Una boda y golf en el Polo Norte

Barneo ni siquiera tiene una dirección. No es más que una base polar rusa situada en el hielo. Desde hace más diez años, aparece en el mapa tan sólo durante cuarenta días, desde finales de marzo hasta principios de mayo. Varias tiendas de campaña y un aeródromo están a la deriva, a merced de las corrientes oceánicas, de modo que las coordenadas cambian en la pequeña pantalla del GPS cambian constantemente.

En este refugio único uno se mueve incluso cuando duerme o cuando está sentado a la mesa. Pero para la mayoría de los visitantes Barneo no es el destino final. No es más que una parada intermedia que puede durar varias horas o algunos días, antes y después del acontecimiento principal: la llegada al Polo Norte.

Los turistas llegan al campamento desde el continente en avión y después se dirigen al Polo de distintas maneras: algunos con esquíes, otros en trineo arrastrado por perros y otros saltando en paracaídas desde un helicóptero. Los organizadores de Barneo no ponen casi ninguna limitación a los estrambóticos deseos de sus clientes. Aunque también hay que decir que el precio de un viaje al Polo Norte a través de Barneo no tiene nada que envidiar a los viajes a los balnearios más prestigiosos del mundo. El placer de pasar unas vacaciones a -30ºС , pernoctando en tiendas de campaña y con el baño en la calle, cuesta entre 10.000 y 30.000 euros. Sin embargo, cientos de investigadores noveles así como turistas curiosos visitan la estación de Barneo todos los años. Tampoco faltan los famosos: tan sólo unos días antes de mi llegada, en el campamento estuvo el príncipe Enrique de Gales, y cuando se fue, todo el mundo respiró aliviado. Y es que mientras el Príncipe recibía los honores correspondientes, en el medio de la pista de despegue y aterrizaje se formó una grieta de medio metro y la comunicación aérea con el mundo se interrumpió. Afortunadamente, en tan sólo dos días las placas de hielo se volvieron a unir, y el Príncipe pudo llegar a tiempo al banquete de boda de su hermano mayor.

Además del Príncipe, he podido ver a decenas de caras de turistas sin afeitar, pero contentas. Era evidente que no les importaba el dinero que habían invertido en el viaje y aún menos las condiciones relativamente espartanas de la vida en el campamento. Al final, todos se alegraban por poder decir: “lo he conseguido”.

Sobre el continente de hielo ondea la bandera rusa. Y debajo del continente, también. Una bandera tricolor de titanio fue instalada en el fondo marino a una profundidad de cuatro kilómetros, en el punto geográfico del Polo Norte.

En cuanto el chasis de nuestro avión Antónov-72 se despidió de tierra firme en el aeropuerto noruego de Svalbard, por delante no se veía más que agua y hielo. ¿Cómo se las apañarán los pilotos para divisar la pista de aterrizaje en mitad de este desierto blanco?

Pensando en las historias de maravillosos despegues y aterrizajes con visibilidad cero contadas por los amigos, el viaje se me hizo muy corto. Además, todo el mundo conoce la gran destreza de los pilotos y navegadores rusos del Ártico.

En cuanto aterrizamos, no había tiempo para preguntar ni sentir miedo. Al lado de la escalera se montó una mesa de camping. El pescado crudo congelado cortado en finas láminas y servido encima de un barril de combustible vacío para acompañar al vodka o al alcohol es un clásico de la hospitalidad local. Eso sí, no nos quedamos parados mucho tiempo y nos dirigimos a la próxima parada, pero esta vez en helicóptero. Veo que van por ahí cinco australianos con intenciones de alcanzar la meta esquiando por su cuenta, según el programa turístico llamado “El último grado”. Cuatro amigas japonesas, presintiendo la oportunidad de una buena foto, salen corriendo para fotografiar a uno de los pilotos que saltaba con agilidad de un sitio a otro intentando fijar en la pantalla del GPS los "90 grados". Nunca sabremos si las japonesas han tenido tiempo para hacer la foto de su vida o si sus cámaras se han congelado antes. De repente el guía abre una botella para servir a todos un poco de champán. Es una pena que a nadie le dé tiempo a tomárselo, ya que se congela mientras miramos a un Romeo inglés arrodillado ante su Julieta china para pedirle matrimonio.

A la vuelta al campamento nos esperaba una comida caliente en la sala de pasajeros. De primero, un borsch con nata agria. “¡Natural, recién llegada de Moscú!” anuncia Denis, el cocinero, henchido de orgullo. La nata agria y los yogures se conservan durante mucho tiempo en una tienda de campaña con calefacción, pero a nivel del suelo, donde se mantiene una temperatura estable parecida a la de un frigorífico. De segundo, nada de las conservas típicas de los campamentos, sino filetes rusos de carne fresca. De guarnición, espaguetis con salsa pesto.

En el vacío temporal del Polo Norte la vida sólo bulle en la sala de pasajeros como el agua en un samovar. Aquí el té y el café no sólo se acompañan con pastas, sino que se sirven también con historias maravillosas. En una mesa los investigadores estadounidenses se lamentan por una baliza carísima que ha sido arrastrada al mar abierto. En la otra, un guía local comparte su amplia experiencia con una pareja de prometidos. Dice que en el Polo ha visto tanto bodas como divorcios. Un día, un señor llamó a su mujer por teléfono vía satélite para jactarse de su conquista y pedirle el divorcio. Al lado unos empresarios intercambian activamente tarjetas de visita y una pareja de la tercera edad procedente de Nueva Zelanda discute el minitour de golf en el que acaban de participar. No en vano Barneo era la señal de llamada de un experimentado radiotelegrafista polar. Decía que con ella sentía más calor.

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