Cinco retratos

De entre el conjunto de 78 obras expuestas en Retratos de la Belle époque que pueden verse gratuitamente en el Centro del Carmen de Valencia hasta el 26 de junio, cinco retratos rusos destacan por su singular fuerza y belleza. Bajo la dirección de Tomàs y Boye Llorens, la muestra está dedicada al género del retrato pictórico, una de las principales formas de expresión de los años anteriores a la Primera Guerra Mundial que permitió, como la novela, representar la personalidad de los individuos dentro del orden social de su tiempo.

Entre la serie sobresale el emblemático retrato del escritor Antón Chéjov realizado por Ósip Braz, atendiendo a un encargo de Pável Tretiakov. La relación entre retratista y retratado distó mucho de ser fluida. El autor de Tío Vania, que resultó ser un pésimo modelo, alegaba estar enfermo, lo cual era cierto. Esto motivó que el retrato, iniciado el 4 de julio de 1897, tuviera que llevarse a cabo en dos momentos y lugares diferentes. Primero en Melijovo, a las afueras de Moscú, y posteriormente en Niza, donde Chéjov se dirigió, en busca de un clima más templado, para restablecerse. En una carta, el escritor afirma que le disgusta la expresión de su cara («como si acabase de oler un rábano picante»). Con respecto al cuadro, comenta también a su hermana: «Hay algo en él que no es mío y falta algo de mí». Con todo, Braz dejó para la posteridad una imagen del escritor clásico fiel al original, a la par que arquetípica del intelectual ruso de fin de siècle.

De emblemático también puede calificarse el retrato que Iliá Repin hizo del escritor Leonid Andréiev. Realizado en un momento en que este último gozaba de una gran popularidad, autor y pintor estaban unidos por lazos de auténtica amistad. El cuadro, acogido en un primer momento con frialdad por la crítica al considerarlo superficial y carente de penetración psicológica, más tarde pasó a ser valorado de modo completamente opuesto. Hoy en día, es tenido por una de las obras maestras que Repin trazó como retratista, así como una de las mejores efigies del autor de Los siete ahorcados.

Dos obras nos llegan del gran retratista Valentín Serov, cuya enorme galería de coetáneos suyos se erige como los documentos pictóricos más relevantes de la Edad de Plata. La primera, el retrato de Evdokia Morózova (1908), popular cantante de cabaret y amante durante muchos años del rico industrial Morózov, con quien acabaría por contraer matrimonio, levantó cierto revuelo cuando se expuso en la Unión de Artistas Rusos. Según un influyente crítico de arte de la época: «Se trata de un retrato auténtico y hermoso, pero ninguna caricatura, en mi opinión, podría ser más ruin…». A ojos de muchos no escapó que Serov, retratista poseedor de una insólita perspicacia y capacidad de observación, aun enfatizando la belleza física, la riqueza y el lujo de la modelo, quiso, no obstante, transmitir al espectador que aquella mujer, en sus propias palabras, «no era más que una bella estatua de madera». El segundo lienzo que se exhibe de Serov es el retrato del industrial y mecenas Girshman, uno de los coleccionistas más famosos de Moscú en la frontera de los siglos XIX y XX. Cuadro brillante por sus cualidades artísticas, en él se capta un gesto efímero: Girshman, con los dedos de la mano derecha, se dispone a sacar su reloj del chaleco. Sus contemporáneos señalaron que era un gesto muy característico de él: las miradas nerviosas y frecuentes al reloj constituían en él incluso una especie de tic. Sin embargo, aquel ademán tan prosaico dio pie para considerar la obra como una especie de sátira, y la crítica soviética incluso llegó a presentar este óleo como una caricatura de los estraperlistas y de los banqueros.

Por último, podemos deleitarnos con un cuadro de Vrúbel, el exponente más brillante del simbolismo en el arte ruso. En Pan (1898), el protagonista es una criatura fantástica a la cual el pintor dota de rasgos terrenales. Tal y como él mismo explica en una carta: «Un viejecito: una cara oscura, como una moneda de cobre gastada, con el pelo descolorido y amarillento y la barba afelpada». Magnífico retratista, dibujante y acuarelista de primer orden, Vrúbel es poseedor de un lenguaje pictórico brillante e individual. En la paleta de sus obras predominan los tonos violáceos, lilas, centelleantes y tornasolados. Su tema colorista preferido es la noche, como en este Pan, que con su alta dosis de lirismo e imaginación logra transportar al espectador hasta el mundo onírico del artista.

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