Érase una vez un zar

Desde 1917 las cornejas vuelan tranquilamente encima de "Tsárskoie Seló" sin miedo a que les dispare ningún monarca, aunque la apariencia del Palacio de Alejandro es la misma que en los tiempos de Nicolás II,gracias a restauración de la Fundación Mundial de Monumentos. Las salas de gala están restauradas casi íntegramente con la decoración original mientras que los apartamentos personales de la familia del emperador están parcialmente reconstruidos. No son más que los primeros pasos. Los últimos aposentos de la familia Romanov en "Tsárskoie Seló" , en los que empezó su calvario, abren sus puertas a los visitantes.

Fotos de Lori/Legion Media

Permitida la entrada a extraños


Mientras esperábamos a Olga Taratýnova, directora de "Tsárskoie Seló" , tuvimos tiempo de visitar las salas de gala acompañados Elena Artémieva y Yuri Dumáschin, conservadora de la exposición del Palacio de Alejandro y encargado de las relaciones públicas del museo, respectivamente, a fumar un cigarrillo y a cotillear sobre algunos personajes históricos. Al fin y al cabo, ¿de qué más se puede hablar en un zaguán palaciego? Charlamos sobre la dama de honor Anna Výrubova que tenía fama de femme fatale, y sobre Grigori Rasputin, un monje de dudosa santidad. También comentamos como durante la Segunda Guerra Mundial hubo varias sedes situadas en este lugar:la de la Gestapo, la alemana y la de la División Azul española. Posteriormente, el centro secreto de investigación de la marina ocupó los aposentos del emperador durante más de medio siglo.

El Palacio de Alejandro no fue arrasado por el castigador bulldozer de la Revolución gracias a la voluntad de los trabajadores que se interesaron masivamente por la vida de los zares y enviaron miles de cartas a la administración soviética. Se conserva una crónica de los años 20 en la que ciudadanos con botas de lona y ciudadanas con pañuelos en la cabeza andan por estos históricos espacios como por su propia casa. Hoy en día al Palacio de Alejandro van, no sólo los que se sienten agobiados en sus pequeños pisos, sino también los propietarios de las villas situadas en las afueras de la ciudad deseosos de aprovechar la experiencia de los zares.

Olga Taratýnova tiene setenta trabajadores: casi como un regimiento entero, menos un batallón. En verano se desplaza por sus dominios en coche eléctrico con mucha gallardía, pertenece al aristocrático Club Inglés y es miembro de honor de la Asamblea Marina de San Petersburgo, mientras que en su tarjeta figura con aire provocativo el símbolo de Catalina I. En cuanto el corresponsal de Itogui se atreve a dudar de la posibilidad de restaurar el palacio en tres años, replica inmediatamente: “¡Tres años, lo he dicho yo!”

Olga Vladislávovna ha heredado el puesto de directora de su esposo, Iván Petróvich Sautov, que literalmente entregó su vida entera al museo de "Tsárskoie Seló". Hasta hace muy poco tiempo, la entrada en el Palacio de Alejandro estaba prohibida a los visitantes, pero Sautov se las apañó para que los marinos le concedieran temporalmente algunos locales en los que el director de cine Gleb Panfilov tenía intenciones de rodar la película “Los Romanov. La familia del emperador”. Se contrataron restauradores profesionales para decorar los espacios. De esta manera se recrearon el Despacho Oficial del emperador (los marinos lo habían convertido en la Sala de Lenin) y varias salas más. Concretamente, este fue el punto de partida del renacimiento del Palacio de Alejandro.

— Olga Vladislávovna, ¿qué piensa del último emperador? — Hago esta pregunta al pasar por la Sala Semicircular en la que se conocieron el entonces príncipe heredero Nicolás y Alicia de Hesse, que tan sólo tenía doce años. Bailaron juntos y nada más. La segunda vez que se vieron todo cambió.

— Desde mi punto de vista, era una persona honrada, un buen padre de familia, pero no tan decidido y autoritario como su padre. Por cierto, fue precisamente desde la Sala Semicircular desde la que la familia del zar partió al destierro de Tobolsk. Estuvieron toda la noche esperando sentados encima de las maletas, tomando calmantes mientras Nicolás salía a fumar a la terraza. Todo el espacio está cargado de ansiedad, ¿no siente el aura de la sala?

— Me parece que Alexandra Fiódorovna es su personaje preferido…

— En absoluto. Estaba literalmente loca por el misticismo religioso y su papel durante el período post-revolucionario fue más bien negativo: la última emperatriz intervino muchas veces y de una manera muy poco oportuna en la política estatal. Por lo visto, Nicolás lo tenía que pasar francamente mal y, en mi opinión, su cacareada caza de cornejas era una especie de psicoterapia. A los hombres les tranquilizan las armas, el propio proceso de apuntar, de presionar el gatillo.

