El largo viaje de pueblos pequeños

Foto de Itar-Tass

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Japtik, Susoj, Njaruj, Vanujto, Hudi, Tadibe, Okotetto, Serotetto, Esyngi, Pujko y Horolja son apellidos de linajes nenets. Se desplazan con sus renos por la tundra de Yamalia, como han hecho sus antepasados desde hace un siglo, y también hace cinco. En verano van desde el sur hacia el norte, hacia el mar de Kara, donde hace más frío, lo que significa menos mosquitos e insectos. En invierno el viaje es al revés. A su lado hay siempre unos insectos mucho mayores: los helicópteros del servicio de asistencia médica. El Estado pretende conservar a toda costa la cultura de los habitantes de la tundra de Yamalia por lo que les concede muchas ayudas. ¿Qué piensan los médicos de asistencia aérea de los espíritus malignos y de los que creen en ellos?

Los espíritus atacan por la espalda

Un helicóptero vuela por la tundra, lisa y vacía. A veces el aparato traquetea como un cubo lleno de clavos. Es de la época soviética. El doctor Ivanov saca del bolsillo un mapa. Es necesario calcular la ubicación del campamento al que nos dirigimos tras recibir un aviso: un niño pequeño se ha constipado. De pronto, a nuestra derecha surgen dos grandes puntos negros y una infinidad de puntos pequeños. Al acercarnos se convierten en “chumos” (tiendas de los nómadas siberianos), renos y trineos. Todo un cuadro viviente de un campamento indio. Parece el decorado de “Bailando con lobos”, pero sin el equipo de grabación.

El aparato se detiene suavemente en un lugar donde apenas hay la nieve. Se puede decir, sin exagerar un ápice, que los pilotos de asistencia médica aérea son unos ases, como todos los conductores de ambulancia.

Por lo visto, la familia que vive aquí lo hace sin grandes lujos. Cuenta con unas trescientas cabezas de reno, un pequeño frigorífico con carne (un pequeño baúl sobre el trineo) y un carro con leña. Esta última suele escasear y es necesario llevarla siempre a cuestas. A varios kilómetros a la redonda sólo hay nieve, ni un solo árbol, ni siquiera un bonsái.

Irina, una enfermera de la asistencia médica aérea, saluda a los dueños, levanta con decisión la cortina de entrada del “chum” y entra de lado y medio agachada. Todo lo que hay allí lo conocemos por las revistas de etnografía: el suelo desmontable de madera, una estufa metálica con un largo tubo, carne cortada en tajadas y mantas de algodón colocadas por toda la superficie. Irina se mueve con firmeza y sus movimientos revelan una gran experiencia, palpa al niño y le pone una inyección. Todo está prácticamente a oscuras.

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-¿Cómo acierta con el lugar donde hay que poner la inyección?

-Por experiencia, algo que nunca se jo… –cae en la cuenta de lo que ha estado a punto de decir y rectifica–, en fin, que nunca se pierde. Se toma la decisión de llevar al niño a un hospital. Tiene fiebre, no demasiada, pero es mejor curarse en salud. Su mamá lo acompaña vestida con una lanosa yagushka lanosa, abrigo típico nenets. Por la espalda tiene cosidos una serie de parches y cintas de colores diversos que parecen adornos, pero en realidad sirven para ahuyentar a los malos espíritus, ya que estos suelen atacar por la espalda. Por último, los habitantes de la tundra me hacían fotografías con sus móviles. Me sentí como un animal exótico.

Finalmente despegamos. La madre nenets guarda un silencio sepulcral. Responde desganada a las preguntas. Casi no presta atención al niño que está metido en un cesto. ¿De qué se trata, es esto la soberbia de una etnia minoritaria? Parece como si todos los que están a su alrededor les debieran algo, pero no algo material como con los chechenos, por poner un ejemplo, sino algo por el hecho mismo de existir.

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Las mujeres de Yamalia tradicionalmente tienen muchos hijos, por norma general unos 5 ó 7, el principal problema no es eso, sino que las mujeres esperan mucho tiempo antes de ir a dar a luz al hospital. Lo dejan para el último momento y después regresan lo antes posible a la tundra, ya que allí les esperan otros hijos y la familia. Por eso, los médicos se han inventado un truco: cuando tienen el hijo no les dan el alta para ir a la tundra, sino para ir al hospital local, donde se intentará que el niño se quede por lo menos durante un mes. Una hora de helicóptero cuesta aproximadamente 80.000 rublos (2000 euros). En el traslado de aquel niño con una posible bronquitis empleamos casi tres.

