Imagen de Dmitri Divin
Oana, una inmigrante rumana, trabajó durante cuatro años como empleada del hogar en España. A mediados del año pasado, las familias para las que trabajaba decidieron prescindir de su ayuda. Ante la difícil situación, Oana se planteó volver a Rumanía, pero al final decidió quedarse y adaptar su presupuesto. Recortó gastos y pasó a compartir piso con otras personas. España le ha dado la posibilidad de tener un trabajo y, sobre todo, un proyecto de vida para ella y su marido, algo que en su país no hubiese podido tener. Así que, mientras pueda sobrevivir no piensa en marcharse.
Situaciones como la de Oana reflejan la realidad migratoria de España, que en la actualidad, es el segundo país de la Unión Europea con más residentes extranjeros. Aproximadamente, el 14% de la población, más de 5,7 millones de personas, es inmigrante. Algo extraordinario por la velocidad y la intensidad con la que se ha producido este fenómeno. Y es que en cuestiones migratorias, España ha recorrido con aparente éxito y en menos de 15 años el camino que otros países de su entorno hicieron durante toda la segunda mitad del siglo XX.
Este éxito puede explicarse, en gran medida, por la puesta en marcha de un modelo propio de políticas públicas de integración. Un modelo adaptado a nuestro Estado, descentralizado y basado en un proceso bidireccional de integración.
Sin embargo, la crisis económica ha afectado de manera particular al colectivo inmigrante, abriendo una serie de interrogantes sobre la estabilidad y sus efectos sobre el tejido social. Si bien la crisis económica ha frenado el número de llegadas de inmigrantes, la cifra de extranjeros empadronados apenas ha disminuido, tal y como muestran los datos del último padrón. Esta tendencia no cambiará, por lo que hay un escenario de estabilización en cuanto al número de extranjeros en nuestro país.
Asimismo, tras dos años de dura recesión económica, la estabilidad social parece haberse mantenido, mostrando el éxito de integración de la sociedad española.
Si bien es cierto que, al mismo tiempo, parece que están calando actitudes y percepciones negativas sobre la inmigración, que parecen alumbrar una dimensión desconocida por su escala en la realidad española. La tentación populista está presente, y España corre el peligro de seguir el camino de otras sociedades europeas, donde los partidos xenófobos y sus agendas han acabado por invadir el discurso político general e implantar sus posicionamientos en la sociedad.
Según el estudio de la Caixa Inmigración y Estado del Bienestar en España, más de la mitad de los españoles percibe al inmigrante como un competidor en el acceso a prestaciones y servicios sociales. Sin embargo, los datos reales que presenta este estudio desmienten esta percepción. Por ejemplo, los inmigrantes consultan un 7% menos al médico de cabecera, y un 16,5% menos al especialista, aunque recurren un 3,2% más a los servicios de urgencias. Actualmente, la proporción del gasto sanitario que absorben equivale a poco más del 5% del total.
El desafío está aquí. Y está claro que el debate sobre cómo afrontarlo no debe rehuirse, sino que hay que hacerle frente. De cómo afrontemos y salgamos de la crisis económica dependerá la credibilidad de la política de inmigración de España y de la Unión Europea.
Hay dos alternativas opuestas sobre la mesa: podemos diseñar un conjunto equilibrado de medidas que respondan a un enfoque global y abarquen todas las dimensiones que requiere una adecuada gestión de los flujos migratorios, o al contrario, podemos acabar reforzando los impulsos identitarios y encerrando a la población europea en su propio declive.
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