aunque no visten ningún uniforme. Tampoco nos creeríamos que un visitante cualquiera fuera a sentarse con tanta libertad tan cerca de las obras maestras. Pero si nos acercamos al cuadro y hacemos algún gesto sospechoso, romperán su silencio y nos advertirán de la distancia de seguridad, de no utilizar el flash o, tal vez, si creen que hablamos ruso, nos ilustrarán con algún dato jugoso con respecto al cuadro. Sí, son las guardianas del arte ruso. Pero primero rebobinemos en el tiempo.
Andry Freeberg, fotoperiodista de dilatada carrera, se dio un paseo por las galerías del barrio de Chelsea, en Nueva York. La mente del fotógrafo, tal vez por deformación profesional, tiende a ver el mundo en series: ve, relaciona, ordena y dispara. Y en las lujosas y minimalistas galerías de arte contemporáneo, en especial las de más empaque, detectó que, en la entrada, se erguían unas enormes recepciones. Una vez dentro, en el espacio limitado por las paredes de riguroso blanco, la única presencia humana quedaba oculta tras aquel mueble de la entrada, como una barrera inexpugnable. El intercambio de miradas se mostraba como un acto imposible. Un tiempo más tarde, Freeberg visitó San Petersburgo. En el Hermitage, las “bábushkas” despertaron su interés igual o más que las obras de arte expuestas.
Los juicios rápidos son trampas camufladas. A primera vista, nos parecería que estas venerables ancianas están condenadas al aburrimiento, eso sí, ante el paisaje de algunas de las mejores obras creadas por el hombre. Pero nada más lejos de la verdad. Si volvemos al autor de «El pintor de la vida moderna», éste le proponía a su madre que se citaran en el Louvre, el lugar en París «donde se puede conversar mejor; hay calefacción, se puede esperar sin aburrirse y por otra parte es el lugar de encuentro más decente para una mujer». Códigos morales aparte, qué mejor lugar hay, rodeadas de la historia de Rusia, para estas maestras, enfermeras, ingenieras o cantantes retiradas. Para ellas el aburrimiento no existe. A las telas de Vataguin, Repin o Matisse se suma el continuo flujo de caras, expresiones y lenguas del mundo. El pasado y el presente dentro de un mismo campo visual. Apenas reciben unos doscientos dólares al mes, las jornadas son de nueve horas, algunas pueden invertir hasta tres en desplazamientos. Pero eso no es lo más importante para ellas: sienten que hacen algo vital por su país. Algunas incluso van en los días que tienen fiesta. Fuera, la vida se impregna de la caducidad de los acontecimientos. Dentro encuentran un tiempo suspendido, una juventud perpetua.
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Fotografías cortesía del autor.
Libro publicado por Photolucida.
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