No se puede dejar de volar


El modelo tradicional de vida de los pueblos minoritarios del norte le sale muy caro al estado. La política proteccionista está convirtiendo a estos pueblos en unos mantenidos. A su vez, mucha gente se indigna a causa de la emoción que produce en el gobierno la vida en la tundra, sobre todo a aquellas personas que sí saben lo que es el impuesto sobre la renta.

-Un día nos avisan para que vayamos a la población de Payuta –dice el doctor Ivanov recordando uno de los ejemplos más significativos–. Tenemos que recoger a un guía que sabe dónde se encuentra el “chum” de una parturienta. Llegamos en helicóptero y… ¡hay cuatro guías! Y cada uno con un bote con aceite de girasol, dos cajas de carne en conserva y un saco de pasta. El jefe del helicóptero casi se los come: “No pienso llevar sobrepeso”, pero ellos le responden: “No tiene derecho a decir eso, pertenecemos a un pueblo minoritario”.

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Finalmente recogimos a la parturienta. Mientras volamos hacia la el hospital de Salejard, ella comienza a armar un escándalo. Dice que quiere ir a Aksarka y que va a poner una queja ante Serguéi Jariuchi, presidente de la asamblea legislativa del Distrito Autónomo de Yamalia-Nenetsia (y, como ella, samoyedo). Le decimos que la asistencia médica aérea no es un taxi y le aconsejamos que escriba directamente a la UNESCO. En resumen, la acabamos llevando a Salejard, pero en ese momento ella se niega a ser hospitalizada y se marcha. Una semana y media después nos vuelven a avisar para que vayamos al mismo sitio. La historia se repite, y más adelante, otra vez.

El doctor Ivanov consiguió de alguna manera ingresar en maternidad a aquella mujer y le dijo al médico de guardia: “Leja, chíllale si es necesario, pero que dé a luz de una vez. Llevamos ya varios paseos por la tundra para nada”.

-Quizá vaya a decir algo subversivo –dice el doctor Ivanov–, pero esto es un callejón sin salida. Este estilo de vida tradicional no tiene futuro. Entiendo que los nenets tienen su propia mentalidad, pero imagínese que nosotros, los Ivanov, nos dedicamos a ir también con “lápots” (calzado tradicional ruso) y a llevar barba larga ¿Qué sería entonces del país?

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En otros países han creado lugares específicos como las reservas para mantener las costumbres de las minorías étnicas. Además, también tienen la posibilidad de obtener una educación e integrarse en la sociedad.

Por otro lado, hay que estar preparado para cuando lleguen los defensores de los derechos humanos, tanto rusos como extranjeros. Los pueblos del norte están emparentados con los fino-hugros y poseen un lobby internacional muy fuerte. Basta con que ocurra cualquier cosa para que lleguen los observadores. Hubo un momento en el que iban a Komi a realizar controles acerca de las condiciones laborales y les parecía que había violaciones de los derechos humanos por todas partes.

Quizá merezca la pena revisar la política del Estado con respecto a los denominados pueblos minoritarios. De lo contrario, los intentos por defender alguna idiosincrasia mitificada pueden llevar al absurdo. Recuerdo lo que me contaba un policía del Baikal, ellos tenían la costumbre de no meter en prisión a miembros de las etnias minoritarias, ni siquiera por asesinato. El argumento era bastante directo: “Es que son cuatro gatos”.

Afortunadamente, en los últimos tiempos el número de heridos “de guerra” y suicidas se ha reducido. En opinión de los médicos, esto se debe a la disminución de la cantidad de vodka adulterado. Por otro lado, han comenzado a tener otras aficiones, como Internet. En algunas poblaciones hay incluso wi-fi. Las nuevas tecnologías están acabando con las borracheras y las psicosis alcohólicas. El “Counter-Strike” contra el Smirnoff. Esto es toda una novedad dentro de las costumbres del Salvaje Norte. ¿Será una moda pasajera?

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