Las ventanas de la Sala Semicircular dan a la alameda principal del parque en la que se ven una serie de huellas que llevan a la nada. Se siente un frío penetrante. E incluso la obra del gran arquitecto Giacomo Quarenghi (el Palacio de Alejandro fue construido por Catalina II para Alejandro I, su nieto preferido), a pesar de su refinamiento arquitectónico, parece tristemente deshabitada.

— Olga Vladislávovna, ahora ha vuelto a ponerse de moda tener criados. ¿No le parece que la presencia de personas ajenas en casa destruye la familia?

— Eso no es más que un estereotipo soviético y una cuestión de costumbre.

— ¿ Podría usted organizar esta casa para que resulte confortable para vivir?

— Pero, ¡qué comodidad puede haber en las salas oficiales! Son espacios públicos, mientras que la parte privada en los tiempos de Alexandra Fiódorovna fue un sitio muy agradable para vivir.

Por cierto, la mayor parte del deterioro de la decoración interior no se debe ni a los marineros revolucionarios ni a la guerra. Todo ocurrió algo más tarde, cuando el Palacio de Alejandro fue entregado temporalmente a la Casa Pushkin para celebrar el 150º aniversario del poeta. Los retratos de Alexánder Pushkin no pegaban mucho con el estilo moderno, de modo que toda la decoración fue totalmente remodelada para crear una especie de estilo clasicista con un toque soviético.

En general, se considera que los Romanov no tenían un gusto especialmente fino. Esto no atañe solo a la última familia de emperadores (a la que deben su popularidad los huevos de Fabergé), sino también a sus antecesores monárquicos. Por ejemplo, la casa imperial tenía un pintor de corte, Franz Krüger, que se conocía por el apodo de “Krüger el Ecuestre” (Pferde-Krüger) por su gran habilidad para pintar retratos de monarcas a caballo.

— ¿Quiere oír la opinión de una historiadora del arte?”-Elena Artémieva se lanza a luchar por la verdad histórica- Pues tenga en cuenta que Alejandro III coleccionaba cuadros horrorosos, ¡pero a partir de su colección se creó el Museo Ruso!

La sombra de María Antonieta


En la zona particular no quedaría ni un solo objeto original si no fuera por el ingenio del conservador del "Tsárskoie Seló", que vivió en la época previa a la guerra. Siguiendo el plan de evacuación, podía sacar de los dos palacios, el de Catalina y el de Alejandro, tan sólo trescientos objetos. Pero Anatoli Mikháilovich demostró su gran astucia de museólogo al utilizar como material de embalaje la ropa de la familia del emperador y otros objetos de arte y decoración. Sólo gracias a su ingenio se pudieron conservar los vestidos de Alexandra Fiódorovna, los uniformes de Nicolás II y los pequeños uniformes del heredero que, según se dice, emocionó hasta las lágrimas al Patriarca Kirill. Mientras que el público profano suele prestar más atención al uniforme de ulano (jinete tártaro) de la hija de Nicolás II, la gran princesa Tatiana, con una cintura mucho más fina que la de una estrella de Holywood.

— ¡Simplemente, no dejaban que comiera!-explica una voz femenina a nuestras espaldas. Se ve que la señora está hasta las narices de hacer dieta. -Los Romanov nunca mimaron a sus hijos, era una tradición dinástica.

Es verdad, en el Palacio de Alejandro todos se levantaban a las siete de la mañana en punto y, tras un desayuno frugal, los niños se ponían a estudiar. Los hijos del zar llenaban sus bañeras ellos mismos llevando cubos de agua. Nadie, aparte del heredero, tenía habitación propia, y las niñas mayores (que, según varios testimonios, eran personas muy agradables), durmieron hasta su último día en camas de viaje plegables.

Sin embargo, la exposición que vemos hoy no es más que una interpretación del tema infantil. En realidad, los aposentos del heredero y de las grandes princesas no se encontraban en las salas del espacio de crujía, sino en la primera planta. Por la noche, en el pasillo, al lado del despacho del emperador, se quedaban los guardias, así que Nicolás tenía que hacer uso del entresuelo para pasar a las habitaciones de los niños o a las de Alexandra Fiódorovna. ¡Vaya vida!

