Faína Ranévskaya: todo sobre Eva

Faína Ranévskaya. Imagen de Niyaz Karim

Faína Ranévskaya. Imagen de Niyaz Karim

Era como una intensa mezcla de humanismo y escepticismo, de rectitud y pecado, de obscenidad y sutileza, de mundanería y lágrimas de soledad. La escritora Lidia Chukóvskaya, que conocía muy bien a Faína Gueórguievna Ranévskaya, señalaba: “su obscenidad es artística… sorprende con la excitación de un borracho y con una combinación de grosería y delicadeza”. El espectro interpretativo de Ranévskaya abarca desde el drama hasta la vis cómica, desde la tragedia hasta el vodevil y la farsa. Faína Ranévskaya vivió 87 años, el pasado 27 de agosto la actriz hubiese cumplido 115. “Venerable dama” del cine y del teatro de la época soviética, Faína Gueórguievna decía con ironía: “Tengo tantos años que aún recuerdo a las personas honradas”.

La línea de la vida de Ranévskaya atraviesa por periodos tan marcadamente diferentes de la historia rusa que no sin cierto sonrojo podemos llamarla actriz soviética, aunque le concedieron el título de Artista del Pueblo de la URSS y fue galardonada hasta en tres ocasiones con el Premio Stalin. Ranévskaya nació en una época crítica, en la frontera de los siglos XIX y XX; su infancia y su adolescencia coincidieron con las últimas décadas del régimen zarista, fue testigo de la Revolución de 1917, sobrevivió a la dictadura estalinista, a la intervención de Hitler, al “deshielo” y al estancamiento posterior. Ya en los años anteriores a la Perestroika confesó: «Es terrible cuando te sientes como una muchacha de dieciocho años, cuando admiras la belleza de la música, de la poesía y de la pintura, pero ya te ha llegado la hora, no tuviste tiempo para nada, ¡y en realidad sólo empiezas a vivir!”. En muchos sentidos, Ranévskaya seguía siendo una hija de la Edad de Plata, que percibía de una manera muy sensible y simbólica este “abandono en la inverosimilitud”, en palabras del poeta Valeri Briúsov, de la sociedad rusa. A las numerosas peticiones para que publicase un libro de memorias, Ranévskaya respondía con una negativa categórica: “Si cediendo a los ruegos, me pusiera a escribir sobre mi persona, el resultado sería un libro de reclamaciones”. Además, en ningún momento se ocultó detrás de una máscara, expresaba con valentía sus pensamientos y era ajena a cualquier tipo de conformismo, nunca acabó convirtiéndose en una “persona con la piel demasiado fina”, al estilo de los simbolistas de principios de siglo. A pesar de su crítica e incluso oposición al régimen oficial, Ranévskaya no se convirtió en disidente y no consideró la posibilidad de abandonar el país. Su inteligencia y talento eran tan subyugantes que le perdonaron las declaraciones más duras hacia las autoridades, comenzando desde los directores de teatros, designados “desde arriba” para preservar los ideales del régimen soviético hasta los rangos más elevados.

El virtuosismo de Ranévskaya, tanto en el escenario como en la vida, era tan potente que nos asalta la tentación de colocar su biografía en la esfera del arte y sus símbolos, y no en el contexto histórico-social real. Los modelos de la cultura rusa y mundial no sólo influyeron en su concepción del mundo, sino que incluso “participaron” a su manera en los acontecimientos clave de su vida. Así, es curioso que Ranévskaya, nacida en 1896, sea algo así como una “coetánea” de “Tío Vania” y “La gaviota” de Antón Chéjov. Incluso el nombre por el cual la conocemos es un seudónimo que surge de su amor hacia la obra de Chéjov (la hacendada Ranévskaya es la protagonista de El jardín de los cerezos). Los biógrafos describen cómo en un día providencial la joven Faína Ranévskaya (nacida Feldman) se quedó tan impresionada con la obra El jardín de los cerezos que no prestó atención al billetero que se le cayó del bolso. El viento empezó a dispersar su dinero, y ella se limitó a decir: “De qué modo tan hermoso vuelan los billetes, como hojas otoñales”. También recuerdan una ocasión en que, estando en el mar del sur, Ranévskaya señaló a una gaviota que revoloteaba por allí y dijo: “El Teatro del Arte de Moscú ha emprendido el vuelo”. Al igual que Chejov, quien, según sus propias palabras, “se rompía la cabeza contra la pared para sus pequeños relatos”, haciéndolos de un modo convincente y sencillo y poniendo en sus obras mucho más contenido que palabras, Faína Ranévskaya se convirtió en una estrella de las “pequeñas formas”. Actriz tocada por el dedo de Dios, actuó imperdonablemente poco y quedó grabada en la memoria de los espectadores por sus pequeños papeles. El cine únicamente la quería en calidad de “personaje tipo”. No interpretó ni un solo papel importante del repertorio mundial, pero la Enciclopedia Británica incluyó su nombre en la lista de las diez mejores actrices del siglo XX.

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El debut cinematográfico de Ranévskaya se produjo en 1934. En la película Bola de sebo de Mijaíl Romm dio vida a la señora Loiseau, autoritaria y cizañera. Más tarde, en 1939, se rodó El niño abandonado, película con la que Ranévskaya alcanzó una popularidad increíble. Además, a Ranévskaya nunca le faltaron papeles significativos en el teatro y en el cine. Así, Serguéi Eisenstein quiso que formase parte del elenco de Iván el terrible, en el papel de Yefrosinia, y ya le habían hecho las pruebas, que resultaron insólitamente atinadas. Las autoridades contravinieron la decisión de Eisenstein quien, aunque no daba su brazo a torcer, acabó por acatar la negativa irrevocable. Se conserva un documento que arroja luz sobre este episodio: una carta del presidente del Comité estatal de cinematografía Bolshakov al secretario del Comité Central Scherbakov: “Le informo de que S. Eisenstein pide que se asigne el papel de la princesa rusa Yefrosinia en la película de Ivan el terrible a la actriz F. Ranévskaya. El director ha enviado fotografías de Ranévskaya caracterizada como Yefrosinia, que le adjunto a esta carta. Me parece que los rasgos semíticos de Ranévskaya son muy evidentes, sobre todo en los primeros planos, y, por ello, no es conveniente que demos nuestra aprobación”. Sin embargo, fue precisamente la maestría en materia de interpretación de Faína Ranévskaya lo que la salvó a veces del fracaso participando en obras del realismo soviético absolutamente insignificantes. El periodista Borís Paramónov recuerda: “Tuve suerte: vi a Ranévskaya en el teatro. La obra era hueca, de esas que se califican de clásicas soviéticas: La tormenta. En ella, Ranévskaya encarnaba a una especuladora que es interrogada por la Cheká. Ir a ver la obra valía la pena sólo por Ranévskaya. Y, por supuesto, así fue: después de su escena la mitad de la sala se marchó. El momento en el que aparecía era el siguiente: la especuladora Ranévskaya rompe a llorar y se procura un pañuelo: rasga sus faldas bajo las cuales lleva unos pantalones de montar rojos. La propia Ranévskaya inventó este truco. A menudo enriquecía también el texto con su imaginación”.

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El carácter apasionado de Ranévskaya era sentido, no inventado ni sometido a la teorización. Pinchaba la verdad como con el extremo de un tenedor y nos obligaba a todos a engullirla, y a alguno hasta con el tenedor incluido. Su negativa a aceptar muchos aspectos de la realidad, a conformarse con un ambiente de estancamiento, carente de perspectivas y sin ideas, con el primitivismo, el conformismo y la vulgaridad no deja de ser una prolongación interesante de las ideas de Chéjov. La perplejidad ante la perspectiva de un “jardín de los cerezos accesible a todo el mundo”, que impregna la obra de Chéjov, y la afirmación humanista de que todo el mundo debe cultivar su jardín, trabajar su propio mundo interior y responsabilizarse no sólo de las acciones de uno sino también de sus deseos… todo esto emparenta de un modo genuino a Faína Ranévskaya y a su “padrino” Chéjov.

“No hay que escribir sino en el momento en que cada vez que mojas la pluma un jirón de tu carne se queda en el tintero”. A Ranévskaya le gustaba citar esta frase de Lev Tolstói, enojada por tener que interpretar papeles en obras mediocres. Una vez se quejó en estos términos: “Encendí la caja tonta. Un poeta recitaba, el primero de mayo de 1978. Recordé: “Para que mi bebé no se intimide a la vista de los pájaros en el horizonte”. Y otros deseos semejantes de los que no me acordé. ¡Oh, Señor! ¡Por qué!». La falta de talento en el arte, como decía Faína Gueórguievna, no es más que un “escupitajo a la eternidad”.

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El rotundo sentido del humor de Faína Ranévskaya trae divertidos ecos de las comedias de Woody Allen. El director dijo una vez: “La vejez no es un signo de madurez, sino la capacidad de no desconcertarse al despertarse en ropa interior en medio de la calle». Ranévskaya nunca se desconcertó. Una vez, cuando el administrador del teatro la sorprendió en el tocador totalmente desnuda, lo “cortó” de esta manera: “¿No le molesta que fume?”. Seguramente es así como recordamos a Faína Gueórguievna, «actriz hasta la médula» (Borís Paramónov), una mujer que se defendía de la realidad encontrando siempre en ella motivos para la risa. Ranévskaya nos ha dejado no sólo modelos valiosos de su maestría interpretativa, fijada por las cámaras de cine, sino también este folclore original, transmitido de boca en boca, “El libro de la risa y el olvido”, capaz de completar y corregir nuestra historia oficial.

Traducción de Marta Rebón

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