La historia de Rusia corre en paralelo a la de sus literatos. El visitante de Moscú amante de la literatura sabe que puede perderse por sus calles y recrearse no sólo con los escenarios de un sinfín de novelas, también puede visitar numerosas casas-museo (las de Gógol, Bulgákov, Aksákov, Pushkin, Tolstói y un larguísimo etcétera), reseguir las huellas de los escritores que pasaron por la ciudad en las numerosas placas conmemorativas, contemplar esculturas que ya son parte del paisaje urbano moscovita como la de la pareja Pushkin y Goncharova, la de Maiakovski o la nueva de Brodsky en el bulevar Novinski. Pero si se dispone de tiempo y ciertas ganas de aventura en la maleta, merece la pena hacer una excursión a Peredélkino, colonia de escritores y artistas que queda a menos de una hora en tren de la capital. Allí, uno de sus vecinos más ilustres, Borís Pasternak, pasó la última parte de su vida y compuso su obra más emblemática para el público internacional, El doctor Zhivago. La dacha de estilo alemán, inconfundible, así como la tumba donde descansan sus restos en el sencillo cementerio del pueblo, es lugar de peregrinaje de los amantes de la poesía y admiradores de este gran nombre de las letras rusas, en especial en el aniversario de su muerte.
De por sí interesante por la importancia que el espacio de creación tiene en toda obra y por estar impregnado, Peredélkino, de momentos capitales en la biografía del poeta (la celebración y posterior renuncia del Premio Nobel o la detención de Isaak Bábel), el viaje de Moscú a Peredélkino permite ver de una forma rápida pero efectiva las mutaciones que se dan en el paisaje de la periferia moscovita. Peredélkino fue un proyecto ideado por Maksim Gorki, quien vio en esa localidad el lugar perfecto para agasajar a escritores y artistas con las comodidades de una vida tranquila en las proximidades de Moscú: el Poder cree que facilitando una buena vida, una mejor que si no se está alineado con el pensamiento oficial, es posible domesticar a los artistas; Borís Pasternak fue un caso aparte, considerado un autor inofensivo por el propio Stalin. Tal era, sin embargo, el objetivo de esta pequeña «isla» en medio de la naturaleza que hoy ya ha sido devorada por la gran urbe mediante una sucesión de edificios-pantalla de interés arquitectónico esquivo y urbanizaciones de nuevos ricos, de casas-fortaleza en las antípodas de las dachas de estilo tradicional, hospitalarias a la mirada del caminante y cuyas puertas, siguiendo la tradición rusa, los escritores abrían a los visitantes los domingos. Sí, como tantas otras cosas lo que fue dejó de ser. No obstante, el paseo de la estación de Peredélkino a la casa de Pasternak aún rezuma algo inequívoco de un tiempo y de un país. Como justifica el personaje de una película de Antonioni interpretado por Marcello Mastroianni, al copiar un paisaje de Cézanne pretendía repetir, ni que fuera por puro azar, un instante de aquel acto genial. De alguna manera, al rehacer el viaje rutinario que Pasternak emprendía una o dos veces por semana a Moscú para gestiones y visitas, busqué algo de ese azar, intenté capturar la imagen fugaz que constituyó la semilla de algún poema, como En trenes de la mañana. Y además, por qué no, el ferrocarril es el medio de transporte ruso más literario y bien merece un viaje.
El trayecto parte de la estación Kiévskaya. Antes de asegurarse el viajero de tomar el tren indicado, no debe olvidar echar un vistazo (sólo se puede apreciar desde fuera, no se permite el acceso) a la bóveda que cubre el final de la vía, interesante obra de ingeniería civil de la década de 1920, diseño de Ivan Rerberg y Vladímir Shújov. Si se accede a ella en metro, antes pasaremos por la estación del mismo nombre, proyecto ensalzador, mediante sus mosaicos, de las relaciones ruso-ucranianas de la época… todo ello rematado por un gran retrato de Lenin. Olga Ivínskaya, en su libro de memorias, Rehén de la eternidad, describe el ambiente que se respiraba alrededor de la estación Kiévskaya el día de la muerte de Pasternak, cuando las autoridades intentaron minimizar el impacto de la noticia y la concentración de público en el sepelio, si bien no consiguieron salirse con la suya.
Literatúrnaya Gazeta no dio información alguna del lugar donde se concentraron las exequias, ni la hora del funeral. Pero en los vagones de los trenes de cercanías, en las taquillas de la estación Kiévskaya y en otros puntos, se habían pegado textos manuscritos en hojas de cuaderno u otras de mayor tamaño. He guardado un ejemplar que dice: “Camaradas, en la noche del 30 al 31 de 1960, uno de los grandes poetas de nuestra época, Borís Leonídovich Pasternak, ha muerto. El funeral tendrá lugar hoy a las 15 horas en Peredélkino”. Una vez dentro de los amplios y viejos vagones, al ritmo del anodino vaivén de la máquina de hierro, vendedores de toda suerte de productos –calendarios, revistas, cuchillas de afeitar, encendedores, ungüentos milagrosos…- recitan la retahíla de virtudes de sus mercancías, como personajes de la cuentística chejoviana. Al bajar al andén, y una vez cruzadas las vías, se toma la carretera ascendente que lleva a la Iglesia de la Transfiguración, en pleno proceso de renovación. Justo enfrente, atravesando una explanada verde, todo conduce al cementerio. Allí, acompañada de otros nombres como el de Arseni Tarkovski, se levanta la lápida blanca tallada con el perfil de Borís Pasternak y su firma. No se extrañe el visitante si encuentra flores frescas en la tumba o bien a otro viajero sentado en el banquito dispuesto ante la lápida, abstraído en la lectura, en sus pensamientos o simplemente con la mirada perdida bajo las ramas de los árboles que se mecen imperceptiblemente, «como si fuesen cascos de veleros». La visita a la tumba puede hacerse tanto a la ida como a la vuelta de la casa-museo, según prefiera el visitante.
Sin dejar la carretera, se sigue a pie otros veinte minutos hasta que un cartel nos invita a girar a la derecha y a adentrarnos unos trescientos metros. Tras pasar por delante de la casa de Chukovski, conoceremos el lugar donde se gestó el amor de Yuri y Lara. Una vez recorrido el caminito que va de la cerca a la puerta de la dacha, penetramos en un interior sencillo pero acogedor. Cuelgan en las paredes fotografías muy especiales y dibujos de su progenitor, guardan las estancias el piano o el escritorio, descansa en las estanterías la biblioteca personal del autor… Y lo más importante, a través de las ventanas podemos ver la tierra rusa, el lugar donde se extraviaba su mirada en busca de una palabra o bien simplemente donde dejaba la mente en blanco, sobre el tapiz del jardín nevado. Esperamos que las fotografías y el vídeo que acompañan este artículo, hechos por Ferran Mateo y por mí en noviembre de 2010, os permitan aproximaros al paisaje íntimo de Pasternak. También es posible acompañarlos con la lectura de otros “Viajes de Moscú a Peredélkino”, como el que hizo Isaiah Berlin y que se recoge en La mentalidad soviética o bien el de Olga Carlisle, publicado en el nº 24 de The Paris Review. Ambos visitaron al poeta en Peredélkino y pudieron charlar con él. A nosotros todavía nos queda la oportunidad de visitar su casa y recitar en silencio: «Azotaba la ventisca la tierra entera y todos sus confines. Sobre la mesa ardía una vela, una vela ardía…»
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