Turista Coreana cruzando el control de pasaportes en la Zona de Exclusion. Foto de Ricardo Marquina Montañana
Finalmente, con 40 minutos de retraso, el autobús comienza su trayecto. Somos 40, a 160 dólares por cabeza sumamos 6400 dólares por una excursión de 4 horas y una comida mediocre. Tenemos suerte, por una excursión individual piden 500 dólares. En este autobús se puede encontrar de todo un poco: turistas en el sentido recto, ecoturistas (si me permiten ustedes este neologismo) que quieren afirmar su oposición al uso de la energía nuclear, fotógrafos a la caza de instantáneas lúgubres y periodistas con pocos medios (como quien suscribe); todos tenemos en común no haber podido pagar la excursión individual.
Suizos, daneses, españoles, finlandeses, rusos… ningún ucraniano salvo el guía y el conductor. Todos hemos dejado al lado dos cosas: el miedo a la radiación (miedo muy lógico pues aquella zona sigue siendo todavía, 25 años después, un peligro) y la moral, no tanto por querer ver un sitio único por su historia, sino por haber caído en el juego de estas empresas de turismo que están haciendo su agosto a costa de una tragedia dolorosa como pocas, además de tener tratos poco transparentes con las autoridades ucranianas y todo ello sin destinar una mísera “grivna” a las víctimas de la catástrofe, todavía vivas y sufriendo en el olvido enfermedades, dolor y abandono institucional.
Los abusos de estas empresas han hecho que otras, quizás por moral , quizás porque las autoridades no les han dado un trozo del pastel, se planten y boicoteen estas excursiones, hasta este año mucho más restringidas, generalmente sólo a periodistas e investigadores, pero que ahora se han abierto a todo aquel que pague. El gobierno ucraniano ha visto que el morbo vende, y pretende que un millón de turistas visiten Chernóbil cada año. La nueva gallina de los huevos de oro (radioactivo).
Los excursionistas firmamos un papel que viene a decir que si nos contaminamos ellos no tienen la culpa, chequean nuestros pasaportes y entramos en la segunda zona, la que comprende los 10 km alrededor del reactor. El guía hace el papel de animador poniendo el micrófono del autobús sobre el medidor Geiger, que petardea cada vez con mas insistencia según nos acercamos al reactor.
En Pripiat, la ciudad de 37.000 habitantes totalmente evacuada tras el accidente, estamos una hora, los fotógrafos salen corriendo cada uno por un lado en busca de su foto y las risas de unos y otros y la insistencia de los guías para que no nos alejemos del autobús me suena a sacrilegio. Estamos en una ciudad muerta, no me parece un sitio para reír.
Pripiat es , de lejos, el centro de esta excursión. Es un cadáver, un cadáver expoliado ya que durante estos años todo lo que tenía algún tipo de valor: radiadores, puertas, cristales, electrodomésticos, ha sido robado. Mi pregunta es obvia ¿qué inconsciente quiere una tostadora radioactiva? Aquí el guía presiona, nos deja justo una hora, saben que muchos de nosotros lo que queremos ver es esto: la desolación en casa del hombre causada por el hombre, por eso quieren que nos marchemos, para que más adelante volvamos con una excursión individual, sí, la de 500 dólares, la única manera de pasar unas horas en este lugar.
Tras la frustrante visita a la ciudad fantasma toca comer en el comedor de los trabajadores, esos 2500 hombres que trabajan en la construcción del nuevo sarcófago que cubrirá el actual (pagado con dinero europeo, ya que ni un céntimo de estas excursiones irá a parar a ese sarcófago). Un borsh aguado termina por amargarme el día.
Tras la comida nos muestran el reactor. El medidor geiger de nuestro guía está de fiesta y monta un escándalo molesto. Nos piden que no grabemos ni a izquierda ni a derecha del reactor ¿por qué? Alto secreto. Llueve, el lugar es tétrico, yo no puedo dejar de ver las caras de los liquidadores que he entrevistado en Moscú y San Petersburgo: su dolor, sus años de lucha, y me duele, profundamente, ver como los turistas se hacen fotos como si tras ellos estuviese la Sagrada Familia, la torre Eifel o el Kremlin, y no el reactor número 4 de Chernóbil, asesino de miles de hombres y mujeres valerosos que dieron su salud, y en muchos casos su vida, por salvar a Europa de un infierno nuclear.
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