Aparte de la familia más cercana, la única persona que podía entrar libremente en estas habitaciones era Rasputín. Una vez la institutriz de los hijos del zar, Sofia Tiútcheva, lo vio en los dormitorios infantiles bendiciendo a las grandes princesas antes de irse a dormir. Evidentemente, la institutriz se lo comunicó de inmediato al zar, que ya estaba al tanto de que por el imperio circulaban caricaturas que representaban las relaciones del anciano con las niñas, con Anna Výrubova y con la propia emperatriz. La reacción fue inesperada: a instancias de Alexandra Fiódorovna, la propia Tiútcheva fue expulsada de palacio.

Entre el personal del museo corren rumores de que en el palacio se oyen de vez en cuando ladridos bastante claros del perrito preferido de la gran princesa Anastasia, un pomerania llamado “Scvybzik”. Y desde abajo se oyen voces, gemidos y disparos de revólver. Según la leyenda, un grupo de oficiales que intentaban avanzar por los sótanos del "Tsárskoie Seló" para salvar a la familia del emperador fue aniquilado por los guardias y la entrada de los sótanos fue tapiada. Pero no son más que leyendas, rumores nunca confirmados sobre el “metro secreto” del "Tsárskoie Seló", que provoca en los especialistas una sonrisa irónica.

Pero la historia del escondrijo donde Alexándra Fiódorovna guardaba sus joyas es un hecho histórico.

Como es sabido, antes de ser enviados a Tobolsk, los Romanov rompieron sus joyas heredadas, dejando el metal de los engarces en el escondrijo mientras que las piedras preciosas fueron escondidas en los corsés de las grandes princesas: fue por eso por lo que en el sótano de la casa Ipátiev las balas rebotaban en los corsés y no hubo más remedio que usar las bayonetas. Un detalle curioso: ni los marinos revolucionarios, ni el convoy del emperador que se pasó al bando de los rojos, ni los de la Comisión Extraordinaria (la CHeKa) que organizaron en el Palacio de Alejandro un sanatorio de la NKVD llegaron a encontrar restos del lujo imperial. Sin embargo, los alemanes al ocupar la ciudad de Púshkin no tardaron nada en dar con el escondrijo.

Muy poco a poco


Lo más sorprendente es que los corresponsales de Itogui no hayan encontrado en los aposentos de los zares ningún lujo digno de mención. Los oligarcas de hoy en día tienen cosas mucho más impresionantes. El encargado de las relaciones públicas del museo, Yuri Dumaschin, nos proporcionó una explicación exhaustiva: “No busquen lujo. A partir de Catalina la Grande, una alemana muy diligente, todos los Romanov estaban acostumbrados a ahorrar cada kópek.”

En cualquier caso, no sólo se trata de una cualidad hereditaria de la familia imperial. Después de la guerra, alrededor de seis mil objetos históricos únicos del Palacio de Alejandro fueron a parar a otros museos y, en primer lugar, al del Palacio de Pávlovsk. También al Hermitage, que, en el fondo, constituye una especie de mezcla de objetos procedentes de todos los museos del país. Por ejemplo, el Palacio de Invierno heredó prácticamente todos los iconos de la última emperatriz, y más de ochocientos objetos de plata que sirvieron de base para la colección de plata rusa de finales del siglo XIX a principios del XX. Y es que durante la evacuación, en primer lugar se sacaban de la ciudad y se enviaban a otros museos los metales preciosos y el bronce en calidad de materia prima estratégica, y devolver todo aquello era bastante problemático.

Nadie quiere renunciar voluntariamente a objetos que ya llevan mucho tiempo en sus museos. En general, tal y como afirma la directora actual de "Tsárskoie Seló", Olga Taratýnova, no merece la pena ni siquiera mencionar el tema de la restitución entre varios museos. Es mejor elegir otras opciones. Por ejemplo, encargar copias y cambiarlas por los originales, porque, al fin y al cabo, es de esperar que otros museos estén dispuestos a colaborar en nombre de la autenticidad histórica. Otra posibilidad es buscar objetos sustitutivos en las subastas. Pero es una espada de doble filo. En cuanto se sabe que se está subastando un objeto que perteneció a la familia de los zares, el precio aumenta en progresión geométrica. Está claro que ningún museo tiene ese dinero. Al final, el lote cae en manos de extranjeros o de oligarcas rusos. Desgraciadamente, no hay muchos mecenas entre ellos…

Esta conversación tan prosaica sobre la vida material pareció entristecer mucho a la directora del museo estatal "Tsárskoie Seló", así que me dispuse a animar un poco a Olga Vladislávovna:

— Tiene un material fantástico literalmente debajo de sus pies. ¿No tiene intenciones de escribir una tesis?

— Pero, ¡qué tesis! Hay goteras en los tejados, se forman placas de hielo…

Total, que, como siempre en Rusia, el resplandor y la miseria viajan en el mismo barco